La novela puede (y debe) ser un animal salvaje
En muchos casos las obras de Rudolph Wurlitzer o Robert Cover resultan inexplicables
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Rudolph Wurlitzer naci¨® en Cincinnati, en 1937. Rudolph es descendiente del tipo que invent¨® el famoso piano el¨¦ctrico. Tambi¨¦n es el m¨¢s desconocido de los tipos que destruyeron, brillantemente y a conciencia, a mediados del siglo pasado, la idea de la novela como mero contenedor de una historia. Tipos como John Barth, Robert Coover, Richard Brautigan. Tipos cuyas novelas resultaban inexplicables porque, en muchos casos, no explicaban nada, o lo que explicaban era una digresi¨®n de esa nada, o resultaba tan rid¨ªculamente inconcebible que mejor ni siquiera intentarlo.
Pensemos por ejemplo en Sombrero Fallout, de Richard Brautigan. Podr¨ªa describirse as¨ª: ¡°Dos tipos ven caer un sombrero mexicano del cielo. Pesa tanto que no puede moverse. El hecho de que no pueda moverse provoca una revuelta popular. Ajeno a todo ello, un escritor echa de menos a su novia. El escritor encuentra en la alfombra un pelo. Sospecha que es suyo. Solo puede ser suyo. Casi pierde la cabeza¡±. ?Qu¨¦ clase de argumento es ese? ?Es, acaso, un argumento? ?Por qu¨¦ habr¨ªa de serlo?
Sombrero Fallout no debe leerse, como no debe leerse la nebulosa Nog, de Wurlitzer, publicada por la valiente editorial Underwood con soberbia traducci¨®n (salir ileso de un pulso narrativo con Lo Desconocido no es nada f¨¢cil) de Rub¨¦n Mart¨ªn Gir¨¢ldez, como se lee una novela cualquiera, esto es, una novela que pretenda llevarte a alg¨²n lugar y traerte de vuelta, contarte una historia como se cuentan la historias junto al fuego, sino como un artefacto que pretende jugar contigo y que crea la sensaci¨®n de que hay algo construy¨¦ndose en mitad del caos: la propia experiencia lectora que se transforma en experiencia real.
En el caso de Brautigan es el duelo, un duelo atroz, doloros¨ªsimo (y tiern¨ªsimo a la vez, pues nada de lo que cont¨® el casi beatnik Brautigan est¨¢ exento de una suerte de tierna inocencia infantil), por la p¨¦rdida de su chica, y en el de Wurlitzer, el desajuste, el abandono, la propia idea de la vida y sus infinitas posibilidades.
Como en las historias de El hurg¨®n m¨¢gico de Robert Coover, en Nog la trama avanza en todas direcciones y en todas a la vez, y la ¨²nica constante es un yo narrador que ha inventado otro yo (el tal Nog) que no acaba de estar ¡°redondeado del todo¡±, y del que sabemos que ten¨ªa un pulpo, que iba por ah¨ª con ese pulpo, un pulpo metido en una batisfera, que a veces est¨¢ vivo y a veces est¨¢ muerto, y que a veces es una atracci¨®n de feria y a veces es un trozo de carne que se pudre, o que se pudri¨® hace mucho tiempo. Tambi¨¦n hay una chica. Y colchones. Habitaciones. La historia arranca y se detiene y da marcha atr¨¢s, elige otro camino, lo sigue. Y el magnetismo es tal que, como en los mutantes veh¨ªculos narrativos del propio Mart¨ªn Gir¨¢ldez (Magistral, Menos joven) o Javier Avil¨¦s (Un acontecimiento excesivo), el lector, embrujado, se deja llevar hasta el final, ese lugar donde todo encaja, o no. Porque no tiene por qu¨¦ hacerlo. La novela puede (y debe) ser un animal salvaje. Siempre.
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