Azogue
?Qu¨¦ ser¨ªa de la pintura holandesa sin la elocuente mirada que sobre ella nos dejaron impresa los poetas?
?Qu¨¦ ser¨ªa de la pintura holandesa sin la elocuente mirada que sobre ella nos dejaron impresa los poetas? Pienso ahora, entre otros muchos, en quienes plasmaron sus impresiones en ensayos reveladores, como el del pintor-escritor Eug¨¨ne Fromentin (1820-1876), que publica el mismo a?o de su muerte Maestros de anta?o, en el que, por primera vez, de manera sistem¨¢tica y pol¨¦mica, se analiza est¨¦ticamente el peculiar valor de la pintura holandesa del XVII, o el que sac¨® a la luz p¨²blica, 80 a?os despu¨¦s, en 1946, Paul Claudel (1868-1955) con el sugerente t¨ªtulo El ojo oye (Vaso Roto), seg¨²n la reciente versi¨®n castellana ahora disponible, o, en fin, los que escribieron el polaco Zbigniew Herbert (1924-1998), Naturaleza muerta con brida, o el espa?ol Ram¨®n Andr¨¦s, El luthier de Delft, estos dos ¨²ltimos tambi¨¦n publicados en nuestro pa¨ªs en fechas todav¨ªa pr¨®ximas. Concebidos desde muy diferentes puntos de vista, todos ellos tienen en com¨²n supeditar la erudici¨®n al ensanchamiento de nuestra visi¨®n sobre ese extra?o fen¨®meno art¨ªstico que supuso la pintura holandesa del XVII ante nuestros at¨®nitos ojos contempor¨¢neos.
Pero ahora mismo hay que celebrar la recuperaci¨®n de El ojo oye, de Claudel, con esa su sintaxis barroca que engarza un rosario de agudas y po¨¦ticas cuentas fulgurantes al hilo de una alada contemplaci¨®n de los maestros holandeses. El mismo t¨ªtulo, al margen de expresar la complicidad sinest¨¦tica entre dos sentidos que mutuamente se alertan, nos exige prestar atenci¨®n sobre unos cuadros que se apoderan de nosotros con el susurrante clamor de una llamada, que luego anima y gu¨ªa la perspicacia de nuestros ojos anal¨ªticos. S¨ª; posiblemente, el o¨ªdo precede a la mirada al crear expectativas invisibles, como un soplo o un aliento a¨²n inescrutados, pero, sobre todo, crea el silencio, que es m¨¢gico, porque las aumenta. A esa creaci¨®n Claudel la llama ¡°magia b¨¢tava¡±, para describirla a continuaci¨®n de la siguiente manera: ¡°Creo, en efecto, que entender¨ªamos mejor los paisajes holandeses, esos temas de contemplaci¨®n, esas fuentes de silencio, que deben su origen menos a la curiosidad que al recogimiento, si aprendi¨¦semos a prestarles o¨ªdo al mismo tiempo que por los ojos alimentamos nuestra inteligencia con ellos¡±.
Ya antes que Claudel, Fromentin nos hab¨ªa advertido c¨®mo estos maestros holandeses nos hab¨ªan revelado el tesoro de lo ¨ªntimo, ese formidable universo escondido entre lo que pasa cuando no pasa nada, pero aquel nos requiri¨® para captar su ¡°melod¨ªa transversal¡±, amasada m¨¢s por susurros que por gritos, fondeando siempre en lo ¡°sobrentendido¡±, aquello que, sin decirlo, sostiene el mundo. Pero hay m¨¢s, como cuando Claudel, una vez ya, y, por fin, avistado Vermeer de Delft, acierta al comprender su sentido cristalino y nos lo dice: ¡°Lo que me fascina es esa mirada pura, desnuda, esterilizada, aclarada de toda materia, de un candor en cierto modo matem¨¢tico o ang¨¦lico, o digamos, sencillamente, fotogr¨¢fico, pero ?qu¨¦ fotograf¨ªa! en la que este pintor, recluido en el interior de su lente, capta el mundo exterior¡±. Es esta la pureza del ideal nunca por completo alcanzado, porque de suyo es inalcanzable, aunque visto con la lente del azogue brille m¨¢s y le lleve a conjeturar al cat¨®lico Claudel que ah¨ª mismo est¨¢ el cielo, y al resto de los incr¨¦dulos mortales, ese anhelo de perfecci¨®n refractaria que llamamos arte, de estruendoso clamor auditivo apenas entrevisto.
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