Leyenda de El Pana
El torero se fue muriendo en un mundo de technicolor, fibra ¨®ptica y compras por internet porque vivi¨® siempre en un mundo de otro lenguaje
De madrugada en Madrid y al anochecer de M¨¦xico llega la noticia de que ha muerto Rodolfo Rodr¨ªguez El Pana, a consecuencia de la estrepitosa voltereta que le propin¨® el mes pasado un mal bicho llamado Pan Franc¨¦s en la plaza de toros de Ciudad Lerdo, Durango. El percance le cercen¨® las v¨¦rtebras cervicales, dej¨¢ndolo tetrapl¨¦jico, sin habla y acaso, el movimiento de sus p¨¢rpados como ¨²nica ventana de comunicaci¨®n. Iba vestido de verde con pasamaner¨ªa en azabache, la coleta ¨Cya con las canas de sus m¨¢s de sesenta a?os- segu¨ªa siendo natural y de mo?o a la antigua y no alcanz¨® a esbozar ni un solo lance que confirmase que la eternidad es una larga cordobesa.
Dec¨ªa el gran Eliseo Alberto que todo hombre muere del coraz¨®n, ya sea por amores contrariados que van minando la existencia o un derrame cerebral que borre la memoria, sea por un largo c¨¢ncer que absorba el azul jard¨ªn de los pulmones o el impacto imprevisto de un choque en carretera, todo hombre muere en el instante en que deja de latir su coraz¨®n. Constar¨¢ entonces en el parte m¨¦dico que El Pana muri¨® a las 18.45 de un 2 de junio de 2016, aunque podr¨ªan quitarle un siglo y ser¨ªa perfectamente factible que en realidad muri¨® en esa ¨¦poca del toreo en sepia, cuando los aficionados iban en calesa a las plazas y en los ruedos se transformaba la tauromaquia del birlibirloque decimon¨®nico en el toreo en redondo y por bajo, con toda la gama de quites y desplantes que hicieron de El Pana un fen¨®meno anacr¨®nico.
Podemos tambi¨¦n decir que El Pana empez¨® a morir precisamente por la vida que sustenta su biograf¨ªa. Enterrador en un pante¨®n an¨®nimo de Tlaxcala, vendedor de gelatinas en las calles polvorientas de Huamantla que una vez al a?o se alfombran con aserr¨ªn de p¨¦talos de todas las flores para simular que sus muertos viven en colores y posteriormente, panadero en el oficio por el cual se gan¨® un apodo ya legendario. Empez¨® a morir en cuanto parece ya cosa de novela en blanco y negro la ¨¦poca de los maletillas que andaban la legua con su hatillo al hombro, una muleta vieja y corneada y un capote mal engomado como manta para las madrugadas en las que se hac¨ªa la Luna, saltando las alambradas de las ganader¨ªas para jugarse la vida con alg¨²n semental de cinco a?os y veinte arrobas, sin m¨¢s ol¨¦s que las sombras de los ¨¢rboles y la callada admiraci¨®n de su propia soledad. Empez¨® a morir cuando ya desde finales de la s¨¦ptima d¨¦cada del siglo pasado parec¨ªa leyenda inventada por los abuelos la fugaz aparici¨®n de alg¨²n espont¨¢neo (de pantal¨®n de mezclilla amarrado con paliacata, camisa blanca anudada como pa?uelo a la cintura y gorra de maletilla que se hunda por encima de las cejas) justo en medio de una corrida formal de luces. Empez¨® a morir el d¨ªa que le hizo el quiebro de rodillas a un novillo encastado y se levant¨® para colocar al relance uno de los m¨¢s memorables pares de banderillas que recuerde la Monumental Plaza M¨¦xico y su agon¨ªa se fue prolongando en cada una de sus actuaciones y en cada una de sus espectaculares haza?as y excentricidades: partir plaza mientras fumaba un puro, intentar el pase del Imposible (con muleta y luego, tambi¨¦n con el capote); arrastrar las zapatillas como si anduviera en c¨¢mara lenta y alargar los muletazos con la barbilla hundida en el pecho y arqueando el cuerpo como si el mundo a¨²n viviera noticias de la Segunda Guerra Mundial. La gloriosa y lent¨ªsima agon¨ªa de quien invent¨® el par de Calafia (un par de banderillas empu?adas en una sola mano, citando al quiebro y cerrado en tablas, para clavar en el instante justo de la reuni¨®n, al viol¨ªn, por encima del hombro contrario y salir andando lentamente hacia una gloria que ¨¦l mismo alargaba en vuelta al ruedo). Lenta agon¨ªa de todas sus controversias, su oposici¨®n abierta al dictado de las figuras y de los empresarios, su propia lucha contra el demonio del alcoholismo, la ins¨®lita resurrecci¨®n el mismo d¨ªa en que pretend¨ªa despedirse de los ruedos: ese milagro de Reyes Magos en el que tore¨® sin tiempo y dibuj¨® un trincherazo que no acaba de fundirse, ya convertido en bronce impalpable en un palmo intocable de la arena de la plaza m¨¢s grande del mundo.
Se puede decir tambi¨¦n que todo torero ¨Cmatador, novillero, banderillero, picador o aficionado de cepa- muere un poco cada vez que gana terreno la burla impune, la denostaci¨®n instant¨¢nea, la cr¨ªtica desde la supina ignorancia a la rara dicotom¨ªa que envuelve a las corridas de toros. Efectivamente, se trata de la lidia (calificada ya como martirio) y muerte (definida ya como asesinato) de un toro bravo (sin considerar que los llamados toros de lidia no son comparables a la vaca lechera o el buey de carreta) y todo torero muere un poco en cuanto aparecen en YouTube, Facebook, Twitter y todas las redes sociales, todas las bocas de quienes en realidad no tienen mucha idea del tema, las burlas y celebraciones en cuanto hay corneados en plazas del mundo taurino. Una cosa es la muy respetable opini¨®n que se fundamente en contra de cualesquier conducta ajena y otra, muy diferente, la impune celebraci¨®n de su desgracia, la sorna y burla del dolor de otro humano a costa del supuesto alivio para el sufrimiento animal y s¨ª, El Pana se fue muriendo en un mundo de technicolor, fibra ¨®ptica, telefon¨ªa m¨®vil, televisi¨®n inteligente, vuelos supers¨®nicos y compras de todo producto por internet precisamente porque vivi¨® siempre en un mundo de otro lenguaje.
Con todo, a los 64 a?os que declaraba tener de vida, Rodolfo Rodr¨ªguez segu¨ªa encarn¨¢ndose cada d¨ªa que se le ofrec¨ªa convertirlo en domingo y convertirse en El Pana a las cinco en punto de cada tarde. Hablaba de s¨ª mismo en tercera persona y era de los artistas que aseguran siempre no haber logrado su mejor faena porque el mejor muletazo de toda faena perfecta es precisamente el que no se pudo dar. Para quien vive cada instante de vida entregado apasionadamente a lo que llena su coraz¨®n, la muerte empieza precisamente cuando un azar inapelable se lo impida. Aunque segu¨ªa latiendo, el coraz¨®n de un torero empez¨® a morir en el momento en que supo que no podr¨ªa volver a torear. Descansa en paz, rara figura del toreo, ya en hombros hacia el albero sin tiempo donde torean para siempre quienes merecen la eternidad de su leyenda.
Babelia
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