Un retrato de Espa?a
Huntington, Sorolla y Zuloaga en la Hispanic Society of America
En 1916, Pilar de Zubiaurre albergaba la esperanza de que la Hispanic Society of America organizara una exposici¨®n de pinturas de sus hermanos Ram¨®n y Valent¨ªn. Hab¨ªa escrito una carta a su amiga Zenobia Camprub¨ª para interesarse por el modo de plante¨¢rselo a Archer Milton Huntington (?1870-1955?), fundador del museo. Zenobia le replic¨®:
Si yo fuera t¨², no titubear¨ªa en escribir directamente a Mr. H. porque es lo que hacen todos los pintores espa?oles (que no son pocos) que desean tener un ¨¦xito en los EE UU. Cuando Mr. H. recibe una de esas cartas y por alguna raz¨®n le interesa, se informa sobre la obra del pintor y si le parece bien, acepta. Ahora bien, la Hispanic lleva bastantes a?os de existencia y creo que no ha habido m¨¢s que dos exposiciones de pintores contempor¨¢neos: la de Sorolla y la de Zuloaga. Como ves, Mr. H. quiere que salga todo perfecto, porque cuando lanza un nombre, tiene mucha fe en ¨¦l. De todos modos, es el hombre m¨¢s afable, m¨¢s bondadoso y m¨¢s asequible que te puedas imaginar. Ya te cont¨¦ lo que me dijo sobre pintores espa?oles, pero no pierdes nada con escribirle. ?l nunca se molesta por una petici¨®n franca y noble; me consta porque ¨¦l mismo me habl¨® de varias solicitudes favorablemente, aunque sin decidirse a hacer las exposiciones que le ped¨ªan... Mr. H. es un hombre verdaderamente encantador.
Zenobia lo dec¨ªa por experiencia. Ella y su esposo, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, acababan de visitar el museo, donde mantuvieron varias reuniones cordiales con Huntington. De ellas surgi¨® una estrecha amistad entre ellos. La Hispanic Society accedi¨® a publicar una edici¨®n de los poemas de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, y Huntington le pidi¨® al escritor que firmara uno de los pilares del edificio, un honor reservado a las principales luminarias de la cultura espa?ola. Bas¨¢ndose en todo ello, Zenobia anim¨® a su amiga a escribirle una carta a Mr. H. Eso hizo Pilar, a la que Huntington respondi¨® con presteza y cortes¨ªa. Como era de esperar, le comunic¨® que el museo ya no organizaba proyectos de ese tipo. No obstante, tal y como Zenobia hab¨ªa predicho, se tom¨® la molestia de informarse acerca del arte de sus hermanos y, dos a?os despu¨¦s, los nombr¨® miembros de la Hispanic Society. M¨¢s tarde, su obra entr¨® en la colecci¨®n y sus retratos pasaron a formar parte de la galer¨ªa de figuras destacadas de la cultura que Huntington estaba reuniendo.
Este episodio muestra la importancia que la Hispanic Society hab¨ªa adquirido con suma rapidez tras su apertura en 1908. El encuentro es rese?able, pero, a d¨ªa de hoy, puede que lo m¨¢s interesante sea la carta de Zenobia a Pilar por el trasfondo humano que deja entrever en el museo y en su fundador. Es escaso el n¨²mero de documentos de este tipo que albergan los archivos de la Hispanic Society, un hecho que, por desgracia, refleja la forma de ser de Huntington: desde una edad muy temprana, hab¨ªa aprendido a guardar celosamente su intimidad y, justo antes de su fallecimiento, destruy¨® cuanta correspondencia y documentaci¨®n personal le fue posible.
Aunque lo logr¨® en buena parte, algunas cosas se salvaron, incluido un documento de gran valor: una extensa narraci¨®n que hoy en d¨ªa conocemos con el nombre de Diario de Huntington. Escribi¨® a su madre en 1920, recurriendo a cartas y diarios que luego quemar¨ªa para crear un relato sobre el modo en que hab¨ªa concebido y erigido el museo espa?ol. Pese a su car¨¢cter informal, el documento constituye un valioso testimonio de una serie de ideas que Huntington nunca plasm¨® en ning¨²n otro lugar. De hecho, Huntington siempre hizo gala de una exquisita modestia a la hora de dar a conocer sus logros, y ni siquiera bautiz¨® con su nombre su m¨¢s preciado proyecto, el de crear un Museo Espa?ol. Como ¨¦l mismo le dice a su madre: ¡°Poner el nombre de uno a una aportaci¨®n, ya sea un edificio o un donativo, es una endeble y vana puerta a la fama¡±. A lo largo de su dilatada vida, sigui¨® ese precepto, auspiciando numerosos proyectos de investigaci¨®n y museos, pero siempre de forma an¨®nima.
As¨ª pues, los pensamientos y las motivaciones de Huntington cuando acometi¨® el proyecto de la Hispanic Society contin¨²an siendo dif¨ªciles de desentra?ar, al tiempo que su recelo ha logrado ocultar no solo la magnitud de su haza?a, sino tambi¨¦n su rigurosa base intelectual. No obstante, si los examinamos con detenimiento, los escritos de Huntington y sus relaciones con Joaqu¨ªn Sorolla (1863-1923) e Ignacio Zuloaga (1870-1945), los dos artistas espa?oles por entonces m¨¢s famosos, pueden aportar datos relevantes. Al fundar su Museo Espa?ol, se revela como un hombre preocupado por los dilemas de su ¨¦poca, pero que hab¨ªa llegado a conclusiones muy personales. Por tanto, las colecciones que reuni¨® ponen de manifiesto la sorprendente visi¨®n de Espa?a de un hombre de su tiempo, a la par que adelantado a ¨¦l.
Cuando Huntington fund¨® la Hispanic Society en 1904, estaba haciendo algo que muchos de sus m¨¢s c¨¦lebres contempor¨¢neos hab¨ªan hecho ya o no tardar¨ªan en intentar. En 1913-1914, Henry Clay Frick (1849-1919) construy¨® en Nueva York la casa que hab¨ªa de albergar su colecci¨®n y que, a su muerte, se convertir¨ªa en un museo p¨²blico (aunque no empezar¨ªa a funcionar como tal hasta varios a?os des?pu¨¦s). La biblioteca de incunables y libros raros que reuniera J. P. Morgan (1837-1913) fue abierta al p¨²blico por su hijo en 1924. En Boston, la c¨¦lebre Isabella Stewart Gardner (1840-1924) supervis¨® personalmente la construcci¨®n de su museo, el cual inaugur¨® en 1903.
Si bien esas espl¨¦ndidas fundaciones se convirtieron en el sello caracter¨ªstico de los fil¨¢ntropos de la Gilded Age, la llamada Edad chapada en oro, la Hispanic Society se diferencia de estas en el singular planteamiento que subyace tras ella. Desde que comenzara a reunir su colecci¨®n, Huntington hab¨ªa perseguido siempre un objetivo concreto: una visi¨®n enciclop¨¦dica de Espa?a en todos los as?pectos de su cultura. Tal y como ¨¦l mismo le confesara a su madre: ¡°Mi af¨¢n de coleccionar ha tenido siempre ¡ªcomo t¨² bien sabes¡ª un trasfondo, un museo. Un museo que ha de abarcar las bellas artes, las artes decorativas y las letras. Ha de condensar el alma de Espa?a en contenidos, a trav¨¦s de obras de la mano y del esp¨ªritu. No ha de ser un mont¨®n de objetos acumulados al buen tunt¨²n hasta que todo ello parezca una asamblea art¨ªstica ¡ªlos vestigios medio muertos de naciones entregadas a una org¨ªa¡ª. Lo que quiero es ofrecer el compendio de una raza¡¡°.
Cuando Huntington hizo p¨²blico su prop¨®sito de mostrar la esencia de Espa?a y sus gentes, estaba expresando su particular interpretaci¨®n de diversos conceptos muy extendidos en esa ¨¦poca. En particular, lo que acapar¨® gran parte del debate intelectual y filos¨®fico a lo largo de todo el siglo XIX fue la cuesti¨®n de cu¨¢l era la verdadera Espa?a y cu¨¢l, el car¨¢cter nacional. Incluso mientras escritores y pol¨ªticos debat¨ªan acaloradamente la conveniencia de construir un estado espa?ol y definir la identidad de sus gentes, una sucesi¨®n de crisis pol¨ªticas exacerb¨® el problema. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, surgi¨® un grupo de j¨®venes intelectuales conocido como la Generaci¨®n del 98. Entre sus miembros m¨¢s destacados figuraban Miguel de Unamuno (1864-1936), P¨ªo Baroja (1872-1956), Azor¨ªn (Jos¨¦ Mart¨ªnez Ruiz, 1873-1967) y Antonio Machado (1875-1939). Convencidos de que la naci¨®n estaba enferma, si no moribunda, se embarcaron en una profunda reflexi¨®n sobre lo que era Espa?a y sobre c¨®mo salvarla. M¨¢s notables por la calidad literaria de sus obras que por la viabilidad de sus soluciones, produjeron un excepcional corpus de ensayos, poemas y obras de ficci¨®n.
As¨ª pues, el debate relativo a lo que Huntington diera en llamar ¡°el alma de Espa?a¡± adquiri¨® una mayor intensidad y urgencia justo en el momento en que ¨¦l se hallaba creando la Hispanic Society; Huntington tocaba muchos de esos mismos interrogantes, solo que desde una perspectiva diferente. Para ¨¦l, uno pod¨ªa llegar a conocer mejor la verdadera Espa?a en sus rincones m¨¢s apartados, donde afloraban sus aut¨¦nticas virtudes:
Es en las zonas apartadas donde se puede conocer a Espa?a, en las tierras peladas que anta?o estuvieron cubiertas por grandes bosques y ahora est¨¢n habitadas por una poblaci¨®n dispersa y cargada de tradiciones, donde se ha conservado el tipo aut¨¦ntico mejor que en otros lugares.
Esos campesinos asombrosos, cuya lucha por la existencia es verdaderamente dura, son hombres y mujeres de otra edad, pero hombres y mujeres excelentes, bien plantados, que conservan una independencia y un fondo de autenticidad y honradez que te llena el alma de una impresi¨®n de frescura e integridad, si t¨² tambi¨¦n te acercas con integridad.
Yo hablo con todos, un o¨ªdo empap¨¢ndose de la forma de hablar, el otro intentando averiguar la ubicaci¨®n de alguna guarida llena de libros. En esas conversaciones aprendo mucho m¨¢s de lo que me pueden ense?ar muchos amigos m¨¢s instruidos. Ah¨ª est¨¢n las fuentes de los valores nacionales. La sangre que corre por esas venas es la sangre nacional, no diluida por contactos recientes con el mundo exterior.
Seg¨²n Huntington, esas zonas hab¨ªan eludido el contacto con el mundo moderno y, de ese modo, hab¨ªan permanecido fieles a los valores tradicionales. Toda la literatura presentaba estos rasgos caracter¨ªsticos, pero tal vez ninguna tanto como la de la Edad Media y su poes¨ªa. No es de extra?ar que la Espa?a medieval y, en particular, el h¨¦roe del siglo XI Rodrigo D¨ªaz de Vivar, conocido con el sobrenombre del Cid, no dejaran de interesar a Huntington durante toda su vida. En este sentido, se asemeja a hispanistas estadounidenses como George Ticknor (?1791-1871?) y Henry Wadsworth Longfellow (?1807-1882?), que asimismo compart¨ªan la idea rom¨¢ntica de que el car¨¢cter de una naci¨®n se revelaba en los romances populares.
En un plano m¨¢s general, la creencia de Huntington de que las gentes de Espa?a, al igual que las de cualquier otro pa¨ªs, compart¨ªan una serie de rasgos comunes se hallaba muy extendida en aquella ¨¦poca. Sin embargo, la cuesti¨®n de c¨®mo definir dichos rasgos divid¨ªa a los espa?oles seg¨²n criterios progresistas o conservadores. Huntington bebi¨® de ambas fuentes para ofrecer una respuesta que ning¨²n espa?ol contempor¨¢neo habr¨ªa propuesto. Al igual que muchos otros estudiosos de corte liberal, destac¨® la necesidad de recurrir a la investigaci¨®n y la experiencia de primera mano (tal como el trabajo de campo). Y tampoco vacil¨® en viajar a zonas remotas en su b¨²squeda de la esencia del pa¨ªs, como demuestra el hecho de que, en un viaje a Yuste en 1892, se viera obligado a recorrer a lomos de una mula el tramo final, desde Plasencia hasta el hist¨®rico monasterio. Pero su admiraci¨®n por aquellos ¡°campesinos asombrosos¡ que conservan una independencia y un fondo de autenticidad y honradez¡± sugiere que los valores que atribu¨ªa al pa¨ªs se asemejaban m¨¢s a los de una visi¨®n conservadora, incluso cat¨®lica.
Sin embargo, Huntington se aleja de semejante postura en dos aspectos clave. En primer lugar, acept¨® y celebr¨® el legado isl¨¢mico derivado de los a?os de dominio del islam sobre amplias regiones de la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica. Al igual que la mayor¨ªa de los intelectuales de su tiempo, conceb¨ªa la Edad Media de Espa?a en el sentido de la Reconquista, esa lucha en la que, poco a poco, los soberanos cristianos recuperaron el control sobre el conjunto de la Pen¨ªnsula para en ¨²ltimo t¨¦rmino expulsar a los invasores musulmanes. La interpretaci¨®n de esta parte de la historia resultar¨ªa harto problem¨¢tica para la Espa?a decimon¨®nica. Sin embargo, la admiraci¨®n de Huntington por la cultura ¨¢rabe lo distingui¨® de sus coet¨¢neos, si bien en este sentido tal vez se parezca a los lectores extranjeros de la obra de Washington Irving Cuentos de la Alhambra. No obstante, a diferencia de la mayor¨ªa de ellos, Huntington hizo un esfuerzo por aprender ¨¢rabe, un tiempo que consider¨® bien empleado. Acepta el legado morisco cuando escribe de Zaragoza: ¡°Ciudad romana, cristiana, morisca y aragonesa sucesivamente, acab¨® siendo, como las dem¨¢s, parte de una ¨²nica naci¨®n. Sin embargo, a trav¨¦s de tan cambiantes condiciones, se forj¨® y perdur¨® un car¨¢cter propio¡±. Su admiraci¨®n por la herencia isl¨¢mica se hace patente cuando elogia ¡°la delicadeza de la tracer¨ªa y los azulejos moriscos¡± o ¡°el sutil arte y la delicadeza del ¨¢rabe¡±.
Tambi¨¦n se diferenciaba de los pensadores tradicionales en su gran aprecio por las peculiaridades regionales. En cierto momento, llegar¨ªa a escribir que Espa?a:
Es, en m¨¢s de un sentido, una naci¨®n compuesta y, como tal, resulta tanto m¨¢s dif¨ªcil de ver y de conocer en su totalidad; aqu¨ª se repite la naturaleza medieval fragmentaria de Italia. Catalu?a, Arag¨®n, Castilla y Andaluc¨ªa no son simples denominaciones geogr¨¢ficas. Cada una presenta su car¨¢cter nacional y diferente. La tradici¨®n, las costumbres, los deportes y los trajes tienen toda su expresi¨®n peculiar y diferencia local.
Su respeto por esas tradiciones inspir¨® su viaje por las provincias del norte, que describi¨® en su obra Note-book of Northern Spain (1898):
Se piensa que la parte de la Pen¨ªnsula descrita carece en cierto modo de ese inter¨¦s rom¨¢ntico que se ha desarrollado por el sur, pero Santiago, la antigua ¡®C¨®rdoba¡¯ cristiana, esa peque?a ciudad gallega donde se dice que a¨²n reposan los restos del ap¨®stol Santiago; Oviedo, Zaragoza y los pueblos desconocidos de los Pirineos tienen su propia riqueza de tradici¨®n y de inter¨¦s local sin igual, que incluso no supera ni el sur.
Al dedicar tanta atenci¨®n a estas regiones, Huntington se form¨® una imagen del pa¨ªs m¨¢s rica en matices. A este respecto, difiere de forma significativa de la mayor parte de los extranjeros que, por lo general, describen el pa¨ªs como una mezcla de Andaluc¨ªa y Castilla que combina, de hecho, la meridional decadencia de ¨ªndole orientalista de la primera con el austero militarismo y el misticismo de la segunda. Por tanto, Huntington trasciende esos estereotipos porque entendi¨® tanto la diversidad como la importancia de las tradiciones regionales. Por eso rechazaba la postura de la mayor parte de los turistas de su tiempo: ¡°La visitan [Espa?a] mucho menos y la encuentran menos agradable que otros pa¨ªses y, cuando lo hacen, siguen un camino demasiado trillado y no hablan el idioma. Para ellos, Espa?a responde a un patr¨®n fijo de sentimentalismo y desd¨¦n¡±.
Huntington fue capaz de integrar el aprecio que sent¨ªa por las tradiciones locales y el legado isl¨¢mico del pa¨ªs en su visi¨®n particular de la identidad nacional porque no se hallaba envuelto en la ret¨®rica pol¨ªtica de crear un sentimiento de naci¨®n unida entre sus ciudadanos. Un indicio de cu¨¢n distinta era la s¨ªntesis de Huntington se hace evidente cuando lo comparamos con sus coet¨¢neos. El regionalismo planteaba problemas a los liberales, que lo ve¨ªan como una amenaza para la consecuci¨®n de un estado centralizado. Cuando Huntington valora las regiones remotas o rurales como encarnaci¨®n del car¨¢cter nacional, su actitud se asemeja a la de un conservador como Unamuno, quien hablaba de la ¡°intrahistoria¡± y de la necesidad de preservar la virtud espa?ola. Como ¨¦l, Huntington discrepa de los liberales, que deseaban abrirse al mundo moderno y a la tecnolog¨ªa en un esfuerzo por revitalizar Espa?a moderniz¨¢ndola.
Por su parte, los conservadores renegaban de su pasado isl¨¢mico, pues lo consideraban una ¨¦poca her¨¦tica o simplemente desde?aban su importancia, casi como si se tratara de un par¨¦ntesis entre los reg¨ªmenes cat¨®licos de los visigodos y los reyes medievales, que de manera inevitable conduc¨ªan al triunfo de Isabel y Fernando. Siguiendo a Modesto Lafuente (1806-1866), el historiador m¨¢s le¨ªdo en el siglo XIX, los escritores sosten¨ªan que el car¨¢cter nacional espa?ol era anterior a la ocupaci¨®n isl¨¢mica, negando de hecho cualquier influencia, como si la experiencia no hubiera dejado huella alguna en los espa?oles.
Mientras que la cuesti¨®n relativa a este legado resultaba problem¨¢tica para muchos, Huntington admit¨ªa su importancia y, de hecho, la valoraba. Aunque no era el ¨²nico que la apreciaba, la suya no era una postura mayoritaria. Intelectuales del siglo XIX como Jos¨¦ Antonio Conde (1766-1820) y Pascual de Gayangos (1809-1897) hab¨ªan comprendido la importancia del periodo isl¨¢mico en Espa?a, pero los estudios ¨¢rabes avanzaban con lentitud en la Pen¨ªnsula. La zona se incluy¨® cuando se fund¨® el Centro de Estudios Hist¨®ricos en 1910, pero no fue hasta 1932 cuando se cre¨® la Escuela de Estudios ?rabes. Incluso es posible que un especialista como Francisco Javier Simonet (1829-1897), consumado fil¨®logo, pero tambi¨¦n reaccionario religioso, haya permitido que los prejuicios determinaran su obra. En t¨¦rminos m¨¢s generales, los escritores de la ¨¦poca no trataban el periodo de forma monol¨ªtica, sino que abordaban distintos momentos de forma diversa. Con todo, su perspectiva alberga vestigios de su propia experiencia de Espa?a y de c¨®mo defin¨ªan la naci¨®n.
La visi¨®n que Huntington ten¨ªa de Espa?a proporciona las claves para entender la colecci¨®n de la Hispanic Society. Al definir c¨®mo deseaba presentar el pa¨ªs, adopt¨® una perspectiva amplia de la cultura que abarcaba no solo la pintura, sino tambi¨¦n la escultura, las artes decorativas e, incluso, las artes populares. Tambi¨¦n fue uno de los primeros en defender la creaci¨®n de una exhaustiva colecci¨®n de fotograf¨ªa. Desde su m¨¢s tierna infancia, Huntington era consciente de la importancia de este nuevo medio y de su valor muse¨ªstico. Por tanto, decidi¨® que la Hispanic Society deb¨ªa coleccionar tambi¨¦n ese material para documentar todos los aspectos de la vida cotidiana en Espa?a, y no solo el arte y la arquitectura, as¨ª que envi¨® a fot¨®grafas profesionales (pues eran todas mujeres) a recorrer Espa?a.
Dado que, por lo general, no pod¨ªan adquirir esas im¨¢genes de los lugare?os, ten¨ªan que tomarlas ellas mismas, lo cual conllevaba, a menudo, viajar a zonas remotas. Entre las fot¨®grafas contratadas por la Hispanic Society destaca Ruth Matilda Anderson (1893-1983), que tom¨® m¨¢s de catorce mil instant¨¢neas a lo largo de una serie de campa?as realizadas en la d¨¦cada de 1920, siempre siguiendo las precisas instrucciones de Huntington. Puesto que este tambi¨¦n buscaba cuadros que reflejaran esos mismos temas, la iconograf¨ªa del arte de los siglos XIX y XX presente en el museo y la de la colecci¨®n de fotograf¨ªas son complementarias. All¨ª donde Manuel Benedito y Vives (1875-1963) pinta a unos vecinos que asisten a misa en Salvatierra de Tormes (Salamanca), Anderson documenta ritos y procesiones religiosas similares.
Igualmente, el cuadro de Eugenio Hermoso (1883-1963) que muestra a unas ni?as haciendo encaje describe un momento parecido a los fotografiados por Anderson y otra integrante de la plantilla de fot¨®grafos, Alice D. Atkinson (1896-1986). Adem¨¢s, aun cuando Huntington no coleccionaba trajes o joyas de la ¨¦poca, s¨ª quer¨ªa dejar constancia de ellos, de modo que Anderson viaj¨® a La Alberca (Salamanca), entre otros lugares, para retratar su atuendo. Dada su creencia en la importante contribuci¨®n de los ¨¢rabes a la cultura espa?ola, Huntington reuni¨® una colecci¨®n de arte isl¨¢mico que inclu¨ªa una p¨ªxide de marfil y un capitel procedente del califato de C¨®rdoba, as¨ª como tejidos de seda de la Alhambra procedentes de la Granada nazar¨ª. Sobre todo, destaca la cer¨¢mica producida por los alfareros de Manises y otras zonas de influencia isl¨¢mica, por lo que hoy en d¨ªa la Hispanic Society cuenta con una de las m¨¢s exquisitas colecciones de este material.
Este texto es un extracto del texto escrito por Patrick Lenaghan para el cat¨¢logo de la exposici¨®n Tesoros de la Hispanic Society of America. Visiones del mundo hisp¨¢nico, en el Museo del Prado hasta el 10 de septiembre.