Lugares del acuerdo
En vez de enredarnos en diatribas s¨®rdidas sobre los huesos de Franco, m¨¢s nos valdr¨ªa darle la vuelta a la monstruosidad del Valle de los Ca¨ªdos
Hay lugares de la historia civil que sobrecogen a quien los visita con una sensaci¨®n muy parecida a la de lo sagrado. Son los lugares comunes del sufrimiento y del hero¨ªsmo. Son sagrados porque en ellos sucedi¨® la persecuci¨®n y el martirio de los justos, y porque en ellos se cimenta con una claridad del todo secular el origen de lo m¨¢s valioso que puede poseer una comunidad, su acuerdo b¨¢sico de convivencia, el recuerdo de las injusticias sufridas por unos y cometidas por otros y asumidas en su plenitud por todos, o por la inmensa mayor¨ªa. Alemania es un pa¨ªs ejemplar en la construcci¨®n o en la preservaci¨®n de estos lugares que merecer¨ªan el nombre de santuarios civiles. No son lugares para la complacencia, porque la historia, si se estudia y se recuerda con honradez, no suele ofrecer consuelos indiscutibles. No son panteones de glorias m¨¢s o menos inventadas, o de martirios colectivos virtuales que permitan a los contempor¨¢neos el halago de sentirse v¨ªctimas retrospectivas con un m¨¢ximo confort, o que simplifiquen el pasado para convertirlo en una mitolog¨ªa entre victimista y narcisista.
Son lugares adultos. La ciudadan¨ªa es cosa de adultos. No son escenarios de batallas perdidas hace tres siglos o siete siglos que justifiquen las barbaridades o las corruptelas o las temibles unanimidades pol¨ªticas del presente en nombre de una especie de redenci¨®n aplazada. Son lugares de conmemoraci¨®n, pero tambi¨¦n de informaci¨®n y de educaci¨®n, que es lo contrario del adoctrinamiento. Sirven para que las personas aprendan sobre el pasado cosas que no sab¨ªan o de las que estaban vagamente informadas y puedan as¨ª aprender sobre las vidas de quienes los precedieron y adquirir un juicio m¨¢s ajustado sobre el presente compar¨¢ndolo con lo que hubo antes, con situaciones hist¨®ricas tal vez olvidadas pero cuya influencia, para bien o para mal, dura todav¨ªa. Como santuarios que son, sirven para honrar a los muertos: a los que fueron asesinados, a los que sufrieron la persecuci¨®n, a los que fueron condenados a la mentira o al olvido. Son santuarios, pero son laicos, y por tanto no inducen a la irreverencia acr¨ªtica, sino a la evaluaci¨®n muchas veces amarga y casi siempre complicada y poco edificante del pasado de la comunidad que los ha erigido. No puede haber nada de complaciente en el museo que ocupa ahora en Berl¨ªn la sede de la antigua polic¨ªa pol¨ªtica, la Stasi, porque sus archivos demuestran toda la amplitud de la red de complicidades, denuncias y servilismos que sosten¨ªan el edificio de la dictadura comunista.
No he estado en el museo que ocupa ahora en Buenos Aires la sede de la Escuela de Mec¨¢nica de la Armada, pero nada m¨¢s pasar en coche junto a la puerta y ver ese letrero ya se le hiela a uno la sangre en las venas. Mediante un acto valioso de rememoraci¨®n, la sede atroz de la infamia puede transmutarse en el mejor santuario posible. Quien visita hoy el Museo de los Derechos Civiles en Memphis, Tennessee, que ocupa lo que fue el motel Lorraine y el edificio del otro lado de la calle desde donde dispar¨® el asesino de Martin Luther King, logra una conexi¨®n de tal intensidad con el crimen sucedido all¨ª mismo que la emoci¨®n imprime a¨²n m¨¢s en su inteligencia el conocimiento de los hechos de entonces, la tragedia de aquella vida joven aniquilada por el odio contra el que se sublevaba.
El Museu do Aljube, dedicado a la historia de la resistencia contra la dictadura de Salazar, ocupa el mismo caser¨®n en el que estuvo la prisi¨®n de la polic¨ªa pol¨ªtica
En Lisboa hay ahora uno de estos lugares. Est¨¢ en el coraz¨®n de la ciudad antigua, en la cuesta alpina por la que sube y baja el tranv¨ªa 28 y donde se amontonan las mayores multitudes de turistas, a un paso de la catedral y de la iglesia de San Antonio. Es el Museu do Aljube, que est¨¢ dedicado a la historia de la resistencia contra la dictadura de Salazar, y que ocupa el mismo caser¨®n en el que estuvo la prisi¨®n de la polic¨ªa pol¨ªtica. No hay mejor monumento al hero¨ªsmo y al dolor de las v¨ªctimas que el escenario mismo de su cautiverio. No hay mejor representaci¨®n pl¨¢stica de lo que significa una dictadura que el grosor de los barrotes de las ventanas, y los simples pelda?os de madera se vuelven amenazadores porque sabemos que llevaban a las celdas como nichos de la ¨²ltima planta. Los o¨ªmos resonar bajo los pasos de los visitantes e imaginamos el sonido que tendr¨ªan para un preso que espera la llegada de un momento a otro de sus torturadores.
Pero el museo ofrece algo m¨¢s que eso que ahora llaman los publicitarios ¡°la experiencia¡±: una planta tras otra, con documentos, paneles, filmaciones, fotograf¨ªas, objetos, se cuenta la historia de la dictadura salazarista en Portugal, en el contexto de los fascismos europeos, la verg¨¹enza del colonialismo y las rebeliones que se fueron alzando contra ¨¦l, los m¨¦todos de vigilancia y tortura, la tenacidad conspiradora y movilizadora de la resistencia. Las fotos policiales de presos pol¨ªticos son tan aleccionadoras como los peri¨®dicos clandestinos y los panfletos multicopiados, algunas veces escritos a mano. No hay encono ni revancha en el tono de lo contado. Tampoco hay eufemismos, ni pa?os calientes: ¡°El museo¡±, dice el folleto explicativo, ¡°cumple el deber de gratitud y de memoria de la ciudad de Lisboa y del pa¨ªs a las v¨ªctimas de la c¨¢rcel y de la tortura que, con sacrificio de la propia vida, combatieron por la Libertad y por la Democracia durante el largo periodo de la Dictadura¡±.
Al menos desde la Revoluci¨®n de los Claveles, Portugal ha sido un espejo pol¨ªtico para muchos dem¨®cratas espa?oles que conservamos el recuerdo de la alegr¨ªa inmensa del 25 de Abril. Inevitablemente, viniendo de Espa?a, uno visita el Museo do Aljube con bastante envidia, con desasosiego. Nosotros no tenemos verdaderos santuarios civiles porque seguimos sin alcanzar la clase de acuerdo b¨¢sico de conmemoraci¨®n y convivencia que se celebra en ellos. En vez de enredarnos en diatribas s¨®rdidas sobre los huesos de Franco, m¨¢s nos valdr¨ªa darle la vuelta a la monstruosidad arquitect¨®nica y simb¨®lica del Valle de los Ca¨ªdos y convertirla en un monumento a la memoria de los presos que trabajaron y murieron all¨ª, y junto a ellos, de todos los resistentes y todas las v¨ªctimas de la dictadura; y en albergar en ese espacio el gran archivo y el relato hist¨®rico preciso de todos esos a?os.
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