Carne de cerdo
El Mal est¨¢ enfermo, ingresado en el hospital. Yo soy una enfermera infiltrada, con orden de matarlo
El Mal est¨¢ enfermo, ingresado en el hospital. Yo soy una enfermera infiltrada, con orden de matarlo. Para convencerme a m¨ª misma de la necesidad de mi misi¨®n pienso que es una mala bestia que hay que quitarse de encima como sea. Matarlo es una cuesti¨®n humanitaria, pero debe hacerse en secreto. Lo tenemos todo bien organizado. Pap¨¢ es quien ha conseguido el uniforme que ahora llevo, blanco impoluto, comod¨ªsimo. Tambi¨¦n ha sobornado a buena parte del personal para que, llegado el momento, hagan la vista gorda. Yo misma me sorprendo de la capacidad de persuasi¨®n de Pap¨¢, de su poder. Tampoco yo cuestiono que sea a m¨ª a quien toque la parte m¨¢s fea del asunto. Los dem¨¢s me dan palmaditas, me animan, me felicitan. Casi consiguen que me sienta afortunada.
Sin embargo, a la hora de entrar en la habitaci¨®n del Mal, todos me abandonan. Cruzo la puerta preocupada, sola ante el peligro. Estamos los dos cara a cara: el Mal y yo, y un ventanal enorme por el que puede verse el cielo ceniciento, casi amarillo, y la ciudad envuelta en brumas. En su cama quir¨²rgica, medio incorporado, el Mal reposa escuchando m¨²sica con unos auriculares ¡ªpuedo o¨ªr el sonido amortiguado de una percusi¨®n, y una voz lejan¨ªsima, claramente femenina¡ª. Con los ojos cerrados, parece adormecido. Yo me acerco despacio, le quito los auriculares. ?l abre los ojos y me mira con serenidad, sin asomo de sorpresa. Pienso: ahora o nunca. He aprendido un truco para matar r¨¢pido. S¨®lo hay que introducir los dedos en la boca y apretar en un punto determinado del paladar: no desvelar¨¦ cu¨¢l. Pero ¨¦l se me resiste. Con su boca abierta y mi mano presionando dentro, contin¨²a mir¨¢ndome con fijeza. De su ojo izquierdo brota un halo de luz, una especie de rayo l¨¢ser que me ciega. Aparto la cabeza para que no me da?e y sigo presionando. Creo que me desmayo.
No me doy cuenta del momento exacto en que lo mato, pero debe de haber sucedido porque, en la siguiente escena, cuando por fin recobro la conciencia, se lo est¨¢n comiendo. No puedo ver el cuerpo porque lo han troceado y guisado convenientemente. La carne est¨¢ rebozada y todos afirman, entre murmullos, que es muy buena. Pap¨¢, que est¨¢ supervisando el banquete, me ordena que me una a ellos. S¨®lo hay que pensar que es carne de animal, nos dice, de pollo o de cerdo, por ejemplo; basta con no recordar cu¨¢l es su origen. Insiste tanto en ello que el efecto es justo el contrario: impide que nos olvidemos. Pero seguimos comiendo a buen ritmo. Si no descubren el cuerpo, habr¨¢ menos posibilidades de que nos suceda algo. Todos sabemos que el Mal tambi¨¦n tiene sus vengadores.
En un aparte, Pap¨¢ me pregunta si deseo conservar el uniforme de recuerdo. ?El uniforme?, pregunto estupefacta. S¨ª, el uniforme de enfermera. En la tela han quedado las marcas de unas quemaduras, probablemente ocasionadas por el l¨¢ser que arrojaba el Maligno, testimonio de una heroicidad que alg¨²n d¨ªa ser¨¢ hist¨®rica, sentencia ¨¦l. Yo las observo con aprensi¨®n, me maravillo de que esa tela en apariencia normal haya sido capaz de proteger mi piel. Luego pienso que hay lesiones que dan la cara m¨¢s tarde, a veces incluso a?os despu¨¦s de haberse producido. Todos nos sentimos muy orgullosos de ti, dice Pap¨¢ estrech¨¢ndome contra s¨ª. Pero yo s¨®lo tengo ganas de llorar.
Babelia
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