El milagro se llama Herbert Blomstedt
En su tramo final, el Festival de Lucerna se ilumina m¨¢s que nunca con los dos extraordinarios conciertos ofrecidos por el nonagenario director sueco y la Filarm¨®nica de Viena
La direcci¨®n de orquesta no es profesi¨®n para j¨®venes. Es un oficio que se aprende fundamentalmente sobre el podio, acumulando experiencia concierto tras concierto, ahondando en la compleja psicolog¨ªa de un colectivo humano dif¨ªcil como pocos, descubriendo ¨¢ngulos nuevos en partituras estudiadas e interpretadas decenas de veces, buscando nuevos modos de resolver la ecuaci¨®n entre el fin y los medios, o profundizando en los misterios de la interpretaci¨®n musical. En ello lleva Herbert Blomstedt...
La direcci¨®n de orquesta no es profesi¨®n para j¨®venes. Es un oficio que se aprende fundamentalmente sobre el podio, acumulando experiencia concierto tras concierto, ahondando en la compleja psicolog¨ªa de un colectivo humano dif¨ªcil como pocos, descubriendo ¨¢ngulos nuevos en partituras estudiadas e interpretadas decenas de veces, buscando nuevos modos de resolver la ecuaci¨®n entre el fin y los medios, o profundizando en los misterios de la interpretaci¨®n musical. En ello lleva Herbert Blomstedt, de padres suecos pero nacido en Estados Unidos en 1927, desde hace al menos siete d¨¦cadas y, seg¨²n confesi¨®n propia, sigue aprendiendo. Ha sido director titular de las mejores orquestas escandinavas (Oslo, Radios Danesa y Sueca), las dos alemanas m¨¢s antiguas (Gewandhaus de Leipzig y Staatskapelle de Dresde) y una de las se?eras estadounidenses (San Francisco). Ahora no tiene v¨ªnculo permanente con ninguna, pero es requerido por las mejores, que se disputan el privilegio de poder beneficiarse de la sabidur¨ªa de este hombre afable al que parecen cuadrarle como a pocos los versos de Machado y que, ¡°m¨¢s que un hombre al uso que sabe su doctrina¡±, tiene todos los visos de ser ¡°en el buen sentido de la palabra, bueno¡±.
Profundamente religioso (de la Iglesia Adventista del S¨¦ptimo D¨ªa, de la que su padre era pastor), vegetariano, sinceramente modesto y humilde en una profesi¨®n pr¨®diga en egos desaforados e incontrolables, Blomstedt escapa por completo al retrato robot del director de orquesta al uso, casi por definici¨®n autoritario, cuando no d¨¦spota, pagado de s¨ª mismo y encandilado con las ocurrencias propias. De sus labios salen siempre, en cambio, frases de un cariz muy diferente, como las que dej¨® aqu¨ª el a?o pasado cuando, por primera vez en su carrera, se puso al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna: ¡°Un director no es m¨¢s que un oyente¡±; ¡°Hacemos m¨²sica no solo con las manos, no ¨²nicamente con los labios y con el aliento, sino, por encima de todo, con los o¨ªdos¡±; ¡°Cuanto mayor soy, m¨¢s fascinantes me parecen los seres humanos de la orquesta. No considero a los m¨²sicos como un medio para conseguir un fin, sino que me atrae observarlos y comprenderlos como seres humanos. Habr¨ªa que tratarlos un poco como ¨¢ngeles. Son mensajeros de algo divino¡±; ¡°Yo no pongo muecas, pero la m¨²sica se refleja en todo mi cuerpo y especialmente en los ojos y en la cara, porque provoca procesos mentales muy intensos¡±; ¡°El director no deber¨ªa tener un aspecto vanidoso. Eso es algo que odio y que no tiene nada que ver con la m¨²sica¡±; ¡°Dudar de uno mismo es bueno y esas dudas me acompa?an siempre. En el arte, un exceso de seguridad resulta mortal¡±.
El rostro de Blomstedt, cuando empez¨® a dirigir la Cuarta Sinfon¨ªa de Bruckner el pasado viernes en el KKL de Lucerna, era la viva imagen de la felicidad, del ¨¦xtasis f¨ªsico y espiritual, del deslumbramiento provocado por los sonidos que eran capaces de crear los seres humanos ¨Co ang¨¦licos¨C que ten¨ªa a su alrededor siguiendo fielmente sus sugerencias, ya que no instrucciones. Si su rostro irradia bondad, sus manos parecen pedir todo por favor.
La Filarm¨®nica de Viena estren¨® esta obra en 1881 y lleva toc¨¢ndola ininterrumpidamente desde entonces, con los mejores directores, de Hans Richter a Karl B?hm, de Wilhelm Furtw?ngler a Claudio Abbado. Herbert Blomstedt dirigi¨® por primera vez a la centenaria agrupaci¨®n austr¨ªaca en 2011, con 83 a?os, pero este ins¨®lito debut tan tard¨ªo tuvo una feliz continuaci¨®n, ya que tan solo ocho a?os despu¨¦s la orquesta lo nombr¨® Miembro de Honor, un privilegio reservado ¨²nicamente a los elegidos. Aunque no lo haya declarado expl¨ªcitamente, es seguro que el director sueco piensa que sus instrumentistas saben m¨¢s de su conciudadano Bruckner, y de c¨®mo interpretarlo y entenderlo, que ¨¦l mismo. Quiz¨¢ por ello es f¨¢cil percibir una constante interacci¨®n entre ambos, una reacci¨®n biun¨ªvoca ante lo que hacen uno y otra en la que las dos partes aportan, reciben y se benefician por igual.
Blomstedt, que conserva su f¨ªsico espigado y su porte aristocr¨¢tico, llega al podio a paso ligero, con asombrosa agilidad y determinaci¨®n, y durante la hora larga que dura la Cuarta de Bruckner dirige de pie, de memoria y, como es habitual en ¨¦l desde hace algunos a?os, sin batuta. En su atril, como una presencia meramente simb¨®lica, se halla depositada una partitura de bolsillo de la obra, que ni siquiera llega a abrir. Apenas mueve los pies del suelo, o nada en absoluto durante todo un movimiento, y son sus brazos los que realizan el trabajo m¨¢s visible, ya que sus ojos quedan al otro lado del p¨²blico. Desde que los apenas audibles tr¨¦molos iniciales de la cuerda inician ¡°el desvelamiento de un ¨¢mbito oculto¡±, que es como Edward Lippman defini¨® esta manera tan caracter¨ªstica de Bruckner de comenzar a erigir sus edificios sinf¨®nicos, Blomstedt empieza a dar forma a ese mundo inequ¨ªvocamente rom¨¢ntico (el adjetivo lo puso, por una vez, el propio compositor) sin aspavientos, concentrando la actividad en el brazo derecho, que marca y grad¨²a a la vez, y reservando el izquierdo para aquilatar o corregir en momentos muy puntuales. Crea espacio y sus m¨²sicos lo habitan o, con una met¨¢fora que podr¨ªa describir gr¨¢ficamente el proceso, dibuja a l¨¢piz los perfiles y ellos colorean el interior con su riqu¨ªsima paleta de colores y con pinceladas que pueden ser muy leves o secas y rotundas, con todas las gradaciones intermedias.
El Bruckner que nos propone el director sueco es, a su imagen y semejanza, humano y cercano, desprovisto de toda metaf¨ªsica o ampulosidad y con las dosis justas del misterio que inevitablemente se requiere para recrear un bosque rom¨¢ntico que va cobrando forma org¨¢nicamente, como si se tratara de un ser vivo que crece y se desarrolla por s¨ª solo, sin manipulaciones externas. El arranque no es en absoluto lento, ni tampoco trascendente, y el trompista Manuel Huber atina sin temblarle el pulso ni el aliento en todas sus arriesgad¨ªsimas intervenciones en solitario. A partir de ah¨ª la m¨²sica avanza sin que se perciba una sola costura o la m¨¢s m¨ªnima brusquedad y es solo la mayor o menor amplitud de los gestos que Blomstedt dibuja en el aire lo que grad¨²a el volumen sonoro o el grado de tensi¨®n.
El posterior Andante es intimista, fluido, transparente. Las violas desgranan su extenso solo como si se tratara de las cuentas de un collar, nota a nota, siempre engarzadas, en un legato terso e inacabable, sobre los pizzicati del resto de la cuerda. Repetir¨¢n melod¨ªa en solitario en el cuarto movimiento y al final, durante los aplausos, Blomstedt tendr¨¢ la deferencia de levantar a la secci¨®n al completo para que reciban en exclusiva del p¨²blico el merecido premio. Tras una prodigiosa preparaci¨®n, la coda desata la caja de los truenos, precedidos del caracter¨ªstico Steigerung bruckneriano, aunque las manos de Blomstedt buscan, y consiguen, el equilibrio y empaste perfectos entre cuerda y viento. El Scherzo es descriptivo, como demanda la m¨²sica, suave y oscilante en la secci¨®n del Tr¨ªo, evitando en todo momento cargar las tintas de la cacer¨ªa imaginada por Bruckner. Y la sinfon¨ªa se cierra sobre s¨ª misma con la referencia final al comienzo y con el director ampliando su gesto hasta demandar la m¨¢xima potencia en el cl¨ªmax con los brazos abiertos en cruz por primera vez. Tras el acorde final, la mano derecha de Blomstedt se mantiene elevada un buen rato, como si reclamara el largo silencio que se necesita para que coja un m¨ªnimo poso lo escuchado durante los setenta minutos precedentes.
Blomstedt llega a Bruckner no por la senda de Wagner (como Hans Knappertsbusch o Christian Thielemann, por ejemplo), sino por la del Barroco y los cl¨¢sicos vieneses. El primero lo estudi¨®, junto a la m¨²sica renacentista, no muy lejos de aqu¨ª, en la Schola Cantorum de Basilea. Los segundos constituyen el puntal de su repertorio: Mozart, Beethoven, Schubert y Brahms conforman gran parte de su territorio natural, por lo que no es extra?o que en su segundo concierto del viernes eligiera sendas sinfon¨ªas de los dos ¨²ltimos. Schubert anticipa a Bruckner en muchos sentidos (arm¨®nicos y formales, como las relaciones de tercera y los planteamientos tem¨¢ticos ternarios) y Brahms fue su exacto coet¨¢neo y su principal contraparte, aunque la rivalidad entre ambos fue fruto m¨¢s del empe?o y el encono de sus adl¨¢teres que de una aut¨¦ntica animosidad personal. Por otro lado, la elecci¨®n no pod¨ªa ser m¨¢s acertada: Brahms particip¨® en la edici¨®n de la S¨¦ptima Sinfon¨ªa de Schubert, la conocida como ¡°Incompleta¡± al quedar aparentemente truncada tras la conclusi¨®n de los dos primeros movimientos. La Cuarta Sinfon¨ªa del hamburgu¨¦s comparte tambi¨¦n con ella el modo menor, aunque ambas se hermanan simb¨®licamente gracias al Mi mayor de sus movimientos lentos.
Si los gestos de Blomstedt hab¨ªan sido espartanos en Bruckner, aqu¨ª se volvieron a¨²n m¨¢s concisos, m¨¢s esenciales, primero para exponer el drama larvado de una obra en la que Schubert empieza a asomarse a los precipicios que frecuentar¨ªa cada vez m¨¢s en sus ¨²ltimos a?os. El director sueco pone el ¨¦nfasis en el elemento dialogado de esta m¨²sica: la cuerda conversando con el viento, secciones de la cuerda respondi¨¦ndose una a otra. La m¨²sica suena quejumbrosa, pero no desesperada, con la tensi¨®n acumulada y mantenida en la medida justa en cada nueva punzada de dolor hasta llegar al desnudo desenlace de los cuatro acordes finales, cuya intensidad y duraci¨®n grad¨²a minuciosamente Blomstedt con su gesto. En el Andante con moto posterior, convertido en final imprevisto de la sinfon¨ªa, los momentos de mayor desaz¨®n vuelven a ser contenidos, en la l¨ªnea del Bruckner del d¨ªa anterior, con el director concentrado a menudo m¨¢s en los motivos secundarios que en los principales, en los que deja a sus m¨²sicos expresarse con gran libertad.
A pesar de tanta excelencia acumulada hasta entonces, fue en la Cuarta Sinfon¨ªa de Brahms donde la simbiosis entre los instrumentistas y su mente rectora (mejor que director), entre el innato conocimiento del estilo de los vieneses y la sabidur¨ªa que dimana de cada peque?a indicaci¨®n de Blomstedt, alcanz¨® el punto m¨¢s alto de ambos conciertos. La obra es un claro ejemplo de m¨²sica oto?al, casi de despedida, que se cierra con el gesto nost¨¢lgico de mirar al pasado y buscar en ¨¦l inspiraci¨®n con esa passacaglia que homenajea indisimuladamente a Bach, idolatrado por igual por Brahms y por el director sueco. La reciente publicaci¨®n de la Cantata BWV 150 (una composici¨®n juvenil de Bach a¨²n in¨¦dita hasta entonces, y estamos hablando de 1884, nada menos) fue el desencadenante directo de uno de los finales sinf¨®nicos m¨¢s extraordinarios del siglo XIX. Antes de llegar a ¨¦l, Blomstedt, con su caracter¨ªstica sobriedad, se sumergi¨® en la melancol¨ªa de tintes anhelantes del primer movimiento, en el que, en un momento dado, el director fue bajando lentamente las manos desde la altura de los hombros hasta detenerse en la cadera, y ese descenso progresivo tuvo una traducci¨®n milim¨¦trica en el gradual diminuendo de la orquesta.
El segundo movimiento fue c¨¢lido e intenso a la vez, trazando claros puentes con el Andante anterior de Schubert, y contrastando con los perfiles angulosos del tercer movimiento, tan admirado por Arnold Sch?nberg. En el final se sucedieron las maravillas, desde el coral del viento exponiendo el cimiento inamovible de todo el Allegro energico e passionato, hasta el solo de flauta, tocado extraordinariamente por Karl-Heinz Sch¨¹tz, o la variaci¨®n confiada a los trombones. Blomstedt no cay¨® en la trampa de ralentizar la coda final, que, casi al contrario, pareci¨® revestirse de un br¨ªo adicional. El sueco se identifica claramente con esta m¨²sica, con su aire de falsa despedida (Brahms a¨²n vivir¨ªa doce a?os m¨¢s despu¨¦s de componerla, refugiado en el piano, la m¨²sica de c¨¢mara, la canci¨®n y, en el adi¨®s definitivo, el ¨®rgano), con su naturaleza mixta, a la par moderna y arcaizante, con su melodismo sencillo pero llamado a dejar un poso indeleble, con su mensaje cifrado de fin de una ¨¦poca.
Las mil personas que ocupaban la sala de conciertos del KKL (el m¨¢ximo permitido por la actual legislaci¨®n suiza, que es poco m¨¢s de la mitad del aforo) aplaudieron sin cesar y puestas en pie al viejo maestro, que hizo de Lucerna su hogar en 1984. Al contrario que el d¨ªa anterior, el viernes s¨ª que ofreci¨® una pieza fuera de programa: el Vals del emperador de Johann Strauss. Si ya hab¨ªa dejado un amplio margen de libertad a la orquesta en las sinfon¨ªas de Bruckner, Schubert y Brahms, aqu¨ª fue ¨¦l quien casi se dej¨® llevar por ellos, capaces de tocar esta m¨²sica con los ojos cerrados y, apurando la imagen, con las manos atadas. En la ¨²ltima salida a escena, la orquesta rehus¨® levantarse para dejar que el director fuera el destinatario ¨²nico de todos los aplausos, incluidos los de los propios m¨²sicos, que patalearon un¨¢nimemente el suelo para mostrar sonora y visualmente su admiraci¨®n por un hombre al que miran embelesados. ?l lo agradeci¨® con su humildad de siempre y, a pesar del entusiasmo reinante, en el escenario y fuera de ¨¦l, nadie parec¨ªa m¨¢s feliz que ¨¦l mismo, que no dejaba entrever ning¨²n signo aparente de fatiga. Tiene ¨Dhay que volver a recordarlo¨D 94 a?os. Bernard Haitink enton¨® su adi¨®s definitivo como director hace dos a?os, en este mismo escenario, con id¨¦ntica orquesta y tambi¨¦n con una sinfon¨ªa de Bruckner (la S¨¦ptima). Pero su colega sigue adelante con las fuerzas aparentemente intactas. El s¨¢bado, como prescribe la fe que profesa, no trabajar¨¢. Pero el domingo volver¨¢ a ponerse al frente de la Filarm¨®nica de Viena en el Rudolfinum de Praga. Herbert Blomstedt, un corredor de fondo, no fue un ni?o prodigio, pero al final de su vida se ha convertido, sin duda, en un anciano prodigioso.