El ajedrez sin tablero
C¨¦sar Sarachu, Daniel Albaladejo y Elena Rayos redondean un gran trabajo interpretativo en ¡®Reikiavik¡¯
La Guerra Fr¨ªa, sobre una mesa de ajedrez de las que el Ayuntamiento de Madrid sembr¨® en ciertos parques, tras desmontar el tablero gigante instalado por el alcalde Jos¨¦ Luis ?lvarez en la plaza de Santa Ana (que podr¨ªa resucitar, si prospera una iniciativa ciudadana): un conflicto global, reproducido a escala local. Un deporte de estrategas, como met¨¢fora de la lucha que los EEUU y la URSS mantuvieron tras la II Guerra Mundial, que prosigue hoy entre la potencia hegem¨®nica y las emergentes, deseosas de ocupar la plaza que les corresponde en las instituciones financieras internacionales y de redefinir las reglas del juego.
Reikiavik, de Juan Mayorga, habla del gran tablero del mundo a trav¨¦s del Mundial de Ajedrez de 1972, donde Bobby Fischer quebr¨® el dominio absoluto que los sovi¨¦ticos ven¨ªan ejerciendo en ese ¨¢mbito desde 1948. Su victoria tuvo un impacto psicol¨®gico similar al del lanzamiento del Sputnik 1, las entradas de la perrita Laika y de Yuri Gagarin en la ¨®rbita terrestre, el paseo espacial de Al¨¦ksei Le¨®nov, la ¨®rbita lunar de la misi¨®n tripulada Apolo 8 y la pisada ingr¨¢vida de Neil Amstrong. La ciencia y el deporte proporcionaron a ambas superpotencias mayor popularidad que sus intervenciones militares en pa¨ªses terceros.
En Reikiavik, dos aficionados al ajedrez dramatizan las vicisitudes del campeonato (tal y como algunos amantes de la historia reconstruyen la batalla de Bail¨¦n) ante un escolar, observador necesario que, interpretado por Elena Rayos, representa con suma gracia algunos papeles auxiliares, mantiene unos silencios m¨¢gicos y tararea el Himno de Riego, cuando se anuncia el de los EEUU. Los personajes viajan, pues, del presente al pasado, en una serie excesiva de idas y vueltas, porque el relato de la llegada de los contendientes a Reikiavik, la exposici¨®n del pliego de exigencias neur¨®ticas de Fischer, la capitulaci¨®n psicol¨®gica de Boris Spaski al aceptarlas y el desarrollo de las partidas, resultan al cabo m¨¢s apasionantes que las disquisiciones breves, felizmente, de los dos ajedrecistas que juegan a reencarnar a sus mitos.
Mayorga dirige la funci¨®n en un espacio pr¨¢cticamente vac¨ªo, apoy¨¢ndose en los desdoblamientos alucinados de Daniel Albaladejo y, muy especialmente, de C¨¦sar Sarachu, actor capaz de saltar de localizaci¨®n cual caballo de ajedrez y de encabalgar personajes virtuosamente, apoy¨¢ndose solo en las acotaciones verbales, tal y como intuimos que debi¨® de hacerse en el Siglo de Oro y tal y como hace ahora la compa?¨ªa brit¨¢nica Th¨¦?tre de Complicit¨¦, de la que Sarachu form¨® parte. Ninguno de los dos intenta parecerse f¨ªsicamente a sus personajes, pero los rasgos de Albadalejo recuerdan los de los naturales de algunas rep¨²blicas ex sovi¨¦ticas y los de Sarachu se podr¨ªan corresponder con los de alguien de origen jud¨ªo centroeuropeo. La interpretaci¨®n ascendente de ambos culmina, en el caso de Albaladejo, con el punzante mon¨®logo interior que Mayorga le sirve durante una de las partidas, y, en el de Sarachu, en el discurso del alto cargo del r¨¦gimen estatalista y en la transfiguraci¨®n delicad¨ªsima que sufre al encarnar a la esposa del campe¨®n ruso.
Ignoro si todos los p¨²blicos seguir¨¢n esta feria de las mutaciones con la misma soltura con la que se desenvuelven sus tres int¨¦rpretes, pero la funci¨®n, in crescendo, cal¨® en el p¨²blico de pago de la tarde siguiente a la del estreno, que premi¨® el pulso dram¨¢tico del autor, el buen humor narrativo y la pericia de los actores con un aplauso largo y cerrado.
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