La culpa es de los ciclistas
Hannah Arendt y sus compa?eros de desgracia aborrec¨ªan la palabra refugiados
Hace unos d¨ªas supimos que el ministro de Exteriores polaco, Witold Waszczykowski, se ha impuesto la misi¨®n de acabar con esta degenerada Europa de ¡°vegetarianos y ciclistas¡±. Es posible que el ministro, al que suponemos m¨¢s proclive a devorar un chulet¨®n que un libro, no haya le¨ªdo Symzonia ¡ªesa utop¨ªa de Adam Seaborn publicada por La Biblioteca del Laberinto sobre un lugar habitado por vegetarianos, abstemios y dem¨®cratas¡ª, pero parece que se ha tomado en serio un chiste que circul¨® a partir de 1918. Cuando un antisemita afirma que la culpa de la Primera Guerra Mundial es de los jud¨ªos, su interlocutor a?ade: ¡°S¨ª, de los jud¨ªos y de los ciclistas¡±. Entonces el primero pregunta: ¡°?Por qu¨¦ los ciclistas?¡±. Y el segundo: ¡°?Por qu¨¦ los jud¨ªos?¡±.
Hannah Arendt reproduce ese chiste en Los or¨ªgenes del totalitarismo (Alianza), un ensayo de 1951 que va camino de convertirse en el libro que mejor explica no ya lo que pas¨® en el siglo XX sino lo que pasa en el XXI. Entre otras cosas, la p¨¦rdida de los derechos humanos cuando se pierde la ciudadan¨ªa. Sobrecoge pensar en los refugiados que llegan a Europa a la luz de las reflexiones de Arendt, que apunta que los citados derechos nunca han sido una ¡°cuesti¨®n pol¨ªtica pr¨¢ctica¡± por mucho que aparezcan en algunas constituciones. Seg¨²n ella, esos derechos fueron definidos como inalienables porque se supon¨ªa que eran independientes de todos los Estados, pero en la pr¨¢ctica result¨® que ¡°cuando los seres humanos carecieron de su propio Gobierno y tuvieron que recurrir a sus derechos b¨¢sicos, no qued¨® autoridad que los protegiera ni instituci¨®n dispuesta a garantizarlos¡±.
La pensadora alemana sab¨ªa de qu¨¦ hablaba: escribi¨® su libro en Estados Unidos, cuando era una ap¨¢trida huida de la persecuci¨®n contra los jud¨ªos en Alemania y Francia. Hab¨ªa experimentado en carne propia c¨®mo quedarse sin Estado al que pertenecer la expuls¨® de la mism¨ªsima Humanidad. La privaci¨®n de los derechos humanos empieza por la privaci¨®n de un lugar en el mundo.
Arendt lleg¨® a Nueva York en 1941 con 25 d¨®lares. Enseguida acudi¨® a una organizaci¨®n humanitaria que le asign¨® por dos meses una familia de Massachusetts para que aprendiese algo de ingl¨¦s, primer paso para ganarse la vida. Lo hizo ante la chanza de su madre, que le record¨® c¨®mo en la escuela en Konigsberg se neg¨® a estudiar ese idioma. Hab¨ªa preferido el franc¨¦s, el lat¨ªn y el griego. Dos a?os m¨¢s tarde escribi¨® un art¨ªculo antol¨®gico titulado Nosotros, los refugiados ahora recogido en Escritos jud¨ªos (Paid¨®s), un volumen ideal para conocer la gigantesca dimensi¨®n period¨ªstica de la fil¨®sofa. All¨ª cuenta c¨®mo ella y sus compa?eros de desgracia aborrec¨ªan esa palabra. Entre ellos se llamaban reci¨¦n llegados o inmigrantes. Cualquier cosa menos parecer pesimista. Y certifica algo dif¨ªcil de maquillar: que ¡°la historia contempor¨¢nea ha creado una nueva clase de seres humanos: la de los que son confinados en campos de concentraci¨®n por sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos¡±. Arendt y su marido se libraron de los primeros huyendo de Montauban a Marsella. Para fastidio de ministros carn¨ªvoros, hicieron el recorrido en bicicleta.
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