F¨¢bulas de san Jer¨®nimo
Este s¨¢bado se celebra san Jer¨®nimo, patrono de los traductores, que tanta falta hacen en estos d¨ªas de aciagas escenificaciones
A Jer¨®nimo de Estrid¨®n, hoy patrono de los traductores, que tanta falta hacen en estos d¨ªas de aciagas escenificaciones, se le suele representar desde hace siglos (El Bosco, Durero, Caravaggio, Cano) acompa?ado de una calavera, de las Escrituras, de una piedra con la que, penitente, se golpea el pecho en el desierto y de un agradecido y d¨®cil le¨®n a sus pies, al que le hab¨ªa quitado una espina de la zarpa, seg¨²n la empecinada tradici¨®n popular.
Sin embargo, el le¨®n no es como lo pintan. La fiera es realmente, como se sabe, de su contempor¨¢neo Ger¨¢simo, el santo que sana a los heridos tras los se¨ªsmos. Al extraerle la espina, el le¨®n lo sigue a su monasterio junto al Jord¨¢n; all¨ª le encomiendan que cuide mansamente a los camellos y al burro que carga el agua. Un d¨ªa, unos ladrones ¨¢rabes roban los camellos y el burro. Ger¨¢simo entonces acusa err¨®neamente al le¨®n de haberlos devorado y lo obliga desde ese momento a llevar el agua.
Impera el criterio de que toda traducci¨®n depende de la humildad absoluta ante el texto, pero traducir es trasladar, trashumar, interpretar
Alguien habr¨¢ cometido el error, interesado o no, de confundir a Geronimus con Gerasimus, del mismo modo en que el primero nos confundi¨® con su traducci¨®n sobre la narc¨®tica posibilidad de que los camellos sustra¨ªdos puedan pasar, antes que un rico, por el ojo de una aguja. A finales del siglo IV, Jer¨®nimo abandon¨® asqueado la Babel romana y al cabo se instal¨® en Bel¨¦n, con su disc¨ªpula Paula, a verter en nuevos odres buena parte del Antiguo Testamento en su Vulgata, no sin gran oposici¨®n (¡°parece que tambi¨¦n t¨² puedes equivocarte¡±, le escribe Agust¨ªn); aunque no tanta como la sufrida por los huesos de Wycliffe, convertidos en ceniza 40 a?os despu¨¦s de su muerte en Londres para que no se venerara la tumba de ese ¡°disc¨ªpulo del anticristo¡± que se atrevi¨® a traducir la Biblia al ingl¨¦s a finales del siglo XIV, o por el cuerpo de Hitoshi Igarashi, cosido a pu?aladas en la ¨²ltima d¨¦cada del siglo XX por haber traducido al japon¨¦s Los versos sat¨¢nicos, de Rushdie. En una c¨¦lebre carta, Jer¨®nimo proclama: ¡°Lo que yo traslado no es la palabra a partir de la palabra, sino la idea a partir de la idea¡±. Y a?ade: ¡°Lo que vosotros llam¨¢is fidelidad a la traducci¨®n, los eruditos lo llaman mal gusto¡±. Mil seiscientos a?os despu¨¦s impera el criterio de que toda traducci¨®n depende de la humildad absoluta ante el texto: en una mala traducci¨®n no se lee al autor, sino s¨®lo la voz del traductor.
Traducir es trasladar, transportar la tradici¨®n, interpretar, trashumar sin descanso, porque la ¨²nica naci¨®n son los muchos libros, transformados, rele¨ªdos, renovados con cada nueva versi¨®n. Las anteriores son citas traducidas del lat¨ªn. De la Biblia a Shakespeare, del Panchatantra a Esopo, de Faulkner a Rulfo, y hasta Las mil y una noches de Galland y Diyab, traducci¨®n de traducciones, todo es traducir. Porque sin ellas un idioma termina por repetirse siempre las mismas cosas, aunque Graci¨¢n recomendara que ¡°las odiosas nuevas, no darlas¡±. Y as¨ª se podr¨ªa seguir citando, en el pa¨ªs e idioma occidental que m¨¢s libros traduce, a Goethe, Benjamin, Paz, Steiner, Haroldo de Campos, S¨¢nchez Robayna. Pero hoy no toca.
Porque ya no quedan leones por estos pagos, hoy d¨ªa quiz¨¢s unos cuantos linces, y gatos, muchos gatos. El pr¨ªncipe Felipe viaja para visitar a Carlos Quinto M¨¢ximo. En Bruselas, el s¨¦quito contempla una procesi¨®n ¡ªseg¨²n cuenta Calvete¡ª, por la que discurre un San Miguel con su espada desenvainada en la mano derecha y una balanza en la izquierda, como antes lo hab¨ªa hecho un toro que echaba fuego por los cuernos. Luego pas¨® una m¨²sica de extra?a manera e invenci¨®n: ¡°Ven¨ªa un mozo en figura de oso sentado sobre un carro ta?endo unos ¨®rganos, en que estaban metidos por dentro en lugar de las flautas gatos vivos, y sacaban todos las colas altas afuera de tal suerte que, tocando el oso el ¨®rgano, tiraba de las colas a los gatos, a unos mucho y a otros poco, y a otros medianamente a su comp¨¢s, y aullaban cada uno conforme como se dol¨ªa, y hac¨ªan con sus aullidos altos y bajos una m¨²sica bien entonada, que era cosa nueva y mucho de ver¡±. El jesuita Kircher, inventor del laberinto de espejos, patrono de sor Juana y de Borges, describe el instrumento maullante en su Musurgia Universalis, y seg¨²n dice, el cruel ingenio sirve para curar de melancol¨ªa a los pr¨ªncipes. El psiquiatra Reil, amigo de Goethe y Schiller, en su Rapsodias sobre la aplicaci¨®n de los m¨¦todos de tratamiento a esp¨ªritus desorganizados, recomienda como recurso para los padecimientos del alma (la catatonia) escuchar el antedicho instrumento, el Katzenklavier. Tambi¨¦n propon¨ªa que una cabra lamiera sal previamente adherida a las plantas de los pies de los pacientes a fin de que recobrasen la cordura.
Un d¨ªa el le¨®n de Jer¨®nimo embosc¨® a los ladrones y recuper¨®, por fin, el burro. Ger¨¢simo, desde luego, reconoci¨® su error. Hace unos a?os, el novelista Ignacio Vidal Folch propuso despachar trenes llenos de psiquiatras para provecho de burros y gatos, a los que convendr¨ªa, a partir de hoy, a?adir en el furg¨®n de cola a muchos, muchos traductores. A fin de no tener que hacer penitencia con una piedra.
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