Muertos y muertas
Esas familias se preparaban para negociar con la muerte. Apostaban a que el destino les permitiera ganar alguna baza
Hasta la d¨¦cada de 1920 o 1930, seg¨²n los pa¨ªses, la difteria fue la enfermedad temida. Persegu¨ªa a los ni?os, adolescentes y ancianos, despu¨¦s de un comienzo que, seg¨²n las cr¨®nicas m¨¦dicas, se parec¨ªa bastante al de la infecci¨®n por coronavirus. Mi madre, que estaba muy lejos de ser una sentimental, nunca pudo olvidar la muerte de su mejor amiga, ahogada por la infecci¨®n y las secreciones. Cada vez que pas¨¢bamos por la que hab¨ªa sido la casa de esa amiga, la memoria se impon¨ªa sobre el presente. Escuch¨¦ decenas de relatos de su ¨²ltima visita a esa agonizante muchacha de 20 a?os, que hasta el final mantuvo, con la fuerza de la juventud, la esperanza de salvarse. La ?ata, la llamaban, y nunca llegu¨¦ a saber su nombre. ¡°Ac¨¢ muri¨® la ?ata¡±, repet¨ªa mi madre. ¡°?ramos de la misma edad, pero le toc¨® a ella¡±, recitaba, como si leyera siempre la misma l¨ªnea de una novela de segunda clase.
Las hermanas de mi madre recordaban otros brotes de difteria. Lo hac¨ªan con tranquilidad de historiadoras, porque ya exist¨ªa una vacuna, que yo hab¨ªa recibido en el gabinete de la escuela. Me hablaban de algo que no iba a tocarme, pero que deb¨ªa conocer. Cuando esas mujeres ten¨ªan siete u ocho a?os, uno de sus hermanos ¡°se agarr¨®¡± la difteria, en los meses oscuros de la primera posguerra. El paterfamilias lo arranc¨® de la cama, lo envolvi¨® en una frazada, sali¨® a la calle y se subi¨® al tranv¨ªa que iba a dejarlo en casa de un pariente sin hijos y, por lo tanto, obligado por deber de tradici¨®n o de religi¨®n a guarecer al ni?o enfermo para que no contagiara a sus siete hermanos. El ni?o muri¨® poco despu¨¦s; los hermanos se salvaron y por ellos me enter¨¦ de esta historia de sacrificio. Era una familia de inmigrantes gallegos que estaban acostumbrados a sopesar cu¨¢nto se gana si se acepta perder algo. Ya hab¨ªan muerto dos de sus hijos, pescadores en Galicia.
Esas familias se preparaban para la negociaci¨®n con la muerte. Apostaban a que, de ese constante trapicheo con fuerzas conocidas y desconocidas, el destino les permitiera ganar alguna baza. Mi abuela, del lado paterno, una criolla de remoto origen espa?ol, Rivero de apellido y Ercilia de nombre, tuvo 11 hijos. Cuando el mayor cumpli¨® 15, solo quedaban vivos 9, por disenter¨ªa o alguna apendicitis con la que se lleg¨® tarde al hospital, a bordo del carro, ya que no hab¨ªa tel¨¦fono para llamar a nadie en auxilio del enfermo, que se retorc¨ªa pero no lloraba, porque ya hab¨ªa aprendido que las l¨¢grimas les correspond¨ªan a sus hermanas y que los varoncitos deb¨ªan ser duros. Tambi¨¦n algunos cayeron por tuberculosis. Y no falt¨® quien se peg¨® un tiro por juveniles deudas de honor. Nunca escuch¨¦ a mi abuela referirse a esos ausentes definitivos, salvo para decir que todos eran buenos mozos.
El duelo de los padres del ni?o muerto tampoco se prolongaba en p¨²blico, salvo por la foto tomada por un ambulante que recorr¨ªa los pueblos como una especie de reportero gr¨¢fico. Fotos de bautismo es lo que quedaba de algunos de los muertitos, cuyo velorio se llamaba, apropiadamente, ¡°del angelito¡±, porque a su corta edad no hab¨ªan tenido tiempo para pecar y, en consecuencia, se hab¨ªan ido de este mundo ¡°en la gracia de Dios¡±. La familia no los recordaba con tristeza, sino como representantes del clan en un m¨¢s all¨¢ adonde llegar¨ªan todos ellos, si trabajaban para merecerlo.
La resignaci¨®n frente a estas muertes de angelitos se hab¨ªa perdido en las grandes ciudades cuando mi madre fue atravesada por el dolor causado por la difteria que se llev¨® a su joven amiga. La sensibilidad de mi madre se educ¨® en la lectura y el recitado de poes¨ªa rom¨¢ntica y, por lo tanto, hab¨ªa aprendido que un acontecimiento pod¨ªa marcar a alguien para siempre con la herida casi invisible pero incurable de la melancol¨ªa.
El duelo consist¨ªa en vestirse de negro las mujeres y colocar una cinta negra en la manga de la chaqueta los hombres, a quienes tambi¨¦n se prescrib¨ªa corbata oscura. Ambos distintivos no se llevaban durante el tiempo que eligiera el entristecido sobreviviente, sino un lapso definido por la ritualidad. Las viudas, si eran de mediana edad, pod¨ªan llevar luto para siempre. Las mujeres j¨®venes, hasta que encontraran un consuelo o un reemplazo. No era algo que simplemente dictaban los sentimientos, sino las convenciones. Al marcar los tiempos de este modo, los sentimientos no quedaban simplemente librados a su tormentoso despliegue. Ten¨ªan una temporalidad y obedec¨ªan algunas normas. La exageraci¨®n pod¨ªa ser tan mal vista como la mezquindad en expresarlos. Se respetaba la deses?peraci¨®n de una madre, mientras no se entregara a la sobreactuaci¨®n ni abusara de la paciencia. Se valoraba la dignidad contenida.
Las hermanas manten¨ªan la llama de los hermanos muertos. En mi familia, esas mujeres les ganaron en longevidad a los varones, que fueron llorados y enterrados. Solo se mencionaba una t¨ªa abuela, a quien se la llev¨® la tuberculosis, y una pariente lejana que entr¨® al m¨¢s all¨¢ en un manicomio, sobre el que prefiero guardar silencio, porque la muerte es un tema m¨¢s sencillo que la locura.
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