Confesi¨®n en el bar del Palace
Lorca nunca quiso conocer a Jardiel porque dec¨ªa que era un autor festivo, mientras Unamuno cobraba siempre un duro m¨¢s que Ortega
El caf¨¦ de La Coupole de Par¨ªs estaba a punto de emerger sobre el solar de una carboner¨ªa y por otra parte los due?os de la Rotonde hab¨ªan comprado la carnicer¨ªa de al lado para ampliar el local. El decorado estaba ya preparado para el gran espect¨¢culo. De pronto se levant¨® el tel¨®n y comenzaron a actuar los locos m¨¢s maravillosos del mundo, unos genios hacinados en aquel tramo del bulevar de Montparnasse en el periodo de entreguerras.
Ir por la acera pisando poetas alucinados, que se hab¨ªan arrojado desde los aleros al vac¨ªo tocando el viol¨ªn, abrirse paso en la niebla de los caf¨¦s dando codazos a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Picasso, a Modigliani, a Foujita, a Henry Miller; ver a los pintores surrealistas c¨®mo se reblandec¨ªan los callos con pediluvios de coca¨ªna, esa era la rutina dorada en las cuatro esquinas de aquel barrio, donde se concentr¨® la mayor densidad de talento que se ha dado en la historia.
Santiago Onta?¨®n, pintor y escen¨®grafo de la generaci¨®n del 27 tambi¨¦n estaba all¨ª, convertido ya en un animal de tertulia. Al final de su vida en el bar del hotel Palace o¨ª su confesi¨®n ante un oporto de media tarde.¡ªDe aquel tiempo de Par¨ªs recuerdo a Unamuno, exiliado por la dictadura, a quien sol¨ªa acompa?ar de madrugada a casa desde Montparnasse a L¡¯Etoile sirviendo de front¨®n a sus mon¨®logos hasta que don Miguel tom¨® de sustituto a un zapatero espa?ol que hab¨ªa sido voluntario en la Gran Guerra.
Por all¨ª andaba Josep Pla, corresponsal de un peri¨®dico de Barcelona. El d¨ªa en que lo conoc¨ª est¨¢bamos en la mesa hablando de literatura rusa y ¨¦l asent¨ªa a todo con sus ojos sonrientes de mongol. Alguien le pregunt¨®: ¡°?Y a usted, Pla, qu¨¦ le parece Dostoievski?¡±. Y ¨¦l contest¨®: ¡°Una mierda. Dostoievski es una olla podrida. Yo ahora estoy leyendo a Virgilio¡±.
Otro que estaba en nuestra pe?a de la Rotonde era Luis Bu?uel, echando pulsos a todo el mundo. F¨ªsicamente parec¨ªa un toro y eso fue lo que de Bu?uel atrajo a los surrealistas de Par¨ªs, porque entonces esa gente entraba en los cines y romp¨ªa las butacas si la pel¨ªcula no le gustaba. Y Bu?uel era un buen elemento si hab¨ªa que repartir le?a. Por lo dem¨¢s, ten¨ªa una personalidad arrolladora, con mucho ascendiente sobre nosotros, en plan mand¨®n. Por ejemplo, est¨¢bamos en una reuni¨®n y dec¨ªa: ¡°Bueno, chicos, vamos a decir tonter¨ªas, pero media hora nada m¨¢s, ?eh?¡±. Y de repente, con voz de energ¨²meno, cortaba: ¡°Bueno, basta ya¡±. Y call¨¢bamos todos.
El pintor y escen¨®grafo Onta?¨®n regres¨® a Espa?a en los primeros a?os veinte y se incorpor¨® a la pe?a de pintores y escritores, en la Granja de El Henar. Cuando a las dos de la madrugada lo echaban de all¨ª, se iba al caf¨¦ Castilla, donde acud¨ªan periodistas, actores, autores y las chicas del coro de Celia G¨¢mez. Y despu¨¦s estaba la tertulia del Lyon, y all¨ª ve¨ªa pasar a los falangistas, a Jos¨¦ Antonio, a Ledesma Ramos, a Alfaro, que bajaban al s¨®tano de la Ballena Alegre.
Al llegar a Madrid me encontr¨¦ con que el ambiente de aqu¨ª estaba marcado por la gente que yo hab¨ªa conocido en Par¨ªs. ?ramos los mismos. Enseguida, Regino Sainz de la Maza me present¨® a Lorca en un hotel de la calle de Alcal¨¢. Recuerdo que se estaba afeitando y me recibi¨® a gritos con la cara enjabonada. Despu¨¦s ya fui con ¨¦l a la Residencia de Estudiantes, y ah¨ª estaban todos.
Llegar a la amistad con Federico era muy dif¨ªcil, porque la Residencia funcionaba como una masoner¨ªa, con un aire muy elitista. Alguien ten¨ªa que darte el espaldarazo; de lo contrario, no entrabas. Por ejemplo, Lorca no quiso conocer nunca a Jardiel Poncela, con el que yo me ve¨ªa todos los d¨ªas. Se lo quise presentar varias veces, pero Federico dec¨ªa: ¡°No, no; ese es un autor festivo¡±. Ni tampoco a G¨®mez de la Serna, el amo de la tertulia de Pombo. Federico era un juglar, capaz de pasarse meses sin parar de hablar; pero no pod¨ªa soportar el segundo plano; por ejemplo, estaba en la pe?a de la Granja de El Henar o en el caf¨¦ Lyon y siempre se o¨ªa su voz entre risotadas. Todo el mundo pendiente de lo que ¨¦l dec¨ªa. Pero si de repente otro cualquiera empezaba a contar algo que se llevaba la atenci¨®n del auditorio, entonces Lorca dec¨ªa: ¡°Bueno, tengo que ir a no s¨¦ d¨®nde¡±. Y se marchaba.
A la media hora volv¨ªa con tema nuevo y recuperaba la primera posici¨®n en la tertulia. En casa del diplom¨¢tico chileno Carlos Morla cen¨¢bamos casi todas las noches. En una ocasi¨®n me dijo Lorca: ¡°Viene ma?ana Ram¨®n G¨®mez de la Serna. No le vamos a dejar hablar. Cuando yo flojee, entras t¨² con lo que sea¡±. Y, efectivamente, no pudo abrir la boca. Entonces las ¨²nicas diversiones consist¨ªan en hablar y en comer.
Con esto de la far¨¢ndula he conocido a medio mundo. Recuerdo que fui una vez a casa de Baroja a contratarle un libro para el cine y le pregunt¨¦: ¡°Don P¨ªo, ?cu¨¢nto quiere cobrar?¡±. Y ¨¦l me contest¨®: ¡°Lo corrientito, hijo, lo corrientito. Yo no soy como Unamuno, que cuando se entera de lo que cobra Ortega siempre pide un duro m¨¢s¡±.
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