Repensar el museo vac¨ªo
El turismo y las pinacotecas surgen a la vez, en el periodo rom¨¢ntico, y hasta la fecha han tenido un destino com¨²n. ?Qu¨¦ sucede cuando el primero desaparece?
La situaci¨®n de confinamiento impuesta por la pandemia de la covid-19 ha puesto en evidencia, entre otras cosas, que nuestros movimientos siempre est¨¢n supeditados a determinados reg¨ªmenes de movilidad. La vida en la ciudad nos impone rutas preestablecidas, peque?as aventuras, obst¨¢culos y fronteras. Tambi¨¦n cuando viajamos o cuando visitamos espacios cerrados al tiempo, como el del museo, nos sometemos de manera m¨¢s o menos consciente a esos caminos preestablecidos. Teniendo en cuenta que buena parte del p¨²blico de los museos est¨¢ formado por turistas, podr¨ªa trazarse con facilidad una l¨ªnea continua entre esos reg¨ªmenes de movilidad que imponen los dispositivos tur¨ªstico y muse¨ªstico. Ahora este circuito se va a ver gravemente afectado por las restricciones al desplazamiento, pero esta situaci¨®n cr¨ªtica ha tra¨ªdo a primer plano la estrecha interrelaci¨®n existente entre los espacios culturales y la movilidad tur¨ªstica.
Se trata de una relaci¨®n inc¨®moda, el turismo tiene mala prensa y, en apariencia, no puede haber nada m¨¢s ajeno a una visita al museo que una visita tur¨ªstica. Pero ya vemos c¨®mo esos dos visitantes se desplazan c¨®modamente por el mismo circuito. Lo cierto es que turismo y museo nacen a la par, surgen en el periodo rom¨¢ntico y desde entonces siempre han tenido, hasta hoy mismo, un destino com¨²n. El mejor modo de entender su imbricaci¨®n es siguiendo la pista del movimiento, pero no tanto en el sentido del desplazamiento como en otro m¨¢s elusivo: ese nuevo estado de movilidad forzado por el capital que tiende a ponerlo todo a circular y, en consecuencia, a dejarlo todo fuera de lugar.
Su nombre propio ser¨ªa desarraigo. As¨ª es como se erigi¨® el Louvre, sobre el desarraigo y el expolio. Una movilizaci¨®n violenta que hizo pensar a algunos contempor¨¢neos que, lejos de conservar las obras del pasado, m¨¢s bien propiciaba su liquidaci¨®n. Se asisti¨® entonces a una batalla en torno a la idea de autenticidad. Para algunos, el arte en el museo resultaba inaut¨¦ntico por poner de manifiesto que la tradici¨®n hab¨ªa muerto para convertirse en una historia fetichizada y desprovista de valor experiencial, que eternizaba las obras y las situaba, contradictoriamente, fuera de la historia. Para otros, el museo supon¨ªa una democratizaci¨®n del patrimonio, representaba los aut¨¦nticos valores del presente republicano, simbolizando los logros de la naci¨®n y la identidad originaria del pueblo. La instrumentalizaci¨®n de la autenticidad por la ideolog¨ªa nacional fue un factor destacado en la consolidaci¨®n de los Estados-naci¨®n.
Como se?al¨® Benedict Anderson, la figura del ciudadano moderno se constituye en gran medida viajando por el pa¨ªs, identific¨¢ndose con sus paisajes, cultura e historia mediante visitas a los parques, museos, monumentos y exposiciones nacionales. Se establece un v¨ªnculo hist¨®rico entre la cultura viajera burguesa y el museo p¨²blico, en especial el museo de arte. El museo posrom¨¢ntico ha puesto en duda y criticado tanto la autenticidad atribuida a los artefactos como a los discursos que los sustentaban. Lo aut¨¦ntico se busca ahora en la representaci¨®n de la cultura entendida como la expresi¨®n en presente de identidades m¨²ltiples. Pero el debate sigue abierto y gira en torno a la autenticidad de los distintos modos de abordar esa diferencia.
Este anhelo de autenticidad es uno de los principales y m¨¢s generalizados efectos culturales del desarraigo, no est¨¢ en absoluto restringido al museo. Para comprender su fuerza, habr¨ªa que pensar en ella como el efecto ret¨®rico de un persuasivo juego dial¨¦ctico: ser¨ªa la autopercepci¨®n de mi presente como falseado y carencial el que me induce a pensar que lo aut¨¦ntico se encuentra en otro lugar y en otro tiempo. Se trata, pues, de una idea fantasma de la propia modernidad, seg¨²n la cual el precio del progreso, de una movilidad y una mercantilizaci¨®n aceleradas, supone la p¨¦rdida de lo aut¨¦ntico. Esta dial¨¦ctica de la autenticidad, crucial tanto para la experiencia est¨¦tica como para la cultural-identitaria en el dispositivo muse¨ªstico, resulta tambi¨¦n dominante para la experiencia tur¨ªstica.
Aunque la posibilidad de una vida integrada y de un mundo unificado se considere definitivamente perdida, de manera parad¨®jica, la mayor industria mundial depende de su elocuencia para vender la restauraci¨®n de esa autenticidad originaria que se encontrar¨ªa en otras culturas o en el pasado, en la naturaleza, lo primitivo o lo preindustrial, es decir, ¡°fuera de la historia¡±. Desde esta perspectiva, tanto el turismo como el museo son m¨¢quinas de construir autenticidad. Esta es la funci¨®n que James Clifford atribuye al ¡°sistema arte-cultura¡±, vigente desde hace unas d¨¦cadas cuando la cultura alcanz¨® una autonom¨ªa similar a la del arte y tendi¨® a la ¡°estetizaci¨®n¡±, del mismo modo que el arte y sus exposiciones tendieron a la ¡°culturalizaci¨®n¡±.
La experiencia de este movimiento de desarraigo es lo que nos permite atribuirles un destino hist¨®rico com¨²n: a uno le corresponde la misi¨®n imposible de reunir, ordenar y dar unidad en un mismo escenario a los fragmentos dislocados del mundo; el otro debe acometer la tarea igualmente imposible de ofrecer la ilusi¨®n de unidad mediante la escenificaci¨®n espectacular de historia, naturaleza y cultura localizada en emplazamientos discretamente acondicionados para el viajero. Estas funciones que siempre corrieron paralelas se han entrelazado de un modo nuevo y ostensible con la propensi¨®n del museo a las exposiciones temporales, al espect¨¢culo o las franquicias, as¨ª como con el crecimiento de ese corolario de bienales, trienales y ferias que resultan inseparables del sistema muse¨ªstico. Pero, m¨¢s all¨¢ de esto, distintos autores han insistido en que la experiencia est¨¦tica y la tur¨ªstica comparten una ra¨ªz com¨²n. Este ser¨ªa el motivo de fondo por el cual en la actualidad, con un arte desobjetualizado y en un proceso de estetizaci¨®n generalizada, resultar¨ªa cada vez m¨¢s dif¨ªcil distinguir las pr¨¢cticas tur¨ªsticas de las propiamente art¨ªsticas (Groys, Michaud, Lipovetsky).
No podemos saber cu¨¢l ser¨¢ el efecto de la reducci¨®n del n¨²mero de turistas en el museo. Noah Horowitz demostr¨® que el mercado del arte sobrevivi¨® con holgura a la crisis de 2008, aunque no fue as¨ª para quienes depend¨ªan directamente de fondos p¨²blicos. Pero ahora que el p¨²blico ha pasado a adquirir todo el protagonismo, puede ser un buen momento para dejar de pensar en ¨¦l en abstracto, como cantidad, y plantearse que la funci¨®n p¨²blica del museo pasa por asumir, con todas sus contradicciones, los movimientos que dominan la circulaci¨®n en el nuevo espacio de la ciudad planetaria. En aceptar que sus ret¨®ricas de autenticidad e identidad no deben buscar la identificaci¨®n del visitante ni la segregaci¨®n entre experiencias.
Ahora que tanto se habla del cuidado en las instituciones de arte, ser¨ªa la ocasi¨®n de plantear un ¨¦tica y una pol¨ªtica de la hospitalidad (Derrida). Asumiendo el museo como un espacio de encuentro con la alteridad, de las obras y de los otros, que exige nuevos protocolos de actuaci¨®n para visitantes y anfitriones, ya sean estos nativos, turistas o migrantes.
Jos¨¦ D¨ªaz Cuy¨¢s es profesor de Est¨¦tica y Teor¨ªa del Arte en la Universidad de La Laguna y forma parte de Turicom, grupo de investigaci¨®n sobre cultura, antropolog¨ªa y turismo.
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