Bandidos, mineros y cazadores
Cervantes anduvo m¨¢s de un a?o por el Camino real de la Plata en Sierra Morena
Entre las historias que nos cont¨® Felipe Ferreiro hubo una que recuerdo ahora, mientras asciendo a Sierra Morena por el camino, de un hombre apodado El Barbas que, por un desenga?o amoroso, se embosc¨® en estos andurriales y vivi¨® varios a?os convertido en un bandido inofensivo cuyo nombre se usaba, sin embargo, para asustar a los ni?os, a modo de coco local. La historia, por su parte, me hace recordar otras de los bandoleros que por estos mismos lugares sal¨ªan al paso de los viajeros y los desvalijaban o les daban muerte, seg¨²n sucedieran los acontecimientos.
No es de extra?ar que as¨ª fuera. Desde la venta de la In¨¦s, la ¨²ltima casa habitada, el camino de la Plata atraviesa hoy como ayer una sucesi¨®n de montes, vallejos y serrijones en los que la maleza crece en libertad y en los que s¨®lo las aves y alg¨²n venado saludan al viajero que se atreve a atravesarlos caminando o en coche, como nosotros, con grave riesgo para la integridad de ¨¦ste. De tarde en tarde, eso s¨ª, un repentino ruido, como de cohete de artiller¨ªa, rompe el silencio de las monta?as anunciando el paso de otro tren AVE en direcci¨®n a C¨®rdoba o a Madrid. Y es que pasado y presente conviven en esta sierra famosa por sus peligros y por la grandiosidad y la soledad de sus caminos y sus trochas.
Hace tans¨®lo cuarenta a?os en Horcajo vivieron once mil personas
Tras unos cuantos kil¨®metros, de repente aparece en mitad de ella un poblado de mineros, o mejor, lo que queda de ¨¦l. Desde lejos, parece un pueblo del Oeste, con la iglesia a medio caer, el castillete de la mina igual y las casuchas de los mineros (las pocas que quedan ya) agrupadas como colmenas en la ladera del monte, al borde de un precipicio por cuyo fondo pasa la v¨ªa del AVE sin casi verlo. Cuesta creer que en este lugar, hace tan s¨®lo cuarenta a?os, vivieran once mil personas ocupadas en la explotaci¨®n del mineral de plomo argent¨ªfero que se extra¨ªa y cuya producci¨®n fue enorme durante mucho tiempo. ?ngel D¨ªaz, uno de aquellos mineros que hoy ha venido con su hija mayor desde Puertollano, donde viven, a pasar el d¨ªa, me cuenta que en Horcajo, que es como se llama el pueblo, quedan s¨®lo nueve personas viviendo de fijo, las que eran propietarias de sus casas, como ¨¦l, al haberlas construido por su cuenta. Las dem¨¢s las derrib¨® la empresa minera para que sus ocupantes no adquirieran derechos ¡°cuando ya se pod¨ªa hablar¡±, seg¨²n dice ?ngel.
¡ª?C¨®mo que cu¨¢ndo ya se pod¨ªa hablar?
¡ªCuando ya hab¨ªa democracia ¡ªprecisa el viejo minero, que ha dejado de lavar el coche, que es lo que hac¨ªa cuando llegamos, para responderme.
Cerca de su casita, otra cuyos propietarios viven tambi¨¦n ya fuera de Horcajo (¨¦stos en Fuencaliente, que no est¨¢ lejos, seg¨²n parece, cruzando la serran¨ªa en horizontal) hace de bar cuando ellos est¨¢n y all¨ª nos sirven casi por compasi¨®n unos huevos fritos y una ensalada de lechuga que la se?ora, que es muy amable, trae de la huerta mientras su hija, que tambi¨¦n tiene alg¨²n problema de nacimiento como Carmen, la de la venta In¨¦s, pone platos y cubiertos. Mientras comemos, frente a nosotros, las ruinas de la iglesia del poblado parecen el decorado de una pel¨ªcula del Far West, recortadas contra la ladera. S¨®lo faltan unos cuantos mejicanos apostados contra sus paredes.
En Conquista viven muchos guardas de la finca del duque de Westminster
Y Sierra Morena sigue. Por el camino de la Plata, que contin¨²a cada vez en peor estado pero perfectamente identificable entre la vegetaci¨®n, subiendo y bajando montes, a veces atravesando las trincheras y hasta alguna estaci¨®n abandonada de la v¨ªa del antiguo tren que transportaba el mineral de plomo de Horcajo hasta Pe?arroya, donde se clasificaba (seg¨²n ?ngel me cont¨® tambi¨¦n, a veces la proporci¨®n de plata era tan alta que la empresa lo mezclaba con tierra para que el Gobierno no se lo requisase) y las casas de los guardas que vigilan la inmensa finca por la que pasa, diecisiete mil hect¨¢reas de monte llenas de caza que pertenecen a un solo due?o (seg¨²n ?ngel y Felipe, el de la In¨¦s, el duque de Westminster, nada menos), llegamos hasta el r¨ªo Guadalmez, que es la frontera con Andaluc¨ªa. De all¨ª hacia abajo, el terreno se suaviza ya, incluso se convierte en una llanura al fondo de la cual est¨¢ Conquista, el primer pueblo de C¨®rdoba, con aire de ser de colonizaci¨®n y en el que viven muchos de los guardas que vigilan la finca del duque de Westminster, varios de los cuales est¨¢n en el bar cuando llegamos. Ninguno es muy hablador (entra en su sueldo, supongo), pero todos coinciden en que aqu¨¦l viene muy poco ¡ª¡°tres cuatro veces al a?o¡±¡ª y que lo hace en helic¨®ptero o en coche desde Sevilla, a donde viaja en avi¨®n desde Londres.
¡ª?Y a ustedes c¨®mo les trata? ¡ª les pregunto, por curiosidad.
¡ªBien. No tenemos queja.
Monter¨ªas
Tanto en La Mancha como en Andaluc¨ªa, los territorios que m¨¢s recorri¨® Cervantes aparte de Madrid y de Toledo y en los que situ¨® varias de sus obras, los latifundios ocupan gran parte de ellos, consecuencia del reparto de la tierra que los reyes hicieron entre las ¨®rdenes militares y otras personas influyentes, arist¨®cratas y nobles principalmente, a medida que los iban reconquistando a los ¨¢rabes, para que los repoblaran y defendieran. Muchos de ellos son cotos de caza exclusivos para el disfrute de cazadores que pagan fortunas por participar en las monter¨ªas que sus due?os organizan, salvo que sean sus invitados, que suelen ser gente ¡®vip¡¯ o de la realeza europea.
En los pueblos de Sierra Morena, donde muchos trabajan para esas personas, se cuentan cientos de historias (siempre en privado, naturalmente) sobre lo que sucede en esas jornadas y sobre sus participantes.
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