Turistas sin aura
En los museos disparamos a los cuadros con nuestros tel¨¦fonos m¨®viles como un pelot¨®n de fusilamiento
En textos muy conocidos, Walter Benjamin describi¨® el programa de las modernas tecnolog¨ªas de la imagen con la seductora f¨®rmula de ¡°destrucci¨®n del aura¡±, tan socorrida desde entonces. Aunque en el ¡°aura¡± resuenen ecos de lo sagrado y lo misterioso, su sentido fundamental es el de lejan¨ªa: la que, por ejemplo, envolv¨ªa con su halo de exotismo a los ¡°pa¨ªses lejanos¡± o separaba a los ¡°grandes hombres¡± de la gente vulgar. La fotograf¨ªa acerc¨® hasta el primer plano a personas y cosas que antes la mayor¨ªa de los mortales s¨®lo ve¨ªa, si acaso, de lejos. Esta eliminaci¨®n de la distancia es la ideolog¨ªa t¨¢cita de la fotograf¨ªa, propagada en sus usos cl¨ªnicos, policiales y period¨ªsticos como ilusi¨®n de una captaci¨®n directa de la realidad que pone al descubierto cualquier detalle oculto en aras del inter¨¦s cient¨ªfico o social, revelando lo que se escapa al ojo mediado por el esp¨ªritu pero no a la m¨¢quina que reproduce obedientemente su objeto sin concesiones a las leyes del gusto ni a las de la moral, como el ojo cl¨ªnico que observa los cuerpos sin dejarse arrebatar por el sufrimiento ni por el goce. Y de esta ¡°ilusi¨®n de objetividad¡± se beneficiaron, sin duda, los usos propagand¨ªsticos o escenogr¨¢ficos de esta t¨¦cnica.
La otra cara del ideal de abolici¨®n de la lejan¨ªa como s¨ªntoma de la modernidad es la generalizaci¨®n de los medios industriales de transporte, que tambi¨¦n disuelven el aura que los ¡°pa¨ªses lejanos¡± ten¨ªan para Occidente, permitiendo a cualquiera acercarse hasta ellos en ausencia de toda la ¡°poes¨ªa¡± que anta?o rodeaba sus im¨¢genes, cuando muy pocos los hab¨ªan visto y la mayor¨ªa ten¨ªa que conformarse con sus evocaciones t¨®picas que a menudo ocultaban la explotaci¨®n colonial (es m¨¢s: esos mismos pa¨ªses se ¡°acercan¡± hoy a Occidente en forma de oleadas migratorias masivas o de presunta amenaza contra la seguridad). La multiplicaci¨®n y el abaratamiento de los viajes de recreo y del turismo ¡°cultural¡±, convertido en una variante del ¡°safari fotogr¨¢fico¡±, nos llevan hoy a lugares que nuestros ancestros jam¨¢s habr¨ªan so?ado conocer, mientras que la proliferaci¨®n y la accesibilidad tecnol¨®gica y econ¨®mica de los dispositivos digitales nos permiten incluso traernos imaginariamente esos lugares de vuelta a casa, almacenados en un min¨²sculo chip y desprovistos de todo enigma, siempre con el mismo pie de foto: ¡°Yo estuve all¨ª¡±.
Y este proceso alcanza una de sus cumbres cuando los turistas, que hemos convertido las c¨¢maras en un atributo tan inseparable como la espada para San Pablo, entramos masivamente en los museos. All¨ª acontece algo asombroso y terrible, un sublime espect¨¢culo carnavalesco cuyo alcance se nos escapa de puro cotidiano. Recordemos, para entenderlo, que el museo moderno alberga cuadros que, aunque no sean de tem¨¢tica religiosa, se caracterizan por el ¡°aura¡±, es decir, que sit¨²an sus escenas en una cierta lejan¨ªa irreductible y cualitativa con respecto al espectador, y que este no puede suprimirla penetrando en la escena pintada como penetra en la sabana africana, en el Caribe o en Tailandia, porque no hay viajes organizados a la estancia de Madame Recamier ni al ignoto recinto desde donde nos mira el Bobo de Coria. Estos personajes nunca entregan del todo su secreto a nuestra mirada, a no ser como un velo de intimidad inviolable. Y se dir¨ªa que en esa veladura, en esa ¡°lejan¨ªa¡±, consiste no solamente todo su encanto, sino en definitiva esa forma secularizada de lo sagrado que es su condici¨®n art¨ªstica. Pues bien: en presencia de esa lejan¨ªa, los turistas, como un ej¨¦rcito que entra enardecido en la batalla (e igual que hacemos en el Caribe, en ?frica o en Tailandia), apuntamos con nuestras c¨¢maras y disparamos a los cuadros como un pelot¨®n de fusilamiento bien disciplinado, triturando sistem¨¢tica y repetidamente su aura al reproducir millones de veces esas im¨¢genes en nuestros tel¨¦fonos m¨®viles.
Benjamin dec¨ªa que ¡°quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la se?a de identidad de una percepci¨®n que, por medio de la reproducci¨®n, le gana terreno a lo irrepetible¡±. O sea, que lo hacemos sin darnos cuenta, porque es as¨ª como miramos hoy, porque nuestra percepci¨®n se ha empobrecido. Muy poco despu¨¦s de su invenci¨®n, la fotograf¨ªa lleg¨® a ser una especie de ¡°pintura para pobres¡±: quienes pod¨ªan pagar a un pintor de renombre se retrataban para pasar a la historia (sin prever que sus apellidos se eclipsar¨ªan ante la firma del artista y que no quedar¨ªan de ellos m¨¢s que t¨ªtulos del estilo de ¡°retrato de un hombre joven¡±); quienes no se lo pod¨ªan permitir ten¨ªan que contentarse con una fotograf¨ªa, que formar¨ªa parte ¨²nicamente del ¨¢lbum familiar privado. Nosotros, herederos de aquellos pobres decimon¨®nicos, hemos cubierto nuestra indigencia con artilugios tecnol¨®gicos personales, pero no por ello hemos dejado de ser pobres: nuestra percepci¨®n sigue siendo tan ciega para esa forma de riqueza p¨²blica que resid¨ªa en la belleza art¨ªstica que s¨®lo podemos soportarla reduci¨¦ndola a la medida de nuestra pobreza privada, o sea, destruyendo su aura, su lejan¨ªa, su irrepetibilidad mediante la reproducci¨®n fotogr¨¢fica. Y es tarde para quejarse de la ¡°invasi¨®n¡± de los museos por las visitas en grupo o por los turistas, pues ellos no son unos extra?os en estos espacios, sino que se han convertido en su principal sustento y en su p¨²blico natural, para el cual se programan unas muestras en las que los comisarios de exposiciones han relevado a los antiguos conservadores de museos y las obras, en lugar de ilustrar la Historia del Arte, van y vienen de un museo a otro, de una sala a otra, de una feria a otra, hasta que ese relato continuamente reelaborado se confunde con las colecciones de fotos digitales que los turistas cuelgan cada d¨ªa, de forma igualmente rizom¨¢tica y ajer¨¢rquica, en las redes sociales electr¨®nicas.
As¨ª que no me extra?¨¦ cuando hace unas semanas me encontr¨¦ en la Galer¨ªa Nacional de Edimburgo con un par de turistas con pantalones cortos, camisas estampadas y c¨¢maras fotogr¨¢ficas al cuello. Pero me hicieron recordar, como si me estuviera mirando en el espejo, que la espada de San Pablo no simboliza su poder, sino su martirio. Y, quiz¨¢ por deformaci¨®n profesional, volvi¨® a mi mente la vieja advertencia de Plat¨®n acerca del peligro que las t¨¦cnicas reproductivas suponen para la memoria, que muy bien podr¨ªa aplicarse a la ¡°ilusi¨®n de objetividad¡± fotogr¨¢fica. ?No podr¨ªa ocurrir ¨Cpens¨¦¨C que al fulminar fotogr¨¢ficamente el aura de las obras de arte no estuvi¨¦ramos ejerciendo nuestro democr¨¢tico derecho a la belleza, sino sacrificando nuestra memoria y nuestra experiencia y afianzando nuestra pobreza de esp¨ªritu? ?No ser¨¢ que la belleza exige de nosotros m¨¢s cuidado que el de apretar un bot¨®n? ?Mira que si, tambi¨¦n en este caso, el ¨²nico acceso decente a la riqueza fuera el trabajo! Pero entonces me di cuenta de que se trataba de dos esculturas de Duane Hanson, de la formidable serie turistas. Y, por supuesto, les hice una foto.
Jos¨¦ Luis Pardo, fil¨®sofo, gan¨® el Premio Nacional de Ensayo con La regla del juego (Galaxia Gutenberg / C¨ªrculo de Lectores, 2004). Es autor de Nunca fue tan hermosa la basura y Esto no es m¨²sica: introducci¨®n al malestar en la cultura de masas.
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