La matanza que hundi¨® a Aza?a
Se reedita el ejemplar reportaje de Ram¨®n J. Sender sobre la brutal represi¨®n de una rebeli¨®n campesina en Casas Viejas por parte de las fuerzas del orden republicanas

Destruida la choza, asesinado tambi¨¦n con las esposas puestas Manuel Quijada y golpeada b¨¢rbaramente su mujer, Encarnaci¨®n Barber¨¢n, que quiso protestar, los guardias bajaron en una columna disforme hacia la plaza y formaron en el centro. M¨¢s de doscientos hombres. El cura preguntaba t¨ªmidamente si hab¨ªa que usar sus servicios y preparaba un serm¨®n para la primera ocasi¨®n en que hubiera que repartir en la iglesia ¡°la limosna¡±. Los oficiales iban y ven¨ªan con papeles. Despu¨¦s de los disparos ¨²ltimos contra un grupo de curiosos, todo el mundo hab¨ªa vuelto temerosamente a sus casas, a sus albergues. La luz de las siete de la ma?ana llegaba por la parte del mar, l¨ªvida y penetrante. El jefe paseaba ante la doble fila de las fuerzas formadas. La humareda que segu¨ªa subiendo desde lo alto de la colina terciaba el cielo de la aldea con una faja negra. Ard¨ªan los cuerpos desmedrados de los campesinos. Todas las viviendas de la aldea estaban cerradas. Los jefes iban y ven¨ªan con papeles. Uno dijo apresuradamente:
¡ªTengo ¨®rdenes rigurosas y concretas de hacer un escarmiento.
Mir¨® el reloj y a?adi¨®:
¡ªDoy media hora para hacer una razzia, sin contemplaciones.
Esta orden no se limitaba expresamente a los sucesos de Casas Viejas, sino que se hab¨ªa dado el d¨ªa 11 con car¨¢cter general a todos los lugares donde se hab¨ªan producido des¨®rdenes, como otras ¨®rdenes no menos b¨¢rbaras; las fuerzas rompieron filas y se diseminaron en direcci¨®n a la torrentera, hacia las chozas de los jornaleros.
Un guardia preguntaba:
¡ª?Qu¨¦ es una razzia?
Y otro respond¨ªa, cerrando la rec¨¢mara del fusil:
¡ªQue hay que cargarse a Mar¨ªa Sant¨ªsima.
En las calles no hab¨ªa un alma. Los campesinos permanec¨ªan con sus familias, silenciosos, en las chozas. A la puerta de una de ellas lloraba el ni?o de once a?os Salvador del R¨ªo Barber¨¢n. Llevaba en la mano un cartucho de fusil, disparado. Los guardias le dijeron, riendo:
¡ªTira eso, muchacho, que no es un pastel.
Luego empujaron la puerta. En el fondo, el viejo Antonio Barber¨¢n ¡ªel de la chaqueta de rayadillo¡ª yac¨ªa sobre un charco de sangre. El muchacho lloraba y juraba que su abuelo no era anarquista. El guardia biso?o subi¨® calle arriba con los otros, conocedor ya de lo que era una razzia. Atr¨¢s qued¨® el muchacho midiendo con los ojos la soledad de la calle. El pueblo hab¨ªa enmudecido. Despu¨¦s de las ilusiones de la noche del d¨ªa 11, todo volv¨ªa a su viejo ser. Las tierras seguir¨ªan alambradas y cercadas ¡°para nadie¡±. El hambre y la desesperaci¨®n, el no hacer nada y la esperanza ¡ªcomo ¨²nico horizonte¡ª de que el cura los convocara un d¨ªa u otro ¡ªquiz¨¢ ma?ana, siempre ese ¡°quiz¨¢¡±¡ª para darles un bono de una peseta canjeable por sesenta c¨¦ntimos de v¨ªveres; ese porvenir inmediato les aguardaba. No se ve¨ªa otra cosa en los meses que faltaban hasta la siega. Las hoces esperaban clavadas en la paja de la techumbre. La ilusi¨®n de las cuarenta y ocho horas anteriores los hab¨ªa vivificado. Nadie se acord¨® de comer ni de dormir.
Pero la represi¨®n, la destrucci¨®n de la choza de Seisdedos, los asesinatos de Francisca Lago y de su padre cuando intentaban huir con las ropas ardiendo, todo aquel estruendo de bombas y fusiler¨ªa al que estuvieron atentos los campesinos desde sus camastros; el recuerdo de Manuel Quijada, esposado, que ca¨ªa bajo los culatazos de los guardias y era levantado a puntapi¨¦s para morir, por fin, ametrallado frente a la choza; los asesinatos de otros tres detenidos, muertos a bocajarro junto a las cercas; la muerte del septuagenario Barber¨¢n al lado de la cama que acababa de abandonar, esos acontecimientos eran conocidos r¨¢pidamente en todo el pueblo.
Durante la noche, los campesinos afiliados al sindicato, que ten¨ªan armas, huyeron. El campo los acoger¨ªa en la noche fraternalmente. Por la tierra, por la superficie cultivable, todav¨ªa virgen, hab¨ªan intentado implantar el ¡°comunismo libertario¡±. En la conquista del campo empe?aban la vida. La hab¨ªan dado ya muchos campesinos. Al campo fueron a refugiarse. Entre los que quedaban en el pueblo apenas se podr¨ªan contar dos o tres testigos de los sucesos y miembros del sindicato.
En la aldea hab¨ªa tel¨¦fonos misteriosos que comunicaban con Madrid y con C¨¢diz constantemente. Hab¨ªa papel para los atestados, sellos judiciales, casas donde tomaban el desayuno los oficiales y los enviados del Gobierno ¡ªhab¨ªa llegado uno, de C¨¢diz¡ª. Hab¨ªa la inseguridad de ofrecer la paz sin que la aceptara el enemigo. La probabilidad de levantar los brazos inermes ante cuatro fusiles y recibir, sin embargo, la descarga. Estaba a cada paso la tapia de los fusilamientos. En el pueblo todo les pod¨ªa ser hostil. En el campo, un obscuro instinto les dec¨ªa que todo habr¨ªa de serles favorable.
Viaje a la aldea del crimen, de Ram¨®n J. Sender, publicado en 1934, ha sido reeditado por Libros del Asteroide.
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