Las librer¨ªas de mi vida
Antes de dirigir la Biblioteca Nacional de Argentina o de escribir 'Una historia de la lectura', Alberto Manguel fue un librero adolescente con dos funciones: pasar el plumero a los libros para conocer bien el fondo y leer para Borges, ya ciego. Lo cuenta en este art¨ªculo
Cuando llegu¨¦ a Par¨ªs en 1969, en el ¨²ltimo a?o de mi adolescencia, la Fnac abri¨® una sucursal en la Avenida Wagram que se convirti¨® en la mayor superficie de venta de libros en Francia. La Fnac hab¨ªa sido creada dos d¨¦cadas antes como un centro de ventas a precios reducidos; la apertura de la tienda en la Avenida Wagram hizo que, 12 a?os despu¨¦s, el ministro de Cultura Jack Lang, para proteger a los peque?os libreros, decretase la ley del precio fijo, seg¨²n la cual todo libro deb¨ªa venderse al mismo precio, fuese donde fuese. A pesar de esa restricci¨®n, la Fnac sigui¨® expandi¨¦ndose y hoy en d¨ªa no hay ciudad francesa que no tenga su Fnac, ofreciendo al p¨²blico no solo libros sino m¨²sica, pel¨ªculas y aparatos electr¨®nicos, una suerte de Amazon de ladrillo y hierro.
Al comienzo, los directores de la cadena justificaron su pantagru¨¦lico proyecto alegando que la Fnac no ser¨ªa una gran superficie an¨®nima, sino un conjunto de librer¨ªas especializadas. En mi primera visita, un joven experto me guio a trav¨¦s de un largo laberinto de libros de poes¨ªa, comentando y recomendando autores y editoriales. Eso dur¨® poco. Al cabo de unos meses, aduciendo el viejo estribillo que la poes¨ªa no se vende, la secci¨®n fue reducida a unos pocos estantes y el joven experto fue remplazado por una amable se?ora que nunca hab¨ªa o¨ªdo hablar de Verlaine. Mientras tanto, y no enteramente debido a la existencia de la Fnac, muchas de las mejores librer¨ªas de Par¨ªs fueron desapareciendo. Saint-Germain-des-Pr¨¨s, barrio de libros por excelencia, se convirti¨®, en los a?os ochenta del siglo pasado, en un conglomerado de tiendas de moda.
Lo sabemos: lo firme huye y solamente lo fugitivo permanece y dura, pero eso no es consuelo. Ciertamente, el oficio de librero ha cambiado a lo largo de los siglos. En Grecia y Roma, el librero era tambi¨¦n el copista, y Marcial, en el siglo I, recomienda al lector su nuevo libro de poemas, que, seg¨²n reza el aviso de una cierta taberna libraria, puede adquirirse all¨ª por cinco dinares. En la Edad Media y el Renacimiento, el librero no solo copia sino que tambi¨¦n busca manuscritos: Petrarca se ufana de haber adquirido en una librer¨ªa un viejo ejemplar de Homero que, por desgracia, no puede leer porque no sabe griego. A partir del siglo XVI, el librero es tambi¨¦n editor: el autor le paga para que imprima su libro, o le vende los derechos para que el librero lo publique por cuenta propia. Un tal James Lackington, a fines del siglo XVIII, abre en Londres el Templo de las Musas, una librer¨ªa que alberga m¨¢s de medio mill¨®n de ejemplares y que, antecesor de la Fnac, promociona la venta de libros a un precio m¨¢s barato que el de sus competidores, pero siempre al contado. El Templo de las Musas no vende a cr¨¦dito.
Mi vida es un largo y feliz recorrido de librer¨ªas que extienden sus anaqueles desde mi infancia hasta hoy a trav¨¦s de todos los pa¨ªses en los que he vivido. Prufrock med¨ªa su vida en cucharaditas de caf¨¦; yo la mido en librer¨ªas. La primera que recuerdo (uno no olvida su primer amor) estaba en Tel Aviv, cerca de la Embajada Argentina. Era una gran tienda cavernosa donde mi nodriza me dejaba recorrer las estanter¨ªas m¨¢s bajas, que estaban al alcance de mis cinco o seis a?os. All¨ª descubr¨ª una magn¨ªfica serie ilustrada de los cuentos de los hermanos Grimm. A¨²n conservo uno: La mesa, el asno y el bast¨®n maravilloso. No recuerdo al librero: en las librer¨ªas que m¨¢s quiero, los libreros son presencias intuidas como fantasmas discretos que no se imponen ni nos acosan con un ¡°?Qu¨¦ est¨¢ buscando?¡±. Recorrer librer¨ªas es una actividad solitaria: los lectores no cazan en jaur¨ªas.
Conoc¨ª librer¨ªas en todos mis viajes: la m¨¢s peque?a, una mesa bajo un cocotero en las islas Cook. Y la m¨¢s ex¨®tica, en un mercado de Samarcanda
Cuando regresamos a Buenos Aires, descubr¨ª las librer¨ªas de mi barrio, Belgrano, que vend¨ªan? sobre todo art¨ªculos de papeler¨ªa pero tambi¨¦n libros. Mi favorita ten¨ªa la colecci¨®n completa del sello Robin Hood. Bajo sus cubierta amarillas descubr¨ª mis primeros Sandok¨¢n y las aventuras de Bomba, el ni?o de la selva, p¨¢lida imitaci¨®n de Mowgli a quien no conocer¨ªa hasta tiempo despu¨¦s. Luego, cuando empec¨¦ el colegio secundario en el coraz¨®n hist¨®rico de la ciudad, mis librer¨ªas fueron las de viejo. Mis compa?eros y yo frecuent¨¢bamos la venerable Librer¨ªa del Colegio (hoy Librer¨ªa de ?vila) cuyos or¨ªgenes se remontan al siglo XVIII, y despu¨¦s recorr¨ªamos la calle Corrientes con sus innumerables cuevas de papel y tinta, donde los libreros, muchos de ellos republicanos exiliados de la Espa?a de Franco, vigilaban discretamente nuestras idas y venidas entre las polvorientas mesas donde se apilaban sus tesoros. All¨ª descubr¨ª a mis primeros poetas espa?oles modernos ¡ªBlas de Otero, Vicente Gaos, Miguel Hern¨¢ndez, Pedro Salinas¡ª y las novelas del boom latinoamericano publicadas por Seix Barral, todas apiladas entre la inocente pornograf¨ªa de Jardiel Poncela y las pecaminosas traducciones de los rusos, checos y h¨²ngaros en la colecci¨®n Austral.
Hab¨ªa por lo menos tres librer¨ªas de lengua inglesa en Buenos Aires en los a?os sesenta. Mitchell¡¯s, Rodriguez y Pigmali¨®n. Esta ¨²ltima estaba dirigida por una alemana muy culta, Lili Lebach, quien hab¨ªa publicado a Stefan Zweig cuando este viv¨ªa en el exilio. A los 15 a?os, empec¨¦ a trabajar en Pigmali¨®n, gracias a la generosidad de Fraulein Lebach. Al contratarme (le expliqu¨¦ que pod¨ªa venir a trabajar por las ma?anas y tambi¨¦n despu¨¦s del colegio, porque mis clases eran del turno de la tarde) me dijo que mi primera tarea ser¨ªa la de pasar un plumero a libros: as¨ª aprender¨ªa a reconocerlos y ubicarlos. Al contrario de muchos libreros de hoy que conf¨ªan en la memoria de un ordenador para encontrar un libro, Fraulein Lebach insist¨ªa en que conoci¨¦semos nuestro fondo, y tambi¨¦n que ley¨¦semos las novedades que llegaban de Inglaterra y de los Estados Unidos para saber qu¨¦ recomendar a los clientes. Gracias a ella, descubr¨ª a Saul Bellow, Patricia Highsmith, Steinbeck, Evelyn Waugh, y a George Ivanovich Gurdjieff por el cual Fraulein Lebach sent¨ªa adoraci¨®n evang¨¦lica. Desgraciadamente, no pod¨ªa convencer a sus clientes de la importancia del gran sabio, y los libros de Gurdjieff se acumulaban tristemente en el dep¨®sito. A Pigmali¨®n ven¨ªan muchos de los grandes escritores argentinos. En el peque?o espacio entre las estanter¨ªas, escuch¨¦ a Ernesto Sabato comparar las traducciones de Dostoievski al espa?ol con las inglesas y francesas; a Victoria Ocampo hablar de Aldous Huxley y Virginia Woolf; a Borges recomendar una biograf¨ªa de Kipling que sus dedos ciegos hab¨ªan milagrosamente reconocido. Fue en Pigmali¨®n que Borges me propuso que viniese a leerle por las noches los cuentos Kipling, de Stevenson y de Henry James. Supe m¨¢s tarde que Borges quer¨ªa revisitar los cuentos que ¨¦l consideraba obras maestras antes de volver a escribir las ficciones que llevar¨ªan el nombre de El informe de Brodie y El libro de arena. Para estudiar esos cuentos, necesitaba los ojos de otros. Yo fui uno de los muchos elegidos pero, con la arrogancia de un adolescente, cre¨ª que yo le estaba haciendo un favor a un viejito ciego. Escuchar a Borges comentar esas lecturas fue quiz¨¢s la lecci¨®n m¨¢s importante en mi vida de lector.
Viaj¨¦ a Europa en 1969 y en Par¨ªs, Londres y Mil¨¢n, otras librer¨ªas jalonaron mi vida. En La Hune de Saint-Germain, Severo Sarduy me present¨® a Roland Barthes, quien me recomend¨® al ilegible Maurice Roche. All¨ª, Severo me regal¨® un libro del concretista brasilero Haroldo de Campos (traducido al franc¨¦s) y me hizo leer a Raymond Queneau. En la rue de Seine estaba la librer¨ªa Fischbacher, especializada en libros de arte africano y oriental, donde el due?o, con la generosidad de un refugiado, me dio trabajo y me permiti¨® dormir en la trastienda. Yo, que con mi pasaporte argentino y sin permiso de trabajo, no pod¨ªa encontrar empleo, le debo a Monsieur Fischbacher mi sobrevivencia en Par¨ªs. Recuerdo que, con mi primer sueldo, me ofrec¨ª un enorme caf¨¦ au lait con croissants despu¨¦s de no haber comido casi nada durante varios d¨ªas. Se habla poco de la generosidad de los libreros.
Pienso que yo ser¨ªa un mal librero: le tengo demasiado apego a los libros para dejar que otros se los lleven, a¨²n si me pagan. Para ser un buen librero, si uno es un lector apasionado (como lo son frecuentemente quienes se dedican a esa sagrada profesi¨®n), uno tiene que dejar de lado la codicia que nos impulsa a atesorar vol¨²menes y el ego¨ªsmo que nos impide desprendernos de ellos. Un librero de ley es un San Mart¨ªn dispuesto a ceder no solo media capa sino la capa entera. Alessandro Baricco fue m¨¢s all¨¢. En los a?os noventa, abri¨® con un grupo de amigos una librer¨ªa, El b¨²ho de Minerva, que vend¨ªa apenas una docena de t¨ªtulos, todas obras (seg¨²n Baricco) de sus autores m¨¢s secretos y queridos. Deshacerse de centenares de t¨ªtulos por los cuales uno siente m¨¢s o menos cari?o, requiere menos altruismo que deshacerse de un pu?ado de amores esenciales, esos libros sin los cuales (dir¨ªa Pierre Menard) ¡°el mundo ser¨ªa m¨¢s pobre.¡± Por supuesto, al poco tiempo de abrir, El b¨²ho de Minerva quebr¨®, pero su memoria sobrevive en unos cuantos lectores agradecidos.
Conoc¨ª librer¨ªas en todos mis viajes: la m¨¢s peque?a, una mesa dispuesta bajo un cocotero en las islas Cook donde encontr¨¦ una primera edici¨®n de El misterio del sombrero romano, de Ellery Queen; la m¨¢s ex¨®tica, en un mercado de Samarcanda donde compr¨¦ un peque?o Cor¨¢n manuscrito con bell¨ªsima caligraf¨ªa; la m¨¢s atrayente, la librer¨ªa Acqua Alta en Venecia, ca¨®tico conglomerado en la ciudad m¨¢s hermosa del mundo.
Quiz¨¢s los primeros libreros fueron los sacerdotes egipcios que vend¨ªan en sus templos ejemplares del Libro de los muertos a las familias de los difuntos, para guiar al alma al m¨¢s all¨¢
Hoy, a pesar del acoso de Amazon y del coronavirus, las librer¨ªas de este ¨²ltimo cap¨ªtulo de mi vida han logrado (hasta ahora) sobrevivir. Adapt¨¢ndose, reimagin¨¢ndose, proponiendo nuevos servicios, pero siempre siendo esa presencia generosa, discreta, sabia, a veces virtual, que me acompa?a todav¨ªa. No quiero hablar de mis librer¨ªas espa?olas favoritas, porque son varias y no quiero ofender a ninguna. Pero en mis otras ciudades tengo ciertas librer¨ªas particularmente amadas: el oficio de lector autoriza la poligamia. En Buenos Aires, la maravillosa librer¨ªa Guadalquivir, donde la jefa, Natalia Urue?a, en un espacio reducid¨ªsimo, logra exponer t¨ªtulos inhallables definidos por su gusto exquisito. Guadalquivir tiene un sitio web en el que, casi a diario, se recomiendan t¨ªtulos por tema o editorial: yo trato de leer los m¨¢s que puedo. Cuando viv¨ªa en Francia, frecuentaba sobre todo dos librer¨ªas: Tschann en Paris, en el barrio de Montparnasse, cedida por la antigua due?a a sus empleados, quienes la administran con eficacia y buen gusto; y La Belle Aventure en Poitiers, fundada por Christine Drugmont a principios del milenio, para dar a la ciudad de Foucault un sitio cultural donde autores y lectores pueden entrar en continuo di¨¢logo. La Belle Aventure abri¨® luego una secci¨®n de literatura infantil que result¨® ser uno de los mejores de Francia. En mi cartograf¨ªa librera, estas tres librer¨ªas est¨¢n marcadas con una estrella de oro.
Quiz¨¢s los primeros libreros fueron los sacerdotes egipcios que vend¨ªan en sus templos ejemplares del Libro de los muertos a las familias de los difuntos, para guiar al alma en su viaje al m¨¢s all¨¢. Esos sacerdotes son los antepasados de nuestros libreros, quienes, como ellos, nos ofrecen hoy, por unas monedas, gu¨ªas para fortalecer nuestras almas y para ayudarnos a recorrer con destreza y coraje este problem¨¢tico mundo nuestro y tambi¨¦n, si es necesario, el que vendr¨¢.
Alberto Manguel es autor de Una historia de la lectura y exdirector de la Biblioteca Nacional de Argentina.
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