Abecedario de la libertad
De Almod¨®var a Mar¨ªa Zambrano y Woody Allen, un repaso personal a los nombres de estos 40 a?os sin Franco
Pedro Almod¨®var
Despuntaba la Transici¨®n y est¨¢bamos en casa de los Fajardo (el pintor, Jos¨¦ Luis, su mujer, Piluca Navarro). Por all¨ª hab¨ªa un muchacho sumamente inquieto, y listo, que jugaba con todo y del que los que lo conoc¨ªan dec¨ªan que iba a ser quien luego ser¨ªa. Me impresion¨® de ¨¦l la vitalidad, el cuidado con el que hac¨ªa las cosas, su risa de muchacho introvertido que no se atrev¨ªa a decir todo lo que llevaba dentro; era un torbellino. Recuerdo que jugaba con los ni?os que hab¨ªa en la casa, y que no se sentaba nunca en un sitio, sino que iba de un lugar al otro de aquel sal¨®n blanco del piso; com¨ªa espagueti sobre sus rodillas, y de vez en cuando hac¨ªa preguntas como si estuviera debajo de ese piso de los Fajardo donde estaban a¨²n reunidos los padres de la Transici¨®n, en el despacho de Gregorio Peces Barba. Por as¨ª decirlo, ese rect¨¢ngulo urbano en el que coexist¨ªan la Justicia, el bar Oliver, el Gades, el Gij¨®n, la Castellana en la que Javier Mar¨ªas hac¨ªa volantines ante Benet y Hortelano, significaba la capital de la noche de Madrid que se abr¨ªa a una Espa?a distinta. Por all¨ª estaban tambi¨¦n el Bocaccio, donde Fernando Savater y Paco Rabal coincid¨ªan en distintas maneras de la carcajada, la panader¨ªa en la que atenu¨¢bamos la resaca, los adoquines que recordaban el paso siniestro de los guardias o el mucho m¨¢s risue?o paso de las putas y de los serenos¡ Un d¨ªa me cont¨® en Par¨ªs el cineasta Adolfo Arrieta (luego Udolfo), que viv¨ªa en los contornos, que fue en la plaza de las Salesas donde se lig¨® al primer polic¨ªa nacional de su colecci¨®n de ligues masculinos. A mi me sorprendi¨® esa confesi¨®n, porque en Espa?a ser gay era una condena, y eso lo estaba diciendo en pleno franquismo, delante del poeta Jos¨¦-Miguel Ull¨¢n, pr¨®fugo de la justicia militar, en un ambiente en el que ser gay y libre, por ejemplo, s¨®lo estaba permitido en los sue?os de un pa¨ªs que no exist¨ªa. Con el cineasta y con el poeta estaba Montxo Goicoechea, periodista vasco de la ORTF, que me acompa?¨® en una juerga nocturna por los adoquines de Montmartre, hasta que nos topamos con Costa Gavras y una troupe en la que destacaba Jacques Perrin. Estaban rodando Estado de sitio, que pod¨ªa haber sido hecha sobre Espa?a pues evocaba lo peor de las dictaduras. Cuando Almod¨®var jugaba en la sala de estar de los Fajardo ya en Espa?a se pod¨ªa contar lo que dijo Udolfo sobre su coito con el polic¨ªa nacional de las Salesas y se pod¨ªa ir por las calles sin que sonara detr¨¢s de ti un paso firme y t¨² no tuvieras miedo de que fuera ese polic¨ªa u otro cualquiera de los grises que acababan de aclarar el color de su uniforme. Luego explotar¨ªa el genio de Almod¨®var, pero su A debe abrir cualquier recuerdo de lo bueno que tuvo lo que naci¨® por entonces, un pa¨ªs distinto.
Jorge Luis Borges
Por aquel entonces casi todas las cosas volv¨ªan a tener importancia. Por ejemplo, Borges. Antes de que Espa?a empezara a ser un pa¨ªs normal, los rumores de que Borges era reaccionario eran m¨¢s importantes que la literatura de Borges. Cuando ya ese sarampi¨®n se hab¨ªa atenuado y este pa¨ªs fue capaz de rescatar a los escritores por lo que eran y no por lo que se dec¨ªa que hab¨ªan dicho, vino a Madrid Jorge Luis Borges. Por razones que son m¨¢s de la casualidad que de la sustancia de las cosas, Javier Pradera me localiz¨® un viernes por la noche (en casa de los Fajardo, por cierto) y me cont¨® que ven¨ªa Borges, que si yo lo pod¨ªa acompa?ar por Madrid porque el gran ciego que escribi¨® El Aleph estar¨ªa dos d¨ªas solo en la ciudad. Lo llevamos, mi mujer, mi hija, mi amigo Fernando Delgado, a cenar al Bodeg¨®n de Pl¨¢cido Arango, o a un restaurante similar, donde se juntaban los pol¨ªticos de entonces con los banqueros y con los escritores; ah¨ª me mand¨® Pradera, que era entonces el jefe de casi todo. En EL PA?S era el que escrib¨ªa los editoriales; tachaba minuciosamente unas ideas e incorporaba otras, con un rotulador azul oscuro. Le ense?aba a Juan Luis Cebri¨¢n el resultado, desde el quicio de la puerta del despacho del director, y si ¨¦ste asent¨ªa con la cabeza, aquellos papeles manchados por Pradera iban directamente a las linotipias. Como Pradera mandaba tanto, y con tanto sentido com¨²n, s¨®lo hac¨ªa falta que dijera una palabra, o tres (¡°Vete con Borges¡±), para que yo hiciera inmediatamente lo que ped¨ªa. Esa excursi¨®n con Borges me da pretexto para contar qu¨¦ com¨ªa y qu¨¦ cantaba el gran autor (com¨ªa Vichyssoise, que le ten¨ªa que dar con la cuchara; cantaba canciones islandesas) y tambi¨¦n para atraer a este diccionario al gran Pradera. Era el editor de Borges y fue el arquitecto, con Jaime Salinas y con Jos¨¦ Ortega Spottorno, de la gran editorial de antes de la Transici¨®n y de la Transici¨®n: Alianza Editorial, que publicaba a Borges, naturalmente. Sin esos libros de bolsillo que marcaron una ¨¦poca inolvidable de nuestras vidas, el franquismo hubiera sido a¨²n m¨¢s pesado y seguramente hubi¨¦ramos sido (los periodistas y cualquiera) mucho menos cultos. Fue un equipaje moral y literario fundamental, como lo fue el propio Pradera: comunista, hijo de conservadores afectos al r¨¦gimen, representaba para nosotros la vida ejemplar de un antifranquista. Y aunque ya hab¨ªa muerto Franco y la herencia del dictador estaba moribunda, la autoridad de Pradera era, entre nosotros, indiscutida. As¨ª que, ?c¨®mo le iba a decir que no iba a acompa?ar a Borges en aquel periplo raro por una ciudad que ¨¦l no ve¨ªa pero en la que cantaba feliz por las calles? A Pradera le debo ese rato; y este pa¨ªs le debe una inteligencia que, en gran medida, deposit¨® en aquellos papeles que le ense?aba a Cebri¨¢n desde el quicio de la puerta del director de EL PA?S.
Camilo Jos¨¦ Cela
Cien a?os de Cela en 2016. Cuarenta a?os sin Franco en 2015. Es una mera coincidencia, pero dentro de esas cifras y de esos nombres hay mucho m¨¢s que el origen de ambos, Galicia. Uno de los grandes libros de Cela es San Camilo 1936, que alude al peor momento de Espa?a, cuando comenz¨® la guerra acuciada por el general Franco. Esa guerra dio de s¨ª mucho dolor y una di¨¢spora de la inteligencia espa?ola. Tuvieron que pasar cuarenta a?os despu¨¦s de esa ruptura cruel de Espa?a, que don Camilo describi¨® en su origen, para que en Espa?a volviera a amanecer de otro modo. Yo recuerdo el d¨ªa en que muri¨® Franco: estaba en Tenerife y grit¨¦ ¡°?Ya!¡± cuando escuch¨¦ la voz quejumbrosa del entonces ministro de Informaci¨®n, Herrera Esteban. Era obvio que aquel cuerpo no resist¨ªa m¨¢s, y la vela emprendida para retrasar su ¨²ltimo suspiro era tan solo una crueldad m¨¢s de las que le reservaba el destino a aquel hombre maltrecho que tanto mal dejaba detr¨¢s. Quiz¨¢ la falta de paz que le acompa?¨® en los ¨²ltimos instantes era una respuesta que le daba la Historia a su alma de militar despiadado. Pero, en fin. En esos cuarenta a?os si hubo una escritura que representara mejor el viaje literario de Espa?a, desde Cervantes a Valle y desde Valle en adelante, era Cela. El gallego que resist¨ªa para ganar finalmente tuvo el Nobel, cuando ya la Transici¨®n era veterana, pero le sali¨® respondona la hemeroteca, y El Alc¨¢zar o alg¨²n diario fel¨®n de aquel entonces (1989) record¨® que en la flor de la dictadura se hab¨ªa ofrecido a Franco para ser censor de los libros que iban a ser autorizados (o no). Por ese detalle (importante, sin duda) abri¨® de oficio una investigaci¨®n la Academia Sueca, que no ten¨ªa por qu¨¦ conducir a la negaci¨®n de tan alta distinci¨®n literaria. Pero eso removi¨® las aguas de entonces, hasta que llegaron a EL PA?S: la embajada sueca nos convoc¨® para dar nuestra versi¨®n de los hechos. El director, Juan Luis Cebri¨¢n, que hab¨ªa publicado a Cela como articulista en EL PA?S, del que fue accionista don Camilo, me mand¨® a decir que el trabajo del Nobel durante la Transici¨®n (como senador real) y sobre todo su relaci¨®n de apoyo a los exiliados espa?oles, que tuvieron en ¨¦l y en su revista, Papeles de Son Armadans, un c¨®mplice necesario para juntar la Espa?a de la di¨¢spora con la que sigui¨® aqu¨ª, borraban por completo cualquier asomo de sospecha acerca de la actitud del autor de San Camilo 1936. Cela quedaba, por esta parte, completamente exonerado. La Transici¨®n hab¨ªa empezado con el Nobel a Vicente Aleixandre (en 1976) y terminaba, en cierto modo, con el Nobel que le daban a Cela en 1989. No se puede decir que acabara la Transici¨®n, ni mucho menos, porque ese fue el principio de una nueva era, cuando la democracia espa?ola sufri¨® el terremoto de la crispaci¨®n y los m¨¢s conspicuos crispadores tomaron al Nobel como estandarte. Deslucieron el Nobel de Cela de tal manera que lo que parec¨ªa una fiesta se termin¨® sintiendo como una reyerta. Las lesiones a¨²n est¨¢n en el dif¨ªcil pabell¨®n de reposo que es este pa¨ªs.
Miguel Delibes
Como recuerda Mercedes Cabrera en su reciente libro Jes¨²s de Polanco. Capit¨¢n de empresas (Galaxia Gutenberg), Jos¨¦ Ortega Spottorno, que tuvo la idea de EL PA?S, le ofreci¨® la direcci¨®n de este peri¨®dico a Miguel Delibes, el autor de Las ratas, director a mediados de los 70 de El Norte de Castilla, su peri¨®dico. Ni muerto ir¨ªa a Madrid: en la capital del Reino s¨®lo hab¨ªa salvajes que le ped¨ªan aut¨®grafos para sus perros. ?l hab¨ªa escrito extraordinarias novelas y viv¨ªa, hasta que muri¨® su mujer, una extraordinaria vida familiar, en Valladolid, en sus parques, en la vecindad de Sedano, donde ten¨ªa una casa maravillosa en la que re¨ªa incluso cuando ya la vida lo hab¨ªa puesto triste. Un gran hombre. Le dijo No a Ortega tambi¨¦n porque el periodismo es una tarea cansada en la que los seres son de carne y hueso, y hay que lidiar con ellos como con toros bravos. All¨ª estaba mejor. Estaba bien equipado para la Transici¨®n que se avecinaba, vio de cerca las primaveras que Europa hab¨ªa conocido en torno a 1968 y era un hombre dem¨®crata, escuchaba muy bien y no se dejaba convencer f¨¢cilmente por nadie. En su lugar la empresa eligi¨® finalmente a Juan Luis Cebri¨¢n. Y ya se sabe con qu¨¦ pulso lo puso en marcha, en medio de trifulcas sin cuento que ¨¦l y Polanco arrostraron con la capacidad de decisi¨®n empresarial y period¨ªstica que la propia Mercedes destaca en su libro. Recuerdo a Cebri¨¢n aquel 23 F en el que termin¨® (virtualmente) el franquismo; hab¨ªa tenido una reuni¨®n con Ortega, Polanco y otros, y baj¨® de inmediato a la Redacci¨®n: ¡°?No hagan corros!¡±, exclam¨®. ¡°Todo el mundo a sus puestos. Esto es un golpe de Estado. Vamos a sacar el peri¨®dico¡±. El resto es la historia que est¨¢ en la memoria de muchos. Aquel titular, El Pa¨ªs con la Constituci¨®n, es el resumen m¨¢s perfecto de ese d¨ªa y de ese momento de la historia de Espa?a. Fue EL PA?S el que marc¨® ese momento y fue Cebri¨¢n el que pilot¨® ese diario que ¨¦l mismo dirig¨ªa desde el 4 de mayo de 1976, har¨¢ cuarenta a?os ahora.
Euskadi
Lo que m¨¢s sorprendi¨® a los que est¨¢bamos seguros de que s¨®lo la violencia (la militar franquista y residual) pod¨ªa hacer regresar a Espa?a a los cuarteles de donde ven¨ªamos fue que ETA siguiera ensombreciendo con sus asesinatos el paso democr¨¢tico hacia la libertad de un pa¨ªs cansado de la dictadura. Pero ETA sigui¨® matando, como un cad¨¢ver que no conoc¨ªa reposo en su ansiedad vengativa. El primer n¨²mero de EL PA?S ya iba con la cr¨®nica de un asesinato perpetrado por la banda terrorista. Hubo disensiones en ETA y poco a poco se fue quedando (hasta su disoluci¨®n m¨¢s o menos efectiva) en la miserable nada de la que no debi¨® salir nunca. Pero en el posfranquismo sigui¨® matando, ya saben. La revista Triunfo trajo por aquellos primeros meses de la naciente democracia una pancarta que el inolvidable Luis Carandell introdujo en su famos¨ªsimo Celtiberia Show. Era un grafitti que alg¨²n lector suyo le envi¨® desde M¨¢laga, que condensaba perfectamente la perplejidad con la que entonces se asisti¨® a la pervivencia de ETA en tiempos de la Transici¨®n: ¡°Vascos, qu¨¦ raroz zoiz¡±. Ese epigrama andaluz tan escueto introduc¨ªa ah¨ª, en la extra?eza, a los vascos: era injusto, pues vascos hubo, y muchos, que lucharon contra la banda y adem¨¢s sufrieron lo que hizo la banda. Lo que quiero decir es que Euskadi fue, sin duda, la que peor lo pas¨® con ETA, y todos lo pasamos mal con ETA. Y ETA no era rara: era ruin.
Franco
Ese hombre.
Felipe Gonz¨¢lez, Alfonso Guerra
Felipe Gonz¨¢lez era Isidoro cuando fue a Tenerife, a ver a algunos socialistas que vivieron la represi¨®n durante la guerra civil. Domingo P¨¦rez Minik, Jos¨¦ Arozena¡ Eran intelectuales a los que acompa?aron al aeropuerto de Los Rodeos j¨®venes socialistas canarios que quer¨ªan tocar y escuchar al l¨ªder que se significaba ya como la esperanza de un renacer de sus ideas y de su pa¨ªs. Era un muchacho informal y hablador que los encandil¨® a todos, tambi¨¦n a los periodistas que acudimos all¨ª. Cuando dimiti¨® Adolfo Su¨¢rez ¨¦l ven¨ªa de Par¨ªs, y el peri¨®dico me mand¨® a cubrir esa llegada, al aeropuerto de Barajas. Fui con mi compa?ero Joaqu¨ªn Prieto. Le estaba esperando mucha gente; se supon¨ªa que ¨¦l era el l¨ªder de la oposici¨®n que le disputar¨ªa a Uni¨®n de Centro Democr¨¢tico la tarea de proseguir la modernizaci¨®n de este pa¨ªs enfermo de esclerosis franquista todav¨ªa. Este periodista le preguntaba a Gonz¨¢lez por sus impresiones, nada m¨¢s bajar del avi¨®n, como si Felipe fuera a revelar el futuro o como si el futuro viajara con ¨¦l en la maleta y fuera urgente dibujarlo. Yo ven¨ªa de Inglaterra, donde hab¨ªa visto que los periodistas preguntaban as¨ª, y as¨ª pregunt¨¦, torrencialmente. Un hombre joven, de barba muy poblada, de gafas de montura negra, y de ojos grandes como piedras bas¨¢lticas, se acerc¨® a Joaqu¨ªn Prieto y le dijo no s¨¦ qu¨¦. Luego me explic¨® Joaqu¨ªn el no s¨¦ qu¨¦: le pregunt¨® qui¨¦n era ese muchacho que preguntaba tanto. Quien interrogaba as¨ª a mi compa?ero era Alfonso Guerra. Detr¨¢s ten¨ªa una formaci¨®n teatral y socialista, y a lo largo de su carrera como pol¨ªtico hizo uso, me parece, de ambas facultades. Felipe y Alfonso fueron una pareja cuya conjunci¨®n fall¨® s¨®lo al final y por cuestiones de las que ninguno quiso hablar despu¨¦s; fue una l¨¢stima que esa uni¨®n se rompiera as¨ª porque simbolizaban una manera de ser de una Espa?a que fue capaz de modernizarse en medio de la incredulidad propia y ajena. Un d¨ªa me dijo Carmen Romero, ahora exmujer de Felipe, cuando a¨²n viv¨ªa con ¨¦l, que a ella le daba tanta pena como a otros, y que deseaba que alg¨²n d¨ªa esos dos fueran amigos otra vez. Ahora da melancol¨ªa recordar esto, pero en aquel entonces (y despu¨¦s, seamos justos) esa pareja Felipe-Alfonso fue decisiva para explicarse el esplendor de Espa?a tras el franquismo.
Eduardo Haro Tecglen
Dice Manuel Vicent que Haro fue, tras la guerra civil, como esos japoneses que segu¨ªan disparando despu¨¦s de que acabara la guerra mundial. Con Jos¨¦ ?ngel Ezcurra, ¨¦l fue el arquitecto de una revista, Triunfo, sin la cual no se puede explicar la lucha antifranquista de los ¨²ltimos a?os del dictador. En esa revista estaban V¨ªctor M¨¢rquez Reviriego, C¨¦sar Alonso de los R¨ªos, Diego Gal¨¢n, Juan Cueto, Ram¨®n Chao, Fernando Lara, Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n, y estaba Haro, claro. Iba con su perro enorme, se sentaba en el cuartito del fondo a la derecha y escrib¨ª con distintos gorros: era Juan Aldebr¨¢n, Pablo Berb¨¦n, era Pozuelo¡ Todos eran ¨¦l. Se pens¨® que la salida de EL PA?S mat¨® a Triunfo. Sea como fuera, Triunfo desapareci¨®. Recuerdo el mediod¨ªa en que se hizo p¨²blica la triste noticia (tan triste como la despedida de Cuadernos para el Di¨¢logo, el extraordinario esfuerzo de Pedro Altares por ense?ar democracia en tiempos de penumbra): Cebri¨¢n le dijo a Augusto Delk¨¢der, su director adjunto, que era tarea de EL PA?S recuperar a Haro para sus p¨¢ginas. Fue en seguida editorialista, cr¨ªtico de teatro¡ Su columna Visto/O¨ªdo, en las p¨¢ginas de televisi¨®n, fue un hito del periodismo de opini¨®n (y sarcasmo, o iron¨ªa, y melancol¨ªa, o tristeza) en Espa?a. Lo convenc¨ª para que escribiera un libro, El ni?o republicano, que lo retrata. Fue injustamente tratado en vida, y despu¨¦s, por envidiosos de los que crecen tanto en las esquinas de este pa¨ªs tremendo. ?l fue, en su tristeza y en su melancol¨ªa, en su timidez y en su altivez, un ni?o. Un ni?o rabiosamente republicano al que la guerra y Franco le amargaron la vida.
Iglesia
Fui amigo de Alberto Iniesta, obispo, y de Ram¨®n Echarren, obispo tambi¨¦n. Estuve en el Pozo del T¨ªo Raimundo con el cura Llanos y con Umbral (y con Ramonc¨ªn). Conoc¨ª, y disfrut¨¦ de su conversaci¨®n, al padre D¨ªaz Alegr¨ªa. Para un periodista agn¨®stico, apasionado de las personas, esa Iglesia distinguida y comprometida me alivi¨® de saber que hab¨ªa otra Iglesia que levant¨® el brazo al paso de Franco, a quien pase¨® bajo palio. Esos nombres propios, y muchos m¨¢s, constituyen un eslab¨®n formidable de la lucha contra Franco y contra el franquismo, durante y despu¨¦s. Como no hay d¨ªa ni historia sin an¨¦cdota, me permito traer aqu¨ª una, referida a uno de esos grandes curas dem¨®cratas: Jos¨¦ Ortega Spottorno quiso llamar a Jos¨¦ Mar¨ªa Gonz¨¢lez Ruiz, un destacado colaborador nuestro, y le dijo a su secretaria en la presidencia de EL PA?S entonces, mi amiga Pachi Verdes, que le pusiera con ¨¦l. Gonz¨¢lez Ruiz viv¨ªa en M¨¢laga, y Pachi lo localiz¨®, pero no estaba en casa. Al ni?o que sali¨® al tel¨¦fono le pregunt¨® la impar Pachi: ¡°?No est¨¢ tu padre?¡± Se le olvid¨® a Ortega decirle a Pachi que Gonz¨¢lez Ruiz era can¨®nigo de M¨¢laga, uno de los baluartes m¨¢s ilustres de aquella ¨¦poca en que la Iglesia y no era como la seguimos pintando.
Joan Manuel Serrat
Era tan est¨²pida la dictadura que sab¨ªa serlo del todo. Ten¨ªa miedo del exterior y del interior, porque se avergonzaba de s¨ª misma. La dictadura era la perfecta met¨¢fora de qu¨¦ dir¨¢n; hizo la guerra por el qu¨¦ dir¨¢n, y por el qu¨¦ dir¨¢n (por el qu¨¦ dir¨¢n los nuestros) sigui¨® reprimiendo. Reprimi¨® hasta el final y m¨¢s all¨¢. Uno de los reprimidos vergonzantes de la dictadura fue quien le puso alegr¨ªa y m¨²sica a lo mejor de nuestras vidas, Joan Manuel Serrat, que nos ayud¨® a despertar, a caminar, a sentir y decir el amor, a referirnos a la madre y al atardecer; el que le puso poes¨ªa a lo que no sab¨ªamos decir. Lo entretuvo en un exilio absurdo en M¨¦xico, por lo que dijera en sus canciones o en la prensa, y lo entretuvo aqu¨ª, en Espa?a, con prohibiciones que aliviaba haci¨¦ndolo viajar (como a N¨²ria Espert, la actriz de Lorca, por ejemplo, o como a Adolfo Marsillach, el actor de Tartufo) a la isla de Tenerife donde los conoc¨ª a Serrat y a los citados, alivi¨¢ndose de la prohibici¨®n de actuar en Espa?a. Como ten¨ªan que viajar, y no se quer¨ªa que se supiera que no pod¨ªan actuar en Espa?a (la verg¨¹enza ajena de la dictadura), actuaban una vez (o las que fuera) en la isla, y segu¨ªan viaje. Ah¨ª conoc¨ª, digo, a Serrat, junto a Elfidio Alonso, periodista, que fue el fundador de Los Sabande?os, el grupo canario que naci¨® en 1965. Serrat era un chiquillo y ya era el coraz¨®n de la m¨²sica, y un hombre peligroso para el franquismo. Iba camino de Am¨¦rica Latina, y ah¨ª sigui¨® yendo, hasta ahora mismo. Es un gozo cultural y humano haber contado con su voz para decir lo que sent¨ªamos cuando nos daba verg¨¹enza decirlo con nuestras propias palabras. Es un cantante de la libertad, s¨ª, pero sin sus palabras no hubi¨¦ramos sabido contar nuestros sentimientos.
Kubala
Franco us¨® el f¨²tbol para distraer a la poblaci¨®n. No es que salga de ah¨ª la mala fama del f¨²tbol, ni mucho menos, pero sin duda esa utilizaci¨®n franquista lo ti?¨® mucho tiempo. El f¨²tbol es un s¨ªmbolo honesto de la pasi¨®n que muchos sienten por un deporte que, en su pureza, es un juego donde equipos de j¨®venes se enfrentan a otros para dar espect¨¢culo; ganan y pierden, y siguen intentando ganar los que pierden. Es mi pasi¨®n, y nunca renunci¨¦ a ella. Me hice del f¨²tbol por Kubala, como otros se hicieron por Di St¨¦fano o por Gento, o por Ben Barek, o por los jugadores que siguieron, hasta la actualidad, cuando la disyuntiva m¨¢s habitual (Madrid-Bar?a) es Messi o Cristiano. Entre Messi o Cristiano, por ejemplo, yo elijo el f¨²tbol. En un resumen de este tiempo no se pueden ignorar ni esa dicotom¨ªa ni un hecho cierto: es en el f¨²tbol (pero no en el de la grada, sino en el de los palcos) donde la Espa?a de Franco pervive, porque ah¨ª est¨¢n, los hombres con sus puros, hinchados de gloria vana (pues se basa en el esfuerzo de los millonarios que hay en el campo) y de dinero. Sobre todo eso sobresale, en mi mente, el nombre de Kubala, al que cant¨® Serrat, por cierto, y no pienso renunciar a esa memoria.
Lola Flores. Charo L¨®pez
Como Raphael, por ejemplo, y como otros actores, actrices, m¨²sicos o cantantes, Lola Flores cruz¨® el rubic¨®n del franquismo con el mismo peinado y con la misma alegr¨ªa. Luego la democracia, con sus exigencias, la acuci¨® hasta hacerla pagar lo que deb¨ªa al Fisco. Su reacci¨®n ante Hacienda recordaba sin desmesura lo que hizo el franquismo por remedar el caciquismo: pues olvidar que el tributo es una obligaci¨®n civil formaba parte del paternalismo marcado por el dictador con una magnanimidad de cacique. Lola termin¨® reconcili¨¢ndose con la Espa?a nueva y con la nueva vida, pero le cost¨® sudor y l¨¢grimas perdonar a Miguel Boyer y a los socialistas que la pusieron cara a la pared. Dio de s¨ª Lola una estirpe (Antonio, Lolita, Rosario) sin la cual ni la m¨²sica ni la escena estar¨ªan completas. Es posible que ese haya sido el mejor tributo que, junto a su propia voz y a su propia gracia, le dio Lola Flores a Espa?a.
Ah, y Charo L¨®pez. Un d¨ªa le ped¨ª un texto sobre Marylin Monroe, era un aniversario de su muerte. Y se pas¨® la noche vomitando: demasiada responsabilidad, no lo pod¨ªa hacer. Sal¨ªa de noche, hasta las tantas, amaba la vida (y al teatro, y a los hombres) como aquella mujer de Los gozos y las sombras de su admirado Gonzalo Torrente Ballester, que hizo en una gloriosa serie de Televisi¨®n Espa?ola. Ha sido, y probablemente es todav¨ªa, una actriz que supera en estatura sentimental, ¨ªntima, a sus propios personajes, por eso no se ha atrevido a ser ella misma en los escenarios, porque romper¨ªa los teatros y las pantallas. Por eso de momento s¨®lo ha hecho de otras, y todav¨ªa no de Charo L¨®pez. En lo mejor de este tiempo ella tiene que estar en letras de molde con una admiraci¨®n que no es s¨®lo de enamorado, sino de enamorado de Clara Ald¨¢n.
Emilio Lled¨®
Mezcla de trianero, catal¨¢n, canario, berlin¨¦s, vallisoletano de Heidelberg. (¡°Feliz en todas partes, ?c¨®mo voy a ser nacionalista?¡±, me dijo hace poco). Aquello le dijo un amigo suyo m¨¦dico a este profesor de Filosof¨ªa (¨¦l dice que no es un fil¨®sofo) que dio clases en un instituto de Alcal¨¢ de Henares y en otro de Valladolid, aprendi¨® en Alemania Historia de la Filosof¨ªa y ejerce desde hace a?os de maestro en todas partes, y no s¨®lo en los institutos o universidades en las que se formaron los que ahora lo tienen (lo tenemos) como maestro muy querido. Ahora lo conoce mucha gente, porque lo premian en todas partes (la ¨²ltima vez, con el Princesa de Asturias), pero durante mucho tiempo fue un hombre que escrib¨ªa y a la vez ense?aba, con una paciente humildad que a todos nos encandil¨® cuando en Espa?a pensar era una tarea sospechosa. Un d¨ªa ¨¦l le dijo a Delibes, en Valladolid, que se le hac¨ªa cuesta arriba ir m¨¢s lejos, a La Laguna, donde lo conocimos. Y Delibes le dijo algo que, en otra ocasi¨®n, dijo el italiano Claudio Magris: ¡°?Lejos? ?Lejos de d¨®nde?¡± En La Laguna, pues, se hizo para nosotros el milagro de encontrarnos con este hombre que, como Rafael Azcona o como Juan Garc¨ªa Hortelano, ser¨ªa luego referente de nuestras vidas. Por decirlo as¨ª, el antifranquismo e incluso la democracia fueron m¨¢s leves gracias a personas con las que aprendimos, y en esas personas est¨¢n estos tres que cito en la entrada de la LL: Lled¨®, Azcona, Hortelano. Menudas letras para un abecedario de la memoria. As¨ª lo record¨¦ dando clase, cuando lo conoc¨ª, en unas palabras que escrib¨ª cuando le entreg¨® el Rey Felipe VI el premio que lleva el nombre de su hija: ¡°El profesor es exacto, casi divino, puesto all¨¢ arriba, ante el encerado oscuro. Pero el hombre, en cuanto baja, es un joven bondadoso cuyos ojos est¨¢n llenos de preguntas. ?l es un hombre joven y de ¨¦l s¨®lo sabemos que ense?a. Pronto sabremos m¨¢s, pero ¨¦l en ese instante, y ya para toda la vida, se constituye en un maestro, alguien que nos trata con una bondad inteligente, capaz de entender nuestra ignorancia y de modelarla como si un escultor estuviera d¨¢ndole forma a una piedra.
Cuando ya no era tan solo el profesor sino el hombre, este hombre genuino y bondadoso que luego fue el profesor Emilio Lled¨®, supimos de ¨¦l muchas m¨¢s cosas, todas ellas relacionadas con el esfuerzo que ha hecho su alma para que ¨¦l sea un ciudadano justo y un hombre dotado para entender la belleza de la vida y para explicarla.
Para ¨¦l la belleza de la vida consiste, en gran parte, en la necesidad del conocimiento, y en saciar esa necesidad (y ayudar a que los otros la sacien tambi¨¦n) ha ocupado las horas y los d¨ªas y los a?os y las d¨¦cadas que ahora premian jurados en Espa?a y en Am¨¦rica, y que entre nosotros ha culminado, de momento, en el premio Princesa de Asturias que recibe en Oviedo.
Pero ¨¦l no est¨¢ hecho de premios sino de curiosidad y de inteligencia para darle forma a la curiosidad propia, a la curiosidad ajena: sus preguntas son las de un ser inteligente que no se concentra tan solo en lo que sabe, en lo que ya sabe, sino que se aplica en una extraordinaria b¨²squeda sencilla, como la b¨²squeda que es propia de los ni?os.
Esa es la curiosidad bondadosa o noble de Lled¨®, la que no se detiene en la mezquindad de los concursos de m¨¦ritos sino en la inteligencia nobil¨ªsima del aprendizaje incesante. Y, como ha sido un hombre aprendiendo, ha ense?ado de manera magistral a generaciones de estudiantes que ahora nos sentimos orgullosos de haber aprendido de ¨¦l la duda anhelante, la extraordinaria pasi¨®n por la belleza de las palabras que adorn¨®, desde aquellos a?os en que era un muchacho ense?ando en La Laguna, la mente preclara de este fil¨®sofo que adem¨¢s es poeta y escultor de almas y benefactor de los dem¨¢s en el divino arte de hacer mejores a los otros.
Emilio Lled¨® ??igo: este hombre es una biblioteca y una clase magistral continuada, sus libros son agua clara en la que sobresalen afluentes en los que la memoria de la raz¨®n nos lleva al entendimiento de la concordia como consecuencia de la noble sabidur¨ªa. Ha establecido un puente entre las preguntas que tenemos los dem¨¢s y las respuestas que ¨¦l encontr¨® estudiando. Por eso es un maestro, porque jam¨¢s se cans¨® de ense?arnos. Hasta hoy mismo¡±.
Mi maestro. Se entiende como exceda en l¨ªneas.
Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n
Con Juan Cueto, con Eduardo Mendoza, con Juan Mars¨¦, con ?ngel Gonz¨¢lez, con Jos¨¦ Hierro, con Caballero Bonald, con F¨¦lix Grande¡, con tantos otros, forma parte principal del santoral civil de este tiempo. Como ellos, V¨¢zquez Montalb¨¢n ha explicado el rumor de Espa?a, su ruindad y su grandeza, y fue el gran cronista de la transici¨®n antes de que ¨¦sta estallara. Sus art¨ªculos en Triunfo, sobre la copla, sobre el f¨²tbol, sobre el folklore pol¨ªtico del franquismo, as¨ª como sus invenciones novel¨ªsticas (la creaci¨®n de Carvalho, el polic¨ªa descre¨ªdo) y su reconstrucci¨®n de Gal¨ªndez o del propio Franco, han servido durante estos cuatro decenios, hasta su muerte en Bangkok, para explicar este pa¨ªs dif¨ªcil. Fue el antifranquista arquet¨ªpico, pero ¨¦l fund¨® esa extraordinaria paradoja verbal: ¡°Contra Franco viv¨ªamos mejor¡±, porque el yugo del dictador se deshizo, gracias en parte a las met¨¢foras de MVM, pero luego surgi¨® otra vez un yugo permanente: la falta de calidad democr¨¢tica de nuestras relaciones, la falta de tolerancia y de acuerdo como elementos en los que basar la convivencia y la creatividad. Le asist¨ª como editor en la creaci¨®n de un libro dif¨ªcil, Un polaco en la Corte del Rey Juan Carlos; entrevist¨® a gente de todos los sectores, desde Valdano a Polanco y a Pedro J, para explicar por qu¨¦ ve¨ªa que este pa¨ªs iba a ser resistente pero en realidad era fr¨¢gil. ?l crey¨® que la conversaci¨®n nacional era quebradiza, y que si no hab¨ªa sinton¨ªa (por ejemplo) entre Catalu?a (¨¦l era polaco, que as¨ª se llamaba en el libro a los catalanes) y Espa?a esto se ir¨ªa alg¨²n d¨ªa a un desastre que ¨¦l no vio. Trabajaba como un joven aunque tuviera ya la edad de un abuelo, y as¨ª, trabajando, lo agarr¨® la casualidad de la muerte. En el funeral vi a mi lado a Serrat y a Mars¨¦; el cantante lloraba. Era admirable c¨®mo escrib¨ªa, y era admirable c¨®mo pensaba: a una velocidad que he visto en Fernando Savater o en Juan Cueto, hombres imprescindibles en esta historia de los nombres de estos cuarenta a?os. En cada uno de ellos tendr¨ªan que detenerse las letras de sus apellidos; Manolo V¨¢zquez Montalb¨¢n podr¨ªa estar en la V y tambi¨¦n en la M de Manuel. ?O en la S de Sixto C¨¢mara! ?l mismo estaba en todas partes, generoso y genial como si fuera inmortal. Y muri¨® antes de tiempo, como todo el mundo.
N¨²ria Espert
Antes de que fuera la gran dama del teatro que es, heredera gloriosa de gente como Margarita Xirg¨², a la joven N¨²ria la conoc¨ª en tiempos del No-Do (otra N de este tiempo), por nombrar as¨ª lo m¨¢s profundo del franquismo. Fue a Tenerife a interpretar a Lorca y a Genet, en las versiones poderosas de uno de sus m¨¢s conflictivos amigos geniales, V¨ªctor Garc¨ªa. Iba con su marido, el impar Armando Moreno, que le dio dos hijas, N¨²ria y Alicia, ligadas al arte ambas. Era una chiquilla entonces, pero su genio era consustancial a la palabra teatral que dec¨ªa, con una violencia y una ternura que estallaban en aquel teatro Guimer¨¢ de mi juventud con la templanza de la que son capaces las actrices de su estirpe. Aquel era un desaf¨ªo al r¨¦gimen, palabra a palabra. Luego hizo lo indecible y m¨¢s all¨¢, pero en mi memoria se queda siempre la suavidad con la que luego, fuera del escenario, trataba a un veterano de entonces, Domingo P¨¦rez Minik, que fue mi otro maestro (con Lled¨®, con Azcona, con Azkuna) , al que ella bautiz¨® como ¡°una luz en la isla¡±.
Espa?a
La Transici¨®n nos dio esplendor y sufrimiento, como cualquier espect¨¢culo de la vida, monoton¨ªa y grandeza, blanco y negro. Una de las cosas que no nos dio fue generosidad para entender que esa palabra con E?e es la de un pa¨ªs de todos, diferencias incluidas. A mi generaci¨®n y a las siguientes les dio reparo la palabra porque la hab¨ªa usado Franco, como si la inventara, cuando es de Cervantes y m¨¢s atr¨¢s. La referencia a Estado para evitar Espa?a como palabra que se dirige a este pa¨ªs es una de las penas verbales m¨¢s est¨²pidas entre todas las que vivimos: el lenguaje como arma arrojadiza, el silencio de la palabra como manera de luchar contra lo que significa, elemento moral e inmoral a la vez de un tiempo que hace del olvido de lo que somos parte de sus sustancia. En este tiempo, una de las grandes realizaciones que tienen que ver con la E?e simb¨®lica de ese nombre del pa¨ªs que fue de Aza?a y Max Aub es el Instituto Cervantes, que tiene la ? como emblema. En esta letra, pues, sit¨²o a Espa?a, un pa¨ªs grandioso y tantas veces triste, despojado de la vida y vuelto a nacer como si fuera un pez hermoso sepultado por un mar contra el que lucha. El mar inclemente de su historia.
Los Ortega
El padre de Ortega (el Ortega por antonomasia, Jos¨¦ Ortega y Gassett) fue periodista, como su hijo, el fil¨®sofo, como su nieto (Jos¨¦ Ortega Spottorno, el que tuvo la idea de EL PA?S) y como su biznieto (Andr¨¦s Ortega Klein, que fue corresponsal de EL PA?S en Londres, es tambi¨¦n pensador y novelista, de modo que lo tiene todo). Al fil¨®sofo lo conocen en todo el mundo; fue el hombre que le dijo a la Rep¨²blica sus reproches, ense?¨® a pensar a generaciones de espa?oles e hispanoamericanos, que es el ¨¢mbito en el que se ha movido, sobre todo, su influencia; al nieto, nuestro fundador, le cabe el honor de haber rescatado, con la ayuda de Javier Pradera y de Jaime Salinas, lo m¨¢s importante de lo que se public¨® en el siglo XX y antes; Alianza Editorial, de la que fue capit¨¢n ilustrado, basta para haber pasado a la historia editorial. A ello le a?adi¨® la fundaci¨®n de este peri¨®dico, EL PA?S, que prosigui¨®, con Polanco, Cebri¨¢n y otros muchos, esa tarea de ilustrar un periodo complejo de la vida espa?ola, que conmemora ahora los cuarenta a?os. Y el nieto es mi amigo Andr¨¦s. No conoc¨ª a los otros Ortega, aparte de Jos¨¦, pero este Ortega que sobrevive felizmente lo destacan quiz¨¢ virtudes de sus antepasados, pero hay una que hered¨® de su padre: la iron¨ªa silenciosa, la mirada con la que califica lo que le interesa m¨¢s y con la que descalifica a los pesados.
Jes¨²s de Polanco
Un d¨ªa me se?al¨® una pila de libros que hab¨ªa en su despacho: ¡°Todos estos libros se meten conmigo¡±. No se querell¨®, aunque tuvo muchos motivos, y tampoco quiso salir al encuentro de sus calumniadores. Alguno le pidi¨® perd¨®n, por ejemplo, por decir algo que ¨¦l nunca dijo: que ¡°no hab¨ªa cojones en este pa¨ªs¡± para negarle una televisi¨®n. Tampoco fue verdad que el Gobierno de Franco le pasara, en 1970, los materiales necesarios para fabricar los libros de la nueva ley de Educaci¨®n de entonces. A pesar de que por eso hubo un juicio (que ¨¦l no inst¨®) y los autores de la difamaci¨®n fueron condenados, el bulo sigui¨® existiendo como si tal cosa. En 1996 el Gobierno de Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, y Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, estuvo a punto de meterlo en la c¨¢rcel (a ¨¦l, a Cebri¨¢n y otros directivos de Prisa) por un asunto de descodificadores, cuando en realidad fue por venganza instada por Pedro J. Ram¨ªrez desde El Mundo: el famoso periodista public¨® en su diario una serie de medidas que har¨ªa bien en tomar Aznar al llegar al Gobierno, algo que sucedi¨® muy tarde (seg¨²n Aznar por culpa de Polanco). El Gobierno del PP hizo aquello a lo que fue instado y por eso subi¨® y baj¨® escaleras judiciales el equipo de Polanco. En el ¨²ltimo a?o de su vida explic¨® Polanco que prefer¨ªa que ganaran otros que el PP las elecciones de 2008, pues este partido no representaba a¨²n la Espa?a diversa y moderna que ¨¦l quer¨ªa. El PP boicote¨® entonces a todos los medios de Prisa. El boicoteo se acab¨® exactamente cuando muri¨® Polanco: el ya presidente popular Mariano Rajoy acudi¨® a la capilla instalada en la casa de Jes¨²s y terminaron las hostilidades. Fue un hombre extraordinario; fue imprescindible su relaci¨®n, afectuosa y profunda, dif¨ªcil y efectiva, con el peri¨®dico y con Cebri¨¢n para entender lo que pas¨® en cuarenta a?os de periodismo y de vida nacionales. Su ambici¨®n fue la de crear empresas, pero en el fondo de su alma era sobre todo un editor, un hombre capaz de animar los proyectos de otros como si fueran suyos; a los editores (yo trabaj¨¦ al frente de Alfaguara, de Santillana, el grupo editorial con el que se hizo importante en Espa?a y en Am¨¦rica) nos dejaba hacer, y aunque la leyenda sigue diciendo que se met¨ªa en todo, a nadie escuch¨¦ decir que fuera otra cosa que un hombre que quer¨ªa que los otros se llevaran la gloria de hacer mientras ¨¦l manten¨ªa la pasi¨®n de mirar hacer.
El¨ªas Querejeta
El productor, el futbolista, el hombre secreto, el agente de s¨ª mismo y el animador silencioso de todas las tertulias. De sus manos salieron proyectos cinematogr¨¢ficos extraordinarios, como El esp¨ªritu de la colmena, de V¨ªctor Erice, pero tambi¨¦n proyectos frustrados, como El sur, tambi¨¦n de Erice, que s¨®lo se rod¨® en el norte. Fue futbolista, y eso se notaba en su forma de andar; debi¨® ser muy guapo, o muy atractivo, porque hasta el final mantuvo esa discreta arrogancia que tienen los que las matan callando. Era hombre de noches y de secretos, y a mi me gustaba encontrarlo en el Cock, por sus compa?¨ªas y porque como lo quer¨ªan todos aquellos a quienes yo admiraba yo lo admiraba tambi¨¦n.
Radio
Lo primero que hizo el ej¨¦rcito sublevado el 23F fue ocupar la radio y la televisi¨®n p¨²blicas; pero la radio se revolvi¨® contra los golpistas. En Prado del Rey tardaron en poner las marchas militares obligatorias a punta de pistola, y fue una grabaci¨®n radiof¨®nica de la Ser la que grab¨® todo el proceso que ocurr¨ªa dentro del hemiciclo, cuando estaban secuestrados por los parlamentarios, tambi¨¦n a punta de pistola. Desde la calle fue la radio la que anim¨® a la poblaci¨®n a sentir que aquella patochada no iba a tener otro porvenir que el desastre y la nada. En realidad, lo que hizo la radio fue cumplir con su deber secular: representar el periodismo m¨¢s activo y m¨¢s popular, al borde siempre de la calle aunque transmita desde los estudios. Es un medio caliente, al que amenaz¨® en vano la televisi¨®n. Es un servicio p¨²blico excepcional, c¨¢lido y abierto, que desde que muri¨® Franco y mucho antes era a la vez oficial y clandestino. Escuch¨¢bamos, para saber que aqu¨ª ocurr¨ªa lo que no se dec¨ªa, la BBC de Londres y Radio Francia en espa?ol, y aunque la audici¨®n era defectuosa resultaba un placer secreto de las casas de los progresistas y de los represaliados saber que en alg¨²n lugar de los Pirineos (y no era, en realidad, desde los Pirineos desde done emit¨ªa) hab¨ªa una radio libre que se llamaba La Pirenaica. La radio es un alimento espiritual de nuestras vidas, aquel 23F result¨® decisiva y nunca ha dejado de ser la compa?¨ªa perfecta de los solitarios. Por eso la quiero tanto como quiero el tacto de los peri¨®dicos y de los libros.
Carlos Saura, Fernando Savater. Jorge Sempr¨²n
La primera pel¨ªcula que vi de Carlos Saura fue La caza; aun no se hab¨ªa muerto Franco y era la primera vez que vine a Madrid. En la cola del cine hab¨ªa una chica con el traje blanco a la que seguramente le acababa de llegar el periodo. Dud¨¦ si deb¨ªa avisarle sobre la naturaleza de su mancha. Imagino que en una pel¨ªcula de Saura un muchacho como el que era yo entonces le hubiera dicho algo a la muchacha, pero yo no me atrev¨ª. Por entonces Madrid ol¨ªa a gas y a polvo en suspensi¨®n; era una ciudad gris en la que hab¨ªa destellos en el cine, en las librer¨ªas y en los bares. Saura era un destello, y lo sigui¨® siendo. Luego hubo otros cineastas, y otros artistas, pero si en este periodo de tiempo, antes de Franco y despu¨¦s, hubo un artista total, fot¨®grafo, escen¨®grafo, escritor, cineasta, este ha sido Carlos Saura, cuyo cine explica este pa¨ªs por dentro y por fuera, como si hubiera roto su piel. Como aquella pel¨ªcula, La caza, que aun resuena en mi memoria como el vestido manchado de la chica que estaba en la cola.
Y no puede haber S sin Savater y sin Sempr¨²n. Y sin otras S, u otras eles o emes, seguramente. Me pregunt¨® Leonardo Sciascia en 1983, mientras cen¨¢bamos con Ortega Spottorno, qui¨¦n era el fil¨®sofo m¨¢s prometedor entre los pensadores espa?oles. Le dije que Savater, sin pensarlo dos veces. Un rato despu¨¦s, en casa, me dijeron que le hab¨ªan dado el premio Nacional de Filosof¨ªa. Savater es un personaje: brillante, audaz, valiente; hizo con Javier Pradera la revista Claves (que ya tiene 25 a?os) y muchas risas, que yo escuchaba desde un despacho contiguo. Los dos constituyeron, en los a?os de la transici¨®n, una pareja especial, de entendimiento emocionante, como el entendimiento que mantuvieron Pradera y Sempr¨²n. Este, el Federico S¨¢nchez de la leyenda comunista, dej¨® el partido, abandon¨® la disciplina estalinista y escribi¨® libros tan brillantes, y emotivos, como La escritura y la vida. Igual que Pradera y que Savater, hizo de la inteligencia su manera de afrontar la explicaci¨®n de este pa¨ªs; y soport¨®, como los otros, el insulto como la lacra hist¨®rica que mordi¨® a este pa¨ªs para hacerlo m¨¢s vulgar de lo que ellos hubieran querido nunca. La ¨²ltima vez que lo vi fue riendo en Buchenwald, adonde hab¨ªa ido a despedirse del campo donde estuvo preso. Ah¨ª se despidi¨® tambi¨¦n de la vida. Alg¨²n tiempo despu¨¦s, tras su muerte, Pradera me pidi¨® que me ocupara de que en EL PA?S se diera bien el traslado de los restos de Sempr¨²n a Biriatou, donde quiso quedarse. Cuando se produjo la informaci¨®n, el mismo d¨ªa, muri¨® Javier Pradera.
Enrique Tierno Galv¨¢n
El viejo profesor era m¨¢s joven de lo que dec¨ªa. De sus triqui?uelas autobiogr¨¢ficas se hizo mucha leyenda. Pero nadie puede mofarse ni de su ingenio ni de su cultura. Era un hombre ilustre al que le cay¨® encima el honor (querido) de ser alcalde de Madrid, y distrajo a esta ciudad y a este pa¨ªs, en tiempos en que segu¨ªa el sofoco del posfranquismo, con una luz que le acompa?¨® hasta el entierro. Esa luz era su palabra, mesurada pero cachonda, con la que abraz¨® a los que nunca hubieran cre¨ªdo que aquel profesor de traje cruzado iba a ser alguna vez un colega que estaba al loro y le iba el rollo progre hasta el nivel del canuto, pero no m¨¢s all¨¢. Una vez me pidi¨®, a trav¨¦s de Secundino Gonz¨¢lez, su ayudante, que le enviara unos libros de Henry Miller, que publicaba Jaime Salinas en Alfaguara. Los quer¨ªa leer. Y los presentaba esa tarde. En su libro Cabos sueltos, sus memorias sincopadas, se ilustra muy bien su personalidad, que no dejaba t¨ªtere con cabeza. Entre las cabezas que hizo rodar en ese libro estaba, por cierto, la suya.
Francisco Umbral. Miguel de Unamuno
Era un ni?o que ocultaba su origen como si quisiera nacer de nuevo. Manuel Jabois, un nuevo periodista que entr¨® como un ob¨²s en la sintaxis nacional, le descubri¨® esos or¨ªgenes, encontr¨® que su hermano Leopoldo de Luis, que su padre era un fracasado muy guapo, y muy escritor. ?l no ten¨ªa nada de lo que avergonzarse; pero su pasi¨®n era inventarse. Se invent¨® su propio personaje y a partir de ¨¦l cre¨® un mundo cuyo momento culminante, y m¨¢s triste, fue real: la muerte de su hijo, que dio de s¨ª una enorme tragedia (para ¨¦l y para Mar¨ªa Espa?a, su mujer sol¨ªcita, educad¨ªsima, alegre) y un libro que por s¨ª solo vale una literatura: Mortal y rosa, que habr¨ªa que dar a leer cada vez que alguien desprecia a Umbral. En EL PA?S fue, como Vicent, como M¨¢ximo, como Peridis, el narrador de la transici¨®n, y volver a leer sus textos (cosa que hizo posible, en libro, la editorial C¨ªrculo de Tiza) es regresar a aquel tiempo una de cuyas mejores cosas fue, precisamente, leer a Umbral.
A¨²n con la U. Ahora, con la U de Unamuno. Los nacionalistas de Bilbao decretaron que Unamuno no serv¨ªa para sus calles ni para sus plazas ni para su memoria. Fue uno de los grandes errores de la transici¨®n: despreciar la historia de los mejores tambi¨¦n. El gran bilba¨ªno despose¨ªdo de Bilbao, habrase visto. Un gran alcalde, I?aki Azkuna, nacionalista, lo restituy¨® para calles, plazas y para dar nombres a instituciones educativas o culturales. Un respiro en este tiempo un hombre como Azkuna. Este a?o en que escribo Jos¨¦ Luis G¨®mez, que tambi¨¦n deber¨ªa haber estado en la G, hizo de Unamuno en el cine, como hizo de Manuel Aza?a o como fue el mono de Kafka y el Pascual Duarte de Cela. En este revoltillo que es la vida que hemos vivido esta gente, los artistas, los buenos alcaldes como Azkuna, los escritores como V¨¢zquez Montalb¨¢n o Vicent, los fil¨®sofos como Savater o Sempr¨²n, representan ese esp¨ªritu que acog¨ªa Unamuno en s¨ª mismo: un espa?ol rabioso de serlo, acosado por serlo, un dem¨®crata que, escribiendo como si estuviera rabioso, fue capaz de defender la inteligencia contra la muerte, ante la mirada babosa y ruin de la Espa?a que representaba Mill¨¢n Astray.
Manuel Vicent
Sus libros sobre Adolfo Su¨¢rez y el duque de Alba, representantes ilustres de la transici¨®n a la democracia, son descripciones brillantes, y metaf¨®ricas, de este tiempo de nombres propios de los que ¨¦l hizo, en gran medida, los daguerrotipos. Cada adjetivo de Vicent vale lo que una cosecha de aceite, o de naranjas; escribe como si pintara; no se entender¨ªa este tiempo sin su pluma, pero no s¨®lo porque escriba como los ¨¢ngeles, sino porque ha sabido entender, y explicar, incluso aquello que sigue siendo incomprensible. Leer lo que escribe de la gente importante ha servido para que sepamos que todos, muchos de los cuales salen en este texto que estoy concluyendo, son seres humanos que son m¨¢s esenciales cuando se convierten en daguerrotipos de Vicent.
Woody Allen
Ense?¨® Manhattan como si fuera un barrio de Madrid, de Barcelona o de Oviedo. Nos ense?¨® a hablar de sexo y de Freud sin saber tocar o besar ni decir Freud. Sus pel¨ªculas fueron el primer instrumento melanc¨®lico que nos dio el cine despu¨¦s de Casablanca o Solo ante el peligro contado por Juan Cueto. Luego vino la vida misma y se confundi¨® su nombre con las siete plagas. Ya era tarde: es tan universal su nombre que pase¨® por Oviedo, precisamente, como si fuera un pr¨ªncipe de Asturias, y rod¨® en esa tierra de la fabada y el mar, y en Barcelona, para que no quedara duda de que tambi¨¦n era de aqu¨ª. Woody es de todas partes, como su duda y como su manera de estar. A nosotros nos alegr¨® la vida mientras en Espa?a se viv¨ªa a¨²n, en los cuarteles y en los cuchicheos, la posibilidad que esto nunca fuera como Manhattan. Nos ayud¨® a sobrellevar la pesadez del tiempo. Cuando sal¨ªamos del cine ya era Madrid, Oviedo o Barcelona, pero ¨¦l contribuy¨® a que crey¨¦ramos, durante el tiempo que pasan las pel¨ªculas, que ¨¦ramos, como ¨¦l, de cualquier sitio. Ah, no s¨¦ por qu¨¦ siempre pens¨¦ que este ser fr¨¢gil de Manhattan se parece, en el alma, a ese otro ser de la Mancha con el que se inicia este recuerdo personal de los nombres propios del tiempo de libertad que se abri¨® cuando muri¨® Franco, aquel hombre.
X
Qui¨¦n, qui¨¦n sab¨ªa, qui¨¦nes somos nosotros para saber qu¨¦. La X no se despeja nunca, como la tristeza y como los pa¨ªses.
Ynestrillas
Fue el ¨²ltimo exabrupto del 23F. El cachorro pen¨²ltimo del franquismo. Caus¨® una masacre en un hotel de Madrid, su odio fue herencia. Ven¨ªa por el lado de las flechas y del yugo. Y ya se sabe qu¨¦ es el yugo: amarrar a otros para que no sean ellos mismos. La Y griega es la esencia de la democracia: ir con otro, tu y yo. La Y es la letra de la democracia. Lo contrario de lo que representaba este hijo directo de lo peor del 23F.
Mar¨ªa Zambrano
Inolvidable encuentro en la calle Antonio Maura de Madrid, poco despu¨¦s de que esta mujer fr¨¢gil de mente poderosa regresara del exilio. Ra¨²l Cancio le hizo una fotograf¨ªa memorable, en la que se la ve ensimismada, mirando las preguntas, como si las preguntas fueran aviones. EL PA?S Semanal anunci¨® as¨ª la entrevista, que se public¨® el 24 de noviembre de 1984, cuando a¨²n no se hab¨ªan acallado (no se acallan nunca en este pa¨ªs) los tambores de la guerra inacabable que a ella la hizo m¨¢s poeta, m¨¢s fil¨®sofa, m¨¢s triste: ¡°Mar¨ªa Zambrano trajo de Ginebra dos gatas blancas y el ansia de volver a la luz de Espa?a. Su vista ha sido disminuida de manera poderosa por una operaci¨®n reciente y por la edad, pero ella reclama esa luz robada con las palabras de su admirado Cervantes: ?Un poco de luz y no m¨¢s sangre`. Como hija de 80 a?os del pueblo andaluz de V¨¦lez-M¨¢laga, sabe que detr¨¢s de esa ansia de luz y de asombro est¨¢ la necesidad no sepultada de la risa¡±.
Babelia
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