Felipe II se pierde por la bragueta, el machismo y el alcohol en un pol¨¦mico "Don Carlos"
Philippe Jordan remedia con la batuta el fallido y esperado montaje de Warlikowski
M¨¢s que el rey del imperio donde nunca anochec¨ªa, Felipe II parec¨ªa el rey de la casa. Borrachuzo, putero y hasta maltratador, pues se le va la mano con la parienta en esta lectura tan prosaica y dom¨¦stica de Don Carlos?que Krzysztof Warlikowski ha perpetrado en la ?pera de Par¨ªs extrapolando la obra maestra de Verdi a una suerte de melodrama burgu¨¦s contempor¨¢neo.
Y no es cuesti¨®n de encubrirse en la coartada de la vanguardia. Las producciones oper¨ªsticas no se dividen en cl¨¢sicas y modernas, sino en buenas o malas. Y el Don Carlos?del r¨¦gisseur polaco pertenece claramente a la segunda categor¨ªa, aunque no hasta el extremo de sepultarla. Fue capaz de reanimarla el maestro Philippe Jordan en el foso encontrando el "aleph" del claroscuro verdiano y meciendo las aptitudes de un reparto excepcional: Jonas Kaufmann, Sonya Yoncheva, Ildar Abdrakazov, Elina Garanca, Ludovic T¨¦zier y Dimitri Belosselskiy.
Resultaron aclamados veinte, veinticinco minutos en la funci¨®n del s¨¢bado desde el entusiasmo y como remedio a las atrocidades de Warlikowski. Se le hab¨ªa confiado el mayor hito esc¨¦nico y presupuestario de la temporada, pero el desaf¨ªo se malogr¨® en la propia evasiva de la dramaturgia.
Reacio a confrontarse con el maximalismo de Verdi y de Schiller -el poder, el fundamentalismo religioso, la lealtad, la traici¨®n, el oscurantismo, la soledad del emperador...-, el director polaco divaga en el "discreto encanto de la burgues¨ªa", aunque m¨¢s que Bu?uel destaca un homenaje a Lorca en el acto inaugural cuya est¨¦tica evoca las met¨¢foras premonitorias de Bodas de sangre -el caballo blanco, la novia inmaculada- y cuya subtrama alude a los conflictos psicoanal¨ªticos del infante Don Carlos, desde el mito ed¨ªpico a la pulsi¨®n suicida.
Cualquier recurso le hubiera valido a Warlikowski para sustraerse a la versi¨®n francesa de Don Carlo, as¨ª es que Felipe II, sus tormentos y el jub¨®n que lo amortaja en vida quedan subordinados a la frivolidad de un arist¨®crata alcoholizado, vividor, que podr¨ªa haber sido detenido por violencia de g¨¦nero. Una caricatura ofensiva no en su fallida voluntad transgresora, sino en su vacuidad teatral.
Puede resultar atractivo reducir las vicisitudes de un emperador atormentado a la trivialidad de un drama dom¨¦stico, pero no es costumbre de los hogares contempor¨¢neos recibir a deshora la visita del gran inquisidor, ordenar un crimen ejemplar ni depurar una revuelta independentista en Flandes. Y quien dice Flandes dice Catalu?a, pues ya se ocupan los propagandistas del "Proc¨¦s" de identificar, de parodiar, la rebeli¨®n flamenca del siglo XVI con su propio martirio contempor¨¢neo en la caricatura del pueblo oprimido, tiranizado .
Warlikokwski ha tenido grandes aciertos en su mimada y controvertida carrera -El caso Makropoulos?(Janacek), El rey Roger (Szymanowsky)-, pero su esperad¨ªsimo Don Carlos?forma parte de los grandes desaciertos -Alceste?(Gluck), Don Giovanni?(Mozart)- y malogra el revulsivo con que hab¨ªa sido expuesto hacia fuera y hacia dentro el acontecimiento parisino.
Otra cuesti¨®n es la versi¨®n primorosa de Jordan. Parec¨ªa que los violonchelos le hac¨ªan navegar en el foso como si fueran delfines. Y que la clarividencia de su profund¨ªsima lectura tanto enfatizaba los pasajes de opulencia orquestal y crom¨¢tica como transformaba en miniaturas musicales los momentos de mayor recogimiento e intimidad de la ¨®pera.
Imposible encontrar una entrada. Y no por la devoci¨®n hist¨¦rica a Warlikowski, sino por el reclamo de Jonas Kaufmann al frente de un reparto "de disco". Titube¨® el coloso germano en el aria inaugural, pero hizo prevalecer su carisma esc¨¦nico y se recompuso hasta interpretar de manera sublime el duo del ¨²ltimo acto, apianando la voz como si estuviera agonizando pero conservando al mismo tiempo toda la emoci¨®n y toda la belleza.
Debieron estimularle la nobleza canora de Ludovic T¨¦zier -imponente, memorable Marqu¨¦s de Posa-, la exuberancia vocal de Yoncheva y la l¨ªnea de canto de Abdrakazov, aunque la gran protagonista de la velada fue Elina Garanca, sensual cuando hac¨ªa falta y dolorosa cuando se hizo necesario, de tal forma que el aria del velo y el ep¨ªlogo del "O don fatal" llevaron este traum¨¢tico Don Carlos?a una ebullici¨®n art¨ªstica que Warlikowski desperdici¨® con sus brochazos de trivialidad.
Babelia
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