Un icono lleno de contradicciones
Tom Wolfe deploraba la pusilanimidad de los novelistas contempor¨¢neos
En plena resaca del ¨¦xito de su obra m¨¢s conocida, La hoguera de las vanidades (1987), Tom Wolfe public¨® su manifiesto sobre el arte de escribir novelas: como dejaron sentados los grandes del g¨¦nero, Charles Dickens, Honor¨¦ de Balzac o ?mile Zola, se trataba de adentrarse en los escondrijos del sistema social y, con la ayuda de una pluma y un cuaderno, documentarse. Deplorando la pusilanimidad y el ombliguismo de los novelistas norteamericanos contempor¨¢neos, invoc¨® el ejemplo de Zola, quien en 1884 descendi¨® a las minas de Anzin a fin de documentarse para escribir Germinal: ¡°Se necesita un batall¨®n de zolas para adentrarse en este pa¨ªs tan salvaje, extra?o, imprevisible y barroco, y reclamar lo que nos pertenece. Si los novelistas no hacen frente a lo obvio, la segunda mitad del siglo XX pasar¨¢ a la historia como la ¨¦poca en que los periodistas se adue?aron de la riqueza de la vida norteamericana usurpando los recursos de la literatura¡±. Al poner en pr¨¢ctica sus ideas, Wolfe revolucion¨® la expresi¨®n period¨ªstica de su tiempo.
Reducido al m¨¢ximo, el entonces naciente Nuevo Periodismo consist¨ªa en reconocer que, como verdadero int¨¦rprete de los nuevos tiempos, el periodista ten¨ªa la obligaci¨®n de imprimirle al lenguaje de la no ficci¨®n el rigor y la perfecci¨®n art¨ªstica hasta entonces reservados al discurso novel¨ªstico. Ha transcurrido m¨¢s de medio siglo desde entonces, pero la lecci¨®n de Wolfe y quienes junto a ¨¦l gestaron tal cambio, sigue vigente. Doctor en literatura por Yale, el escritor sab¨ªa perfectamente lo que hac¨ªa. Se inici¨® en el periodismo haciendo reportajes para The Washington Post. En 1962 se traslad¨® a Nueva York, donde sus colaboraciones para el Herald Tribune, lo convirtieron ¡ªpara bien y para mal, nunca le faltaron enemigos¡ª en el centro de atenci¨®n de los c¨ªrculos literarios del pa¨ªs. Su singular¨ªsimo estilo ¡ªlenguaje delirante, ingenio mal¨¦fico y burl¨®n, una perspicacia inigualable para llegar al fondo de personas y cosas, un dominio magistral de la s¨¢tira y la iron¨ªa¡ª crearon escuela. Las revistas m¨¢s prestigiosas del pa¨ªs, Esquire, New York y Rolling Stone compitieron ferozmente por su firma. Wolfe lleg¨® hasta el fondo en la disecci¨®n de fen¨®menos de gran complejidad: la generaci¨®n beat; la cultura de las drogas; los Panteras Negras; la contracultura de los a?os sesenta; la carrera espacial; el mundo del arte, la lacra inextirpable del racismo; la vida universitaria. Sus t¨ªtulos, muchos de ellos trabalenguas intraducibles (The Electric Kool-Aid Test, The Pump House Gang, Radical Chic & Mau-Mauing the Flak Catchers, Mauve Gloves and Madmen, Clutter and Vine), etiquetaban a la perfecci¨®n su estilo: delirante, ¨²nico y, pese a sus muchos imitadores, irrepetible.
Provocativa y demon¨ªaca, su risa daba al traste con todo. Sobre todo, Thomas Wolfe era un icono. Su vestimenta, a mitad de camino entre el dandi y el clown, seg¨²n quien la juzgara, era reflejo adecuado de las contradicciones de su estilo. Como novelista, su triunfo fue desmesurado, aunque cada t¨ªtulo despert¨® menos inter¨¦s que el anterior. Para muchos, su primera novela, Lo que hay que tener (1979), sigue siendo la mejor. La que m¨¢s proyecci¨®n le dar¨ªa fue sin duda La hoguera de las vanidades (1987). Lo que vino despu¨¦s: Todo un hombre (1998), Soy Charlotte Simmons (2004), Bloody Miami (2012), evidencian una progresiva p¨¦rdida de fuerza.
Desde las p¨¢ginas del The New Yorker, John Updike lo fulmin¨® sin contemplaciones, pero jueces tan severos y respetables como Norman Mailer o Harold Bloom supieron ver en ¨¦l a un novelista de talento. Probablemente, fue Mailer quien lo diagnostic¨® mejor al se?alar que el problema consist¨ªa en que Wolfe hab¨ªa optado por escribir mega-best-sellers, y estaba condenado a padecer las consecuencias.
Babelia
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