Jardines cercanos al para¨ªso
Todas las culturas, desde Babilonia, Grecia o China, han creado monumentos de verdor que evocan lugares ideales y nost¨¢lgicos
En Grecia y luego en Roma, la antigua sacralidad de los bosques era un tributo a lo pr¨®digo de sus sombras. As¨ª lo atestigua, al menos, la mitolog¨ªa. Cuando Baucis y Filem¨®n, pobre pareja de Frigia, dan cobijo a Zeus y a Hermes ¡ªque recorr¨ªan el agreste paisaje disfrazados de peregrinos y a quienes nadie hab¨ªa querido recibir entre los ¨¢speros frigios¡ª, sientan el precedente del amor de los griegos por sus escasas arboledas. Enojados por ese rechazo, los dioses enviaron entonces un diluvio a todo el pa¨ªs, pero respetaron la caba?a de los ancianos hospitalarios, la cual, con el tiempo y la leyenda, acab¨® convirti¨¦ndose en templo. Y como Filem¨®n y Baucis hab¨ªan pedido terminar juntos sus d¨ªas, Zeus y Hermes los metamorfosearon en ¨¢rboles.
Juego de luces y de sombras, misterio y belleza de las formas, la metamorfosis es el alma de la po¨¦tica griega al mismo tiempo que la proyecci¨®n cultural de un paisaje tan magro, p¨¦treo y escueto que, para adornar la sencillez de su relieve, la calc¨¢rea temperatura de sus veranos mediterr¨¢neos, inventa por boca de los hombres juegos de m¨¢scaras infinitos con el fin de revelar coherencias secretas y justificar parentescos y dinast¨ªas. Tambi¨¦n Dafne, la hermosa ninfa cuyo nombre significa laurel, a punto de ser alcanzada por el ardiente Apolo, quien prendado de su belleza la persegu¨ªa, acabar¨¢ por convertirse en ¨¢rbol para escapar del abrazo solar, un ¨¢rbol que adem¨¢s de refugio de palomas y solaz de los amantes ced¨ªa sus hojas a la pitia, quien las mascaba antes de proferir or¨¢culos.
Con el laurel, toda Grecia entra en trance. Su astringencia siempre verde coronar¨¢ por partida triple al sabio, al poderoso y al poeta. Correosas, sus hojas, en forma de punta de lanza, son heroicas ante el fr¨ªo y el calor. Dioicos, s¨®lo los ¨¢rboles femeninos llevan bayas. Macho, el de la inmortalidad y la gloria, m¨¢s alto y esbelto que la hembra, crece con soltura en los barrancos y busca la proximidad de las fuentes para iluminar su verdor. Figura inmortal, se sit¨²a en los l¨ªmites del jard¨ªn griego, junto al algarrobo, el almendro y el olivo, constituyendo con ellos el modelo ideal de jard¨ªn filos¨®fico. M¨¢s abajo, entre las piedras, inn¨²meras, se hallan las flores, pero los griegos estar¨¢n tan entusiasmados con la figura humana que no hay casi ninguna de ellas que no oculte una ninfa, una hero¨ªna o una hermosa adolescente, y aprender¨¢n a apreciarlas mucho m¨¢s tarde en su historia.
Pasar¨¢ mucho tiempo hasta que las puedan ver como son, y a¨²n m¨¢s hasta que suban y trepen, tras haberlo hecho por las cl¨¢mides de las hetairas, por el manto de Mar¨ªa Theotokos, la madre del dios crucificado. M¨¢s acostumbrado al mar que a la tierra, hijo de las islas, el griego se entreg¨® a la movilidad antes que al reposo. Fue navegante y mercader antes que apicultor, expres¨® primero la din¨¢mica poes¨ªa de la Odisea y despu¨¦s la l¨ªmpida reflexi¨®n filos¨®fica de la Academia plat¨®nica. Por eso su antropolog¨ªa no parte de un jard¨ªn, como en el caso del Gan Eden b¨ªblico, trasunto sin duda del oasis. Prometeo es un ladr¨®n de fuego, y Pirra y Deucali¨®n arrojan tras de s¨ª las piedras de las que crecer¨¢n los seres humanos. De modo que fuego y piedra, ardor y sequedad en los or¨ªgenes, y alrededor un agua azul y sonriente que se engolfa en bah¨ªas on¨ªricas en las que la calima veraniega desova mitos y c¨¢nticos. Una piedra y un fuego presentes a¨²n hoy, despobladas en parte las colinas y los montes de sus frondas habituales por excesos de civilizaci¨®n, mermados sus encinares y madro?os, sus mirtos, brezos y espinos a¨²n abiertos a la errante lluvia.
La expulsi¨®n de Ad¨¢n y Eva es el comienzo de la humanidad; su multiplicidad, la nuestra. El gozo fue breve pero inolvidable
Tal vez por eso el jard¨ªn griego complementar¨¢ su escasez, su relieve como garriga con jardines mitol¨®gicos que tanto tienen de huerto cultivado. En su Odisea Homero describe con c¨¢lida precisi¨®n a Ogigia, isla del Mediterr¨¢neo occidental en medio de la cual, en una cueva rodeada de alisos, ¨¢lamos y cipreses, vive la ninfa Calipso, guardiana de una vi?a de racimos maduros. Cuatro fuentes de aguas claras ¡ªcomo los cuatro r¨ªos del para¨ªso b¨ªblico¡ª fluyen muy juntas y dejan manar, a partir de all¨ª, en varias direcciones, sus sinuosas corrientes. No muy lejos de la entrada de la cueva crece el hinojo y se extienden, en enero y febrero, los prados de violetas y an¨¦monas.
Modelo de todo jard¨ªn ulterior, la cueva de Calipso posee, al menos, dos elementos arquet¨ªpicos: por un lado su nombre significa ¡°la que oculta o protege¡± ¡ªpues acogi¨® a Ulises n¨¢ufrago¡ª, y por otro est¨¢n sus criadas, tambi¨¦n ellas ninfas, que hilan mientras cantan entre redes de hiedras y tapices de hierba. Gr¨¢ciles aunque un poco distantes, Calipso y sus compa?eras desconocen la premura y mucho m¨¢s la angustia. Cuando los griegos de la generaci¨®n de S¨®crates y de Plat¨®n, y m¨¢s tarde los disc¨ªpulos peripat¨¦ticos de Arist¨®teles, busquen la sombra arbolada del Liceo, invocar¨¢n la compa?¨ªa incomparable de las musas en memoria de aquella Calipso que posey¨®, all¨¢ en su isla, todo bien terrestre, am¨® a un pirata griego y le permiti¨® reposar entre siete y diez a?os de las fatigas de sus viajes.
Ad¨¢n y Eva deben dejar ese locus magnificus en el que Dios les colm¨® de gracia la desnudez; su expulsi¨®n es el comienzo de la humanidad; su multiplicidad, la nuestra. El gozo fue breve pero inolvidable. As¨ª tambi¨¦n Ulises deber¨¢ partir de los brazos de Calipso ¡ªduende, musa, esp¨ªritu ligero¡ª para retornar a los de la mujer-esposa, Pen¨¦lope, madre de su hijo y tejedora de ropas humanas. El hombre b¨ªblico sale de la naturaleza para entrar en la cultura; el hombre griego, forjado entre islas, imagina una de ellas para retornar de la cultura ¡ªnaufragio constante¡ª a la naturaleza, siquiera por el tiempo que demande su deteriorada salud. Para Ulises la aventura de vivir y explorar est¨¢ jalonada de esos momentos verdes; en Esqueria, otra isla, esta vez de los feacios, el viajero ser¨¢ recibido por el rey Alc¨ªnoo, cuyo palacio est¨¢ rodeado de un magn¨ªfico vergel en el que se mezclan las especies comestibles con las que agradan a los dioses. Es all¨ª donde Ulises, que ha convivido ya con Calipso, comprende que el hombre peregrina en pos de un jard¨ªn que deber¨¢ abandonar, porque la belleza y su mejor instrumento, la contemplaci¨®n, son demasiado pasivos para quienes ¡ªcomo ¨¦l¡ª adoran la acci¨®n.
Esa autosuficiencia, esa especie de fanfarroner¨ªa viril que tan bien define al genio griego, ser¨¢ m¨¢s tarde y por otros motivos la de los estoicos, colmo del pensar urbano e hist¨®rico. En efecto, mientras Plat¨®n a¨²n venera (aunque no demasiado) a los poetas y reconoce la naturaleza inspiradora de las musas,? Zen¨®n, el fundador de la Stoa, se declara enemigo de los pavos reales y critica a los ruise?ores, guardianes av¨ªcolas del jard¨ªn griego: ¡°El sabio no deja sitio para tales objetos en la ciudad¡±. Su disc¨ªpulo Crisipo ir¨¢ todav¨ªa m¨¢s lejos; ense?ar¨¢ que el jard¨ªn es, junto a sus fuentes, hiedras y rosales trepadores, ¡°una p¨¦rdida de tiempo¡± para quien se dedique a pensar. Por el contrario, Epicuro, como Plat¨®n y Arist¨®teles ¡ªquienes, aunque urbanos, responden a ciertos apegos y tradiciones¡ª, creer¨¢ que todo tiempo perdido puede ser recuperado, di¨¢logo mediante, en la calma del jard¨ªn.
Adelanto de ¡®Peque?os para¨ªsos. El esp¨ªritu de los jardines¡¯, de Mario Satz, que public¨® el 14 de junio (Acantilado).
Babelia
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