Paisaje despu¨¦s de la batalla
En la era de Internet, el pop ha ganado en difusi¨®n a fuerza de perder su vieja relevancia
"Esto es como la ca¨ªda del Imperio Romano", repite el artista gru?¨®n. Puede estar hablando de su propia experiencia, pero entendemos su frustraci¨®n: en los ¨²ltimos 25 a?os, hemos contemplado c¨®mo se desmoronaba el modelo de industria musical del siglo XX, c¨®mo se transformaban radicalmente los h¨¢bitos de consumo, c¨®mo la m¨²sica pop alcanzaba la omnipresencia¡ y disminu¨ªa tanto en trascendencia como en cotizaci¨®n.
Resulta peligroso manifestarse en estos asuntos. Vivimos en ¨¦poca de profetas estridentes que ¡ªverbigracia¡ª llevan lustros proclamando la desaparici¨®n del CD (que, no obstante, sigue siendo el principal soporte f¨ªsico para la m¨²sica). Los visionarios tienden a ser tajantes y prometen para¨ªsos cercanos: no hay necesidad de compa?¨ªas discogr¨¢ficas, ya que cualquiera puede elaborar sus creaciones en casa y difundirlas urbi et orbi. Y es cierto al 50%. Nunca se ha grabado m¨¢s m¨²sica¡ y nunca ha sido m¨¢s dif¨ªcil visibilizarla (y no hablemos de venderla). Hasta aquellos paradigmas de Arctic Monkeys o Lily Allen, que supuestamente construyeron su base de fans regalando sus maquetas en MySpace, se han demostrado enga?osos: hab¨ªa detr¨¢s una poderosa independiente o una multinacional.
El artista del tiempo presente no solo necesita destacar entre la multitud de sus coet¨¢neos. Debe competir con las figuras del pasado, ahora disponibles en todas las plataformas, potenciadas por sus resplandecientes narrativas. La retroman¨ªa es m¨¢s que una patolog¨ªa: se trata de una abrumadora realidad, un condicionante inevitable. Incluso en el campo del directo, los nuevos artistas se enfrentan a la propuesta de las denominadas bandas tributo.
En cuesti¨®n de profec¨ªas, conviene ser especialmente desconfiado con las que pretenden tranquilizarnos. As¨ª, la teor¨ªa de la larga cola, formulada por Chris Anderson, que ¡ªen lo que aqu¨ª respecta¡ª aseguraba que la ?desaparici¨®n de las tiendas de discos era compensada por la oferta infinita de Amazon y similares; podr¨ªamos confiar en que los nichos de mercado convivir¨ªan con el mercado masivo; quedar¨ªa garantizada as¨ª la diversidad cultural. Sin embargo, no parece que eso ocurra. El pecado original del pop industrial es su anglocentrismo, algo que se intent¨® remediar con la categor¨ªa de world music. Aunque el t¨¦rmino tenga mucho de parad¨®jico, consigui¨® que en los a?os noventa descubri¨¦ramos parte de la riqueza musical del planeta. Para sus paladines m¨¢s veteranos, como Charlie ?Gillett, esa experiencia resultaba tan embriagadora como el reconocimiento del rock and roll y el soul en los cincuenta y los sesenta.
Ha ca¨ªdo el Imperio Romano y nadie sabe qui¨¦nes hacen el papel de b¨¢rbaros en este drama
Por el contrario, en el presente siglo se ha producido una homogeneizaci¨®n sonora, perceptible tanto en el mainstream como en el indie de andar por casa. Se hace muy evidente en la m¨²sica latina, antes un vergel de fabulosos ritmos aut¨®ctonos y ahora dominada por¡ el ritmo de Miami. Hasta Cuba, antes orgullosamente diferente, hoy factura canciones (y v¨ªdeos) similares a los que difunde su enemigo.
La actual internacionalizaci¨®n del pop ha ido por otros derroteros. La tecnolog¨ªa permite prescindir de la necesidad de coincidir en un estudio de grabaci¨®n: as¨ª que un tema de alta gama puede tener bases hechas en M¨¢nchester, melod¨ªas concebidas en Suecia, voces metidas en Los ?ngeles m¨¢s todos los a?adidos y variaciones imaginables. Las estrellas del presente son cosmopolitas sin ra¨ªces.
Atenci¨®n: tal vez la partida se est¨¦ desarrollando con dados trucados. Hace unos d¨ªas, el presidente de una discogr¨¢fica londinense lamentaba que sus respetables artistas eran arrollados comercialmente por el pop y la urban music estadounidenses: las listas de Spotify o Apple Music se retroalimentan, primando a los triunfadores. Se nota en ese term¨®metro que son los charts. Seg¨²n explicaba, en lo que llevamos de a?o, en Reino Unido ocho canciones hab¨ªan llegado al n¨²mero uno (y solo una pertenec¨ªa a un artista brit¨¢nico); en 2015, hab¨ªan sido 17; en 2014, nada menos que 28.
No nos importa ese encogimiento, podr¨ªamos responder. Nuestros gustos est¨¢n m¨¢s evolucionados y sabemos buscar lo que necesitamos. Pero eso supone dejar la Primera Divisi¨®n al m¨ªnimo com¨²n denominador, aceptar que el poder blando de Estados Unidos es incontestable. En el fondo, tal ha sido nuestra reacci¨®n. Con una escena musical fragmentada, siempre se puede encontrar un salvavidas personal para sobrevivir al naufragio.
Igual hacen los artistas. En 2007, Radiohead humill¨® a sus compa?eros y a la industria convencional ofreciendo la descarga de In Rainbows por la voluntad, literalmente. Millones de comentarios (elogiosos) sobre la iniciativa, pero el grupo no ha vuelto a repetir la jugada. En 2014, cuando U2 regal¨® su ¨²ltimo disco largo, Songs Of Innocence, a los millones de usuarios de iTunes, hubo indignaci¨®n entre muchos de los receptores, que lo consideraron una intromisi¨®n.
Estamos ante otra novedad. Se ignora la cl¨¢usula de inviolabilidad de la que parec¨ªan disfrutar las superestrellas: ahora est¨¢n sometidas al mismo escrutinio que el resto de las celebrities. Efectivamente, ha ca¨ªdo el Imperio Romano y nadie sabe qui¨¦nes hacen el papel de b¨¢rbaros en este drama.
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