No habr¨¢ mejor caballero, y algunos le llaman Cid
¡®Sidi¡¯, de Arturo P¨¦rez-Reverte, es una verdadera gozada que convierte la leyenda del de Vivar en novela de aventuras
He tenido con el Cid, Rodrigo D¨ªaz de Vivar, desde ni?o una relaci¨®n ambigua y guadianesca, como me parece que tenemos muchos. Una relaci¨®n hecha sobre todo de viejas estampas, fragmentos del Cantar, poemas ¨CMadrid castillo famoso...-, cl¨¢sicos juveniles, p¨¢ginas de Men¨¦ndez Pidal, y la pel¨ªcula de Anthony Mann con Charlton Heston, claro, que nos llev¨® a ver mi padre a m¨ª y a mi hermano mayor. Nunca olvidar¨¦ el final con el h¨¦roe muerto atado a la silla de su caballo galopando entre la espantada horda de almor¨¢vides embozados de negro de Ben Yusuf (el moro B¨²car en la leyenda),que por cierto llevan en el filme escudos de estilo zul¨², como si Samuel Bronston hubiera confundido Pe?¨ªscola con Isandhlwana. Mi imaginario del Campeador se ha compuesto especialmente de ese episodio de la victoria despu¨¦s de muerto ¨Ccon Sof¨ªa Loren sin despeinarse en las almenas-, el de la jura de Santa Gadea, de la que muchos a?os conserv¨¦ un teatrillo con los personajes troquelados, y sobre todo el de la afrenta de Corpes, que despert¨® en mi preadolescencia extra?as pulsiones carnales: me persigui¨® durante a?os la imagen de las hijas del Cid, do?a Elvira y do?a Sol, en ropa interior, vejadas, escarnecidas y ves a saber qu¨¦ m¨¢s (¡°si as¨ª nos deshonr¨¢is os deshonr¨¢is los dos¡±) por sus maridos, los acreditados cobardes infantes de Carri¨®n.
Pero ahora, la lectura de Sidi, un relato de frontera, la nueva novela de Arturo P¨¦rez-Reverte, me ha revirado los esquemas. He disfrutado much¨ªsimo, como es natural, esa historia de aventuras en la que el autor subvierte la leyenda del Cid si¨¦ndole a la vez evemeristamente muy fiel, llevando el mito, incluidos Babieca, Tizona y la afrenta del padre de Jimena (?pas ici de Corneille!), al terreno concreto y real en el que los guerreros son correosos profesionales con tufo a sudor, esti¨¦rcol de caballo y humo de hoguera, y Ruy D¨ªaz un mercenario jefe de mesnada con una fea llaga de cabalgar en la ingle. En la perspectiva de la novela, batallar es ¡°un casi todo de rutina y fatiga, de marchas interminables, de calor, fr¨ªo, tedio, sed y hambre, y tambi¨¦n de apretar los dientes aguardando momentos que no suced¨ªan nunca o que, cuando al fin llegaban, transcurr¨ªan fugaces y brutales¡±, con una ¨²nica regla: ¡°si luchas bien vivir¨¢s, si no, te matar¨¢n¡±.
Solo en P¨¦rez-Reverte el Cid aparece orinando? o con una inc¨®moda erecci¨®n,? y el rey Alfonso se ¡°pasa por los huevos¡± la jura de Santa Gadea.
En el vadem¨¦cum guerrero de este Cid nociones como que en el oficio de las armas el truco es aceptar que ya est¨¢s muerto (tambi¨¦n la algo adelantada observaci¨®n ¨Cpues es de Wellington- frente a un campo de batalla de que nada se parece tanto a una derrota como una victoria). Ha habido antes otros intentos desde la narrativa de sacar al Cid de las p¨¢ginas amarillentas de los libros de texto, los estudios doctos, los t¨®picos hollywoodenses y las soflamas nacionalistas. Y ya Frank Baer, en El puente de Alc¨¢ntara (Edhasa, 1991) le retrat¨® ¨Cen un papel secundario- como un peligroso mercenario al servicio del pr¨ªncipe moro de Zaragoza. Pero Sidi nos ofrece por fin un Cid de carme y hueso, tan cre¨ªble que no puedes menos que pensar que el personaje real tras el Cantar debi¨® ser as¨ª. Solo en P¨¦rez-Reverte el Cid aparece orinando (sostiene que hay que vaciar la vejiga antes del combate: hay debate sobre ese punto, Arturo) o con una inc¨®moda erecci¨®n durante el masaje de una mora, y el rey Alfonso se ¡°pasa por los huevos¡± la jura de Santa Gadea.
Realista pues este Cid pero tambi¨¦n perezrevertiano hasta las cachas, honrado mercenario, leal, valiente, aunque menos desenga?ado que Alatriste (pese al destierro). Me ha gustado mucho la forma de presentar la frontera entre moros y cristianos como si fuera el escenario de un western de John Ford o un cuadro de Frederic Remington. La razzia salvaje de la partida mora, perseguida por la dura mesnada del de Vivar sin duda parece sacada de Centauros del desierto, de Ford, o de La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich, y los morab¨ªes, comanches de la primera pel¨ªcula o apaches chiricahuas de la segunda. El ambiente es el mismo, cambiando la corneta por el cuerno de guerra, las carabinas Springfield por las lanzas, el Garry Owen por el grito de ¡°?Castilla y Santiago!¡± y las cabelleras por cabezas completas. Eso seguro que era as¨ª. En otro pasaje puede reconocerse asimismo una influencia o un homenaje de los que nos gustan: la ejecuci¨®n de un hombre que ha asesinado a otro y cuyo castigo es necesario para mantener unida a la heterog¨¦nea tropa remite al episodio de Lawrence de Arabia con Gassim. La idea de que el propio Cid es consciente de su leyenda y la usa para sus fines resulta muy atractiva, y es tremendamente eficaz y conmovedora la escena en la que el Cid, ?el Cid, se?ores!, se pone a rezar a Al¨¢ junto a un emir sarraceno .
A destacar tambi¨¦n el ruido del acero al dar en carne, que no sale en el Cantar pero que P¨¦rez-Reverte no nos ahorra y que ya no se despegar¨¢ nunca de nuestro recuerdo del Cid: Tunc, chas, tunc, chas...
Babelia
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