Quince minutos de ciudad
El s¨¢bado pasado descubrimos un Madrid ut¨®pico. Un lugar donde todo el mundo caminaba y se o¨ªan los pasos de la gente
El s¨¢bado a las 8.30 sal¨ª a caminar con toda la ligereza de las zapatillas y de la ropa de deporte y sin la justificaci¨®n de ir a la compra o de pasear a mi perra, con un impulso afirmativo que a?ad¨ªa elasticidad a los talones y ensanchaba la respiraci¨®n. Respirar en una avenida de Madrid era como beber de un agua limpia y fr¨ªa brotando a borbotones del ca?o de una fuente. Esta ¨¦poca nos ha acostumbrado a cambios bruscos y a discontinuidades en la percepci¨®n del tiempo. Solo unos d¨ªas antes era invierno todav¨ªa y las ma?anas ten¨ªan una luz b¨¢ltica de perspectivas lejanas y plazas sin nadie. Ahora, de golpe, la ma?ana del s¨¢bado, el tiempo atmosf¨¦rico se correspond¨ªa con el de los calendarios, y eso ya era en s¨ª mismo el indicio de un cierto regreso a la normalidad, aunque esa palabra hasta hace nada trivial est¨¢ ahora cargada de sentidos contradictorios. Ahora sabemos lo f¨¢cilmente que lo llamado normal queda en suspenso, y desaparece sin rastro, y en su lugar llega algo inaudito que muy pronto deja de serlo y se convierte en otra normalidad a la que se adaptan enseguida nuestra mente y nuestras costumbres. Ya viv¨ªamos sin asombro en un mundo de s¨¢bados y domingos deshabitados, en ciudades invernales durante el mes de abril, sometidas al toque de queda de un poder invasor invisible: ciudades donde personas embozadas en mascarillas y armadas de paciencia y muy separadas entre s¨ª formaban colas a las puertas de los supermercados; ciudades de avenidas demasiado anchas, por las que solo circulaban de tarde en tarde ambulancias, coches de polic¨ªa, repartidores de comida a domicilio, encorvados sobre los manillares de las bicicletas, bajo el volumen excesivo de sus mochilas de pl¨¢stico amarillo. Uno de esos s¨¢bados o domingos, el m¨¢s desierto de todos, vi por la calle de Narv¨¢ez a un repartidor que se re¨ªa a carcajadas, con el viento y la llovizna en la cara, haciendo caballitos por el centro de la calzada.
Eso fue casi ayer mismo y ya es otra ¨¦poca. El repartidor riendo a carcajadas que resuenan en una avenida vac¨ªa se me queda tan lejos como un indigente al que vimos la noche del 12 de septiembre de 2001, en una Quinta Avenida silenciosa y sin nadie, a unas cuantas manzanas del Empire State, una torre fantasma en la oscuridad, protegida por un cord¨®n de vallas y de polic¨ªas que cerraban el paso. El indigente estaba acomodado en una silla de playa, visiblemente rescatada de la basura, y miraba un peque?o televisor conectado con un cable a una farola, feliz y beodo.
Hemos vivido cosas que parecen so?adas. Este s¨¢bado por la ma?ana ten¨ªa la misma cualidad improbable. Bajaba por la acera a grandes zancadas, a paso muy r¨¢pido, y estaba ingresando en otra versi¨®n de la ciudad, en una normalidad que ya no era la del confinamiento riguroso pero tampoco la anterior, la antigua, ya tan lejana, la que sigui¨® durando con una contumacia suicida hasta el final de la segunda semana de marzo. Era otro Madrid desconocido, una ciudad soleada, todav¨ªa con una frescura de amanecer en el aire muy limpio, una ciudad al mismo tiempo de animaci¨®n y sosiego, ya muy habitada pero no tumultuosa, una ciudad ut¨®pica en la que todo el mundo caminaba, en trayectorias diversas y a diferentes velocidades, cada persona o cada pareja a su aire y manteniendo la distancia y a su vez formando una especie de gran coreograf¨ªa c¨ªvica. Hab¨ªa quien paseaba tranquilamente al perro, y quien caminaba gimn¨¢sticamente, y quien se hab¨ªa sentado en un banco a leer el peri¨®dico y a fumar un cigarro, con la mascarilla bajada como un babero, y quien corr¨ªa con la dedicaci¨®n fren¨¦tica de una carrera contrarreloj, y quien corr¨ªa desahogadamente, hombres y mujeres, muchas mujeres j¨®venes. Hab¨ªa ciclistas por el carril bici de la calle de O¡¯Donnell, pero como solo pasaba muy de tarde en tarde un autob¨²s, los ciclistas y los corredores empezaron a invadir cautelosamente la calzada, y en algunas zonas la ocupaban del todo, aliviando as¨ª el espacio de las aceras demasiado estrechas, las aceras mezquinas de las ciudades sometidas durante medio siglo al supremacismo insolente de los coches.
A cada paso notaba que las fuerzas volv¨ªan, que despertaba con sorprendente rapidez del letargo forzado. Hay una voluntad corporal inconsciente modulada por los h¨¢bitos. Sin que yo lo decidiera as¨ª, mis pasos me llevaban hacia donde me han llevado tantas veces, las verjas del Retiro, hacia esos senderos de tierra que est¨¢n grabados en la memoria sensorial, asociada al sonido peculiar de las suelas chocando contra el suelo, el mismo sonido que esta ma?ana era tan audible en la calle como el piar ma?anero de los gorriones y el deslizarse de las ruedas de las bicicletas por el asfalto. Madrid era una ciudad ut¨®pica en la que se o¨ªan los pasos de la gente.
Hay un momento magn¨ªfico en los musicales antiguos en el que Fred Astaire, que simplemente andaba por ah¨ª con las manos en los bolsillos, de pronto ha empezado a bailar. El mismo tr¨¢nsito entre la caminata y la danza, entre el habla y el canto, sucede cuando el que va andando r¨¢pido echa a correr, sin darse mucha cuenta de que lo hace, como una expansi¨®n natural del ritmo de los pasos y la soltura de los movimientos. Ahora yo era uno m¨¢s entre los corredores, los que gravit¨¢bamos hacia el Retiro, hacia sus puertas cerradas y sus verjas tan altas sobre las que en estos dos meses se ha desbordado un bosque m¨¢s espeso que nunca, de verdor fulgurante, de praderas ya no sometidas al afeitado normativo del c¨¦sped, con hierbas y arbustos que envuelven ahora los troncos de los ¨¢rboles, los casta?os con tulipas de flores blancas y rosadas. En esta ciudad vecinal que ahora llaman de los quince minutos est¨¢ contenida una gran parte del mundo. Est¨¢n los fruteros, los panaderos, los pescaderos, los quiosqueros, los boticarios que nos han atendido tan fielmente todos estos d¨ªas, los vecinos con los que hemos compartido los aplausos a las ocho de la tarde, y tambi¨¦n esta maqueta de jard¨ªn del ed¨¦n del Retiro: algunos corr¨ªamos no por la acera donde hab¨ªa demasiada gente, sino por la calzada sin tr¨¢fico, a lo largo de las verjas, y nos daba de lleno, tan poderosa como un viento a la orilla del mar, una brisa fresca que ol¨ªa a tierra y a savia, un adelanto de la que respiraremos cuando por fin podamos pisar los senderos.
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