Borges vidente
He so?ado que Borges no era ciego. Yo, que he visto sus ojos velados, me asombraba de verlo libre de la ceguera
He so?ado que Borges no era ciego. Yo, que he visto sus ojos velados, me asombraba de verlo libre de la ceguera. No me anim¨¦ a decirle que habl¨¢bamos dentro de un sue?o porque un antiguo protocolo impone la cortes¨ªa de no decirle a alguien que es el sue?o de otro. De modo que lo vi tocar cada cosa como si fuese ¨²nica, y recordar cada nombre con gratitud. Pero Borges no hab¨ªa recobrado la vista; en verdad, nunca la hab¨ªa perdido.
He llegado a creer que los sue?os no son un lenguaje cifrado sino una serie de asociaciones gratuitas de forma barroca; y juegan, por eso, a canjear im¨¢genes entre espejos. En este caso, yo so?aba que Borges se hab¨ªa so?ado ignorando del todo su ceguera, aunque yo sab¨ªa, como so?ador de su sue?o, que ¨¦l, en verdad era ciego, y que el sue?o le conced¨ªa la gracia de ignorarlo. Soy testigo de un Borges que se sue?a vidente para dejar de ser invidente, como si el olvido le devolviera la memoria.
En alguna parte he recordado que la vez que lo conoc¨ª, junto a Mar¨ªa, en Austin, me pregunt¨® por el color de la madera del escritorio que palpaba, me dej¨® ajustarle el nudo de la corbata, y me pas¨® su bast¨®n invit¨¢ndome a sopesar su ligereza.
?S¨®lo se me impuso su ceguera en el desayuno, cuando perdi¨® sin alarma unos granos del cereal. Mar¨ªa lo tomaba del brazo y ¨¦l adelantaba su bast¨®n tentativo. Se dejaba llevar, enamorado y liviano.
Mi sue?o, entiendo, es vagamente melanc¨®lico, no porque Borges est¨¦ ausente, que no lo est¨¢, sino porque el recuerdo de su mirada ciega sobre uno es, c¨®mo decirlo, doliente; no porque no pudiera vernos, ya que le bastaba con el nombre, sino porque uno no pod¨ªa verlo mirar, verlo viendo.
He so?ado que Borges no era, tal vez, pienso ahora, porque he pasado estos meses descifrando algunas p¨¢ginas suyas, in¨¦ditas; un breve ensayo manuscrito, la transcripci¨®n de una de sus conferencias en ingl¨¦s, una divertida respuesta a la pregunta, ?cu¨¢les son los tres libros que Ud. se llevar¨ªa a una isla? Borges demuestra lo absurdo de las encuestas: Uno de los tres, dice, ser¨ªa la Enciclopedia Brit¨¢nica. Le pas¨¦ las copias a Mar¨ªa Kodama la ¨²ltima vez que nos visit¨® en Providence, hace unos meses; y haremos una edici¨®n de variaciones borgeanas con el Centro de Arte Moderno, en Madrid, donde todo es gratuito, por amor al arte gr¨¢fico.
Pude advertir que su letra, breve y menuda, se ir¨ªa cerrando conforme perd¨ªa la vista, haci¨¦ndose rasgada y dudosa. Me impresion¨® especialmente su firma, que pas¨® a ser no un garabato casual sino una, digamos, rigurosa tachadura. Todav¨ªa en 1982, cuando compart¨ª unos d¨ªas de su conversaci¨®n en Austin, firmaba con un rasgo cerrado, anguloso y apenas legible. Podr¨ªa describir casi cada letra, pero es la traza de escritura lo que m¨¢s conmueve, no porque sea la firma de un ciego sino por la intensidad gr¨¢fica que apura su mano en la p¨¢gina.
A?os despu¨¦s, en un seminario sobre su obra vista desde sus manuscritos, en Brown, entend¨ª que esa firma era, en verdad, una cicatriz del lenguaje. De inmediato la asoci¨¦ con la escritura de Vallejo, que literalmente nac¨ªa de su propia tachadura. Esta ¡°po¨¦tica de la tachadura¡± se desarroll¨® en un ensayo de Goretti Ram¨ªrez, en Brown, y en una tesis de Carlos Var¨®n sobre Mar¨ªa Zambrano, en Harvard. En la letra visionaria brilla una huella de tinta, casi como un aire de familia.
He contado en un relato (¡°El Arte de Narrar¡±) otro sue?o con Borges. Me ped¨ªa ¨¦l escribir un poema para un amigo suyo, cuyo hijo hab¨ªa muerto. Y le voy leyendo las estrofas, que mencionan la noche, el agua y la luna. Borges aprueba mi empe?o y corrige un pareado. Pero en ese sue?o ¨¦l era ciego; y el poema era rimado, para ser recordado.
La letra ciega de Borges es remplazada en los textos finales por la letra aplicada de do?a Leonor, su madre. No ha faltado gente imperiosa, inescrupulosa, que le ha copiado algunos borradores, que ¨¦l dictaba mientras los compon¨ªa y correg¨ªa de memoria. Carlos Argentino, lo digo con horror, no ha muerto: en el manuscrito de "El Aleph" que me toc¨® editar, ha cre¨ªdo ver una redacci¨®n repetida y trivial, y lo ha anunciado con entusiasmo.
He visto en el sue?o los ojos vivos de Borges, animados por el candor y la iron¨ªa, por el mismo humor hospitalario de su conversaci¨®n. Hab¨ªa perdido la ceguera sin haber ganado la visi¨®n. He so?ado, me dice, aunque es ¨¦l quien ha sido so?ado. En rigor, no era ciego en el sue?o, s¨®lo lo era en la mera realidad. Yo solo he so?ado la mirada milagrosa (milagro, despu¨¦s de todo, es ver m¨¢s) despetar en el sue?o.
2
Ser ciego dentro de un sue?o, me dice, es una licencia po¨¦tica.
Me sorprende esta condici¨®n extravagante y, al final, llevadera. Ya he dicho, y Ud. lo recuerda, que la ceguera no est¨¢ tan mal, pero no la recomiendo.
Tal vez, respondo, Ud. ha so?ado que dejaba de ser ciego y se ha visto a s¨ª mismo tal como era antes de que las manchas de luz se apoderasen de sus pupilas.
Su explicaci¨®n es m¨¢s veros¨ªmil, respondi¨® divertido, aunque comparto su gusto por lo pat¨¦tico.
Pero m¨¢s interesante es creer que en efecto uno, cualquiera, yo, Ud., en verdad est¨¢ ciego porque est¨¢ despierto. Lo que vemos nos hace creer que vemos, pero lo que no vemos revela que somos ciegos. ?Me sigue Ud.?
Lo sigo a tientas, dije.
3
M¨¢s improbable, m¨¢s extravagante, es creer que uno en el sue?o ve todo pero al despertar no ve nada. Los sue?os de un ciego s¨®lo pueden ser las visiones de la sinraz¨®n.
Me parece que esta conversaci¨®n ya la hemos tenido. ?O Bioy nos est¨¢ anotando, montado en su gran tintero?
En verdad estoy repitiendo, aunque no copiando, mi evocaci¨®n de nuestra primera charla, que incluye 1) su memoria visual; 2) su glosa varia; y 3) la parte de ficci¨®n que perfila cualquier recuerdo.
No se preocupe, son charlas casuales y, por eso, hechas a favor de lo fugaz.
No hemos sido tan anacr¨®nicos como Petrarca quej¨¢ndose a Homero del gusto infame de su ¨¦poca.
Al menos Montaigne crey¨® charlar con Plat¨®n sobre el descubrimiento de Am¨¦rica.
?Buscar¨ªa un interlocutor a la medida de su asombro?
La conversaci¨®n entre San Mart¨ªn y Bol¨ªvar es perfecta: no la prolongan las palabras.
?Seguir¨¢n discutiendo en el tedio de los glosadores!
Unos y otros prosegu¨ªan la charla.
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