Demasiado Picasso, demasiado poco
En una gran exposici¨®n como la del MOMA, la belleza suprema se encuentra en los m¨¢rgenes, en la escala menor
No hay sustituto para la contemplaci¨®n directa de la obra de arte. Cuanto m¨¢s proliferan y se perfeccionan los simulacros de lo virtual, mayor es el efecto de sorpresa de lo que llam¨® George Steiner las presencias reales. En las im¨¢genes de Google Art uno se sumerge para aprender pormenores significativos que el ojo no habr¨ªa advertido, pero nada de lo aprendido en ese examen sirve para percibir la obra en una plenitud que es visual pero tambi¨¦n es t¨¢ctil, aunque no la toquemos, y que implica el cuerpo entero. Estar delante de un cuadro es como estar delante de un ¨¢rbol o de una casa o de una persona. Basta un paso al frente o hacia atr¨¢s para que cambie una relaci¨®n en la que existe algo parecido a una corriente magn¨¦tica en ambas direcciones. El aficionado ¨¢vido que ya ha visto m¨¢s veces la obra y sabe d¨®nde est¨¢ emplazada la va anticipando cuando se aproxima a ella: en el umbral de la sala o al fondo de un corredor la distingue de lejos. La hora del d¨ªa, la presencia o la ausencia de p¨²blico, el estado de ¨¢nimo, el cansancio, el nerviosismo, intervienen en la experiencia.
La cualidad imperativa de la presencia real es a¨²n m¨¢s acusada en la escultura: no hay manera de sustituir el poder¨ªo f¨ªsico del volumen, el tama?o, la gravitaci¨®n de la materia. Una escultura puede ser rodeada y deber¨ªa poder tocarse, a no ser que est¨¦ hecha con materiales muy fr¨¢giles. Una escultura es un g¨®lem que parece siempre a punto de cobrar vida. Aunque est¨¦ hecha ayer mismo, parece milenaria. Una buena escultura tiene algo de ¨ªdolo de una religi¨®n arcaica, algo de ruina arqueol¨®gica reci¨¦n exhumada. Los Toros de Guisando se confunden con las rocas gran¨ªticas del paraje ¨¢rido en el que fueron esculpidos. A una cierta distancia, esas mismas rocas son reba?os inm¨®viles de Toros de Guisando. Probablemente, mucho antes de que se empezara a tallar la piedra y la madera y a pintar, el estremecimiento de la representaci¨®n de lo real lo conocieron los seres humanos observando formas llamativas de la naturaleza. Tal vez el principio del arte est¨¢ en el simple acto de mirar, como en la fotograf¨ªa: mirar una roca y encontrar la joroba de un bisonte, una rama de un ¨¢rbol y descubrir en su l¨ªnea quebrada el perfil de un caballo, unos agujeros en el tronco de un ¨¢rbol que sugieren unos ojos o la presencia oculta de alguien que mira desde el interior. En la escultura es m¨¢s evidente que en ninguna otra forma est¨¦tica la conexi¨®n originaria entre el arte y lo sagrado. Otros dioses aparte del de la Biblia modelaron al primer hombre en barro en otros materiales maleables.
Una escultura puede ser rodeada y deber¨ªa poder tocarse, a no ser que est¨¦ hecha con materiales muy fr¨¢giles
Por afici¨®n a las estatuas, casi lo primero que he hecho al volver a Nueva York ha sido visitar la exposici¨®n de esculturas de Picasso en el MOMA. Roberta Smith, en el New York Times, hab¨ªa dicho que es una de esas exposiciones que pueden verse una sola vez en la vida. Peter Schjel?dahl, el cr¨ªtico del New Yorker, afirma que algunas de estas esculturas solo tienen comparaci¨®n con las mejores de la Antig¨¹edad. Yo procuro acercarme a una exposici¨®n que me atrae mucho con una actitud que podr¨ªa llamar experimental. Intento no dejarme sugestionar por lo que otros han dicho o escrito; y tambi¨¦n no coaccionarme en secreto a m¨ª mismo. Voy a observar la obra, y tambi¨¦n voy a observar, con la mayor integridad posible, lo que siento y pienso al encontrarme frente a ella.
La exposici¨®n, en primer lugar, es enorme, muy propia de la nueva escala y la nueva atm¨®sfera que se impusieron en el museo despu¨¦s de su ampliaci¨®n. Con sus espacios desmedidos, con sus escaleras mec¨¢nicas, con su inclinaci¨®n por grandes proyectos algunas veces deslumbrantes y otras efectistas, el MOMA tiene ahora algo de lujoso centro comercial o terminal de aeropuerto. La contemplaci¨®n sosegada es cada vez m¨¢s dif¨ªcil. Riadas de p¨²blico desembocan de las escaleras mec¨¢nicas en las salas de la cuarta planta, ocupada casi entera por las esculturas de Picasso. Al principio, esa acumulaci¨®n me parece un contratiempo. Poco a poco me doy cuenta de que es el entorno justo que se corresponde con una gran parte de estas obras. La dificultad de distinguir, en el caudal inmenso de la obra de Picasso, la perpetua reinvenci¨®n de la autoparodia me parece m¨¢s evidente todav¨ªa en la escultura. Picasso, con una torrencialidad semejante a la de Pablo Neruda, arrastra todo tipo de materiales, y con cierta frecuencia parece que se dedica a despachar picassos a toda velocidad, operario sin descanso en una f¨¢brica enorme donde no trabaja nadie m¨¢s.
Los bronces de mujeronas bulbosas empiezan impresion¨¢ndome, aunque no tanto como yo esperaba. Al cabo de un rato me hacen pensar en las sobreabundancias carnales de Botero. Picasso, que no parece haber sido un hombre de gran hondura sentimental, se vuelve kitsch cuando quiere representar la maternidad o el amor a los hijos, en los a?os de su vida familiar con Fran?oise Gilot: una escultura de 1950, una mujer empujando un carrito de beb¨¦, es de un conformismo est¨¦tico disfrazado de prudente modernidad digno del pavoroso arte eclesi¨¢stico innovador de aquellos mismos a?os. El p¨²blico se arracima para hacer fotos con los m¨®viles, pero sobre todo para hacerse selfies con ese picasso de fondo. Siendo Picasso, ofrece todas las garant¨ªas halagadoras del arte moderno, sin ninguna de sus aristas o sus inconvenientes.
Picasso, que no parece haber sido un hombre de gran hondura sentimental, se vuelve kitsch cuando quiere representar la maternidad o el amor a los hijos
En una exposici¨®n tan desmesurada, la belleza suprema se encuentra en los m¨¢rgenes, en la escala menor, no en los bronces, sino en los peque?os collages que estallan como fogonazos de inmediata poes¨ªa, hallazgos como de cham¨¢n primitivo y chamarilero, met¨¢foras visuales cegadoras y urdidas con los materiales m¨¢s pobres, trozos de cart¨®n o puntas torcidas, maderas rotas, pu?ados de arena. Hay una especie de grulla que es un trozo de madera, con un clavo que es un ojo, con dos tenedores sujetos con puntas remachadas que se convierten prodigiosamente en patas de zancuda. Hay guitarras cubistas hechas con cartones y trozos de cuerda. Est¨¢ ese babuino que tiene como cabeza exacta un coche de juguete. Hay un vaciado en bronce de esa cabeza de toro que estaba hecha originalmente con el sill¨ªn y el manillar de una bicicleta. Ah¨ª s¨ª que ahonda Picasso en la elementalidad solemne de las esculturas de dioses con cabeza de animal.
Pero quiz¨¢ lo que se me vuelve m¨¢s memorable es esa cabeza blanca y lanuda de perro que solo conoc¨ªa por una foto de Brassa?: es una servilleta de papel desgarrada y retorcida, que quedar¨ªa en la mesa de un restaurante al final de la comida, durante la larga sobremesa de conversaci¨®n, cigarrillos, licores. Picasso la debi¨® de mirar y descubri¨® en ella una forma que se revelar¨ªa plenamente sin hacer casi nada: solo retorcer un poco m¨¢s los flecos del papel para que fueran las orejas, abrir con la brasa del cigarrillo tres agujeros que se convirtieron al instante en los ojos y la boca del perro. El artista cham¨¢n revela en un atisbo la vida oculta en el interior de la materia inanimada.
Picasso Sculpture. Museo de Arte Moderno (MOMA). Nueva York. Hasta el 7 de febrero de 2016.
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