El esperpento del Nobel
Dentro de unos a?os, el Nobel de Literatura de 2016 nos parecer¨¢ un chiste, un chiste de relativo ingenio. Tal vez se haya roto la ley del silencio y sepamos c¨®mo los baby boomers de la Academia Sueca lograron convencer a sus compa?eros de mayor edad para votar a Bob Dylan: ¡°?otro whisky, querido maestro?¡±.
Hasta entonces solo cabe especular. Teorizar que se trata de una jugada maestra de Horace Engdahl, el ocupante del sill¨®n n? 17 de la Academia. Engdhal fue satanizado en 2008 por el establishment cultural estadounidense, tras afirmar que su literatura era ¡°demasiado insular e ignorante¡±. Ahora echa sal sobre la herida: ¡°vuestros cantantes son mejores que vuestros escritores¡±, vendr¨ªa a ser el subtexto de la decisi¨®n.
Sin embargo, f¨¢cil se detecta la impostura. El premio solo reconoce una faceta de Dylan. Y su arte tiene al menos tres patas: m¨²sica, letra, interpretaci¨®n. Disculpen por la pedanter¨ªa: no es un error tolerable en el pa¨ªs m¨¢s american¨®filo de la Europa continental.
Cabe imaginar que, en ese cercano futuro, el Nobel ya habr¨¢ vuelto a lo que mejor justifica su existencia: poner el foco sobre literaturas no internacionalizadas, sobre autores que laboran fuera del mainstream. Comparado con el lanzamiento de Svetlana Alexievich en 2015, lo de Dylan ser¨¢ visto como un capricho, una boutade, un pintoresco alarde de ¡°modernidad¡±. Un gesto tal vez no est¨¦ril pero s¨ª tard¨ªo: a Bob no le faltan precisamenente honores y reconocimientos.
Por cierto: Suecia tiene su particular ¡°Premio Nobel¡± para la m¨²sica. Se llama el Polar Prize y est¨¢ dotado con un mill¨®n de coronas. No distingue entre m¨²sica popular y m¨²sica de conservatorio. Dylan se lo llev¨® en el a?o 2000. Y lo recogi¨® de manos del rey, Carlos XVI Gustavo.
Y a¨²n as¨ª, han pillado en bragas a los medios. Era enternecedor escuchar en tertulias radiof¨®nicas y televisivas a locutores y tertulianos, inseguros m¨¢s all¨¢ del nebuloso detalle de que Bob Dylan hab¨ªa ejercido como ¡°cantante protesta¡±, aparentemente, convencidos de que su canci¨®n m¨¢s celebrada retrata a una generaci¨®n rodando por los caminos. Oiga, ocurri¨® aqu¨ª y en otros pa¨ªses: los informativos de la BBC incluyeron un Like a Rolling Stone interpretado por un imitador, ignorando que los abogados de Dylan impiden que sus grabaciones can¨®nicas aparezcan en YouTube.
?Se merece el Nobel?, todav¨ªa preguntan. La respuesta ha sido atronadora: el gremio de cantautores se ha roto las manos aplaudiendo. En general, toda la tropa del rock sufre un s¨ªndrome de inferioridad cultural: se considera disidente pero saliva cuando cae cualquier mendrugo de respetabilidad, aunque sea la interpretaci¨®n de sus temas por alguna orquesta sinf¨®nica en horas bajas.
M¨¢s asombroso ha sido el entusiasmo en buena parte del universo literario. Resulta instructivo leer a posibles candidatos al Nobel (?saludos, Salman!) tuiteando en apoyo entusi¨¢stico de la heterodoxia sueca. En realidad, hay una l¨®gica demogr¨¢fica: la literatura actual est¨¢ en manos de gente que ha crecido en los cincuenta a?os de la Era Dylan. Pero seamos serios: nada se arriesga apostando por Dylan, igual que cuando sus hermanos mayores invocaban a Miles Davis o Billie Holiday, queriendo reflejarse en la sofisticaci¨®n del jazz.
Como todos los artistas, lo peor de Dylan son (algunos de) sus fans. Al igual que otras religiones monote¨ªstas, la de Bob exige esencialmente fe ciega y alguna demostraci¨®n extravagante tipo ¡°he visto 94 conciertos de Dylan¡± o ¡°tengo 500 discos piratas suyos¡±. Estos fundamentalistas asumen que se trata de un artista excepcional, lo que les exime de buscar en sus ra¨ªces, de escuchar a sus coet¨¢neos, de disfrutar de sus herederos. No estoy seguro de que entiendan la enormidad de sus metamorfosis: Dylan lleg¨® a Manhattan dispuesto a destruir el Tin Pan Alley y ha terminado abrazado a su cancionero. No saben, no contestan, no interesa: son mit¨®manos, son felices.
Babelia
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