El humo que deja atr¨¢s el viaje
Una imagen de Leningrado se sobrepone a las dem¨¢s en mi memoria, la ansiedad con que una larga caterva de gente aguardaba su turno ante un nuevo puesto de venta de Pepsi-Cola
Del viaje a aquel Leningrado sovi¨¦tico de 1981, sombreado por las pobladas cejas de Leonid Br¨¦zhnev, me queda todav¨ªa en el recuerdo el olor a arenque que impregnaba a toda la ciudad, transportado por el r¨ªo Neva. Despu¨¦s de tanto tiempo una imagen se sobrepone a todas las dem¨¢s en el humo de mi memoria. No era la casa de Dostoievski ni el palacio de Yus¨²pov donde Rasput¨ªn fue asesinado, ni la aguja del Almirantazgo, ni los puentes levadizos, ni otros grandiosos monumentos, sino la ansiedad con qu...
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Del viaje a aquel Leningrado sovi¨¦tico de 1981, sombreado por las pobladas cejas de Leonid Br¨¦zhnev, me queda todav¨ªa en el recuerdo el olor a arenque que impregnaba a toda la ciudad, transportado por el r¨ªo Neva. Despu¨¦s de tanto tiempo una imagen se sobrepone a todas las dem¨¢s en el humo de mi memoria. No era la casa de Dostoievski ni el palacio de Yus¨²pov donde Rasput¨ªn fue asesinado, ni la aguja del Almirantazgo, ni los puentes levadizos, ni otros grandiosos monumentos, sino la ansiedad con que una larga caterva de gente aguardaba su turno ante un puesto de venta de Pepsi-Cola que acababa de ser abierto precisamente junto a la puerta del Palacio de Invierno por donde penetraron los bolcheviques, el 26 octubre de 1917, para detener al Gobierno provisional. Suced¨ªa lo mismo en la Plaza de Tiananmen de Pek¨ªn, pasada ya la Revoluci¨®n Cultural. En medio de la gran explanada, frente al monumento funerario que contiene la momia de Mao, esperaba muy taciturno un centenar de personas para rendir homenaje al Gran Conductor; en cambio, en una esquina de la inmensa plaza hab¨ªa una cola de mil personas o m¨¢s ante una tienda, la primera, de pollos Kentucky. Esa cola se hab¨ªa convertido en un mercado clandestino donde se vend¨ªan pantalones vaqueros, discos de los Beatles y postales pornogr¨¢ficas, pies de tigre y polvos afrodis¨ªacos de cuernos de rinoceronte.
De aquel viaje a Nueva Orleans recuerdo que llegando a Bourbon Street por St Peter, en el barrio franc¨¦s, uno se tropezaba en una esquina caliente con el Preservation Hall, la primitiva gruta del jazz. Por all¨ª hab¨ªan pasado todos. El local se conservaba intacto y a¨²n estaba en activo. A media tarde el p¨²blico esperaba a que empezara la sesi¨®n, sentado sobre cajas de madera, a la vieja usanza. Muy cerca estaba el Old Absinthe con todas las paredes empapeladas con d¨®lares firmados y tambi¨¦n hab¨ªa un cocodrilo con gafas. All¨ª sol¨ªa beber lentamente Mark Twain acodado en la barra hasta que se le fund¨ªan los plomos. ?D¨®nde se pod¨ªa tomar ese famoso tranv¨ªa llamado Deseo? Ya no existe ¡ªme dijeron¡ª. Ahora a la calle del Deseo situada en un barrio extremo de la ciudad se va en autob¨²s. Uno de aquellos tranv¨ªas se guarda varado en un jardincillo como una reliquia detr¨¢s del mercado franc¨¦s. Todo Nueva Orleans ol¨ªa al sudor de la camiseta de Marlon Brando, lo mismo que la literatura de Tennessee Williams huele a esas flores carnosas que se pudren despu¨¦s de los entierros.
Al llegar por primera vez a R¨ªo de Janeiro me di cuenta del secreto que guardaba esa maravillosa ciudad. Su luz formaba una c¨¢rcel transparente en cuyo interior los fugitivos de la justicia de todo el mundo se sent¨ªan a salvo. Para ser libre bastaba con desnudarse e ir a la playa de Copacabana. El esplendor de aquella hoguera solar llevaba a toda clase de delincuentes al anonimato. Tambi¨¦n el aire con el grado exacto de miel disolv¨ªa a los pobres y a los ricos en una misma sustancia, a los desheredados que llegaban desde la favela Rocinha y a los multimillonarios que sal¨ªan de las suites de los hoteles de lujo. Sobre la arena de la playa solo reinaban los cuerpos de los j¨®venes desnudos que jugaban al voleibol.
La granja de la escritora Karen Blixen, la de Memorias de ?frica, est¨¢ situada a 15 millas de Nairobi. La granja es hermosa y su casa es elegante y austera, pero est¨¢ muerta. Solo los peregrinos cin¨¦filos esperan encontrar a Robert Redford y a Meryl Streep de vuelta de un safari. De Nairobi recuerdo el tronco de una encina que se elevaba en medio de la terraza del Stanley Club donde los viajeros dejaban tarjetas clavadas con se?ales y avisos de su paso. ¡°Olga, te ver¨¦ en Viena, Frank¡±. ¡°Liza, te espero en Marraquech¡±. ¡°John, te busqu¨¦ en El Cairo y me dijeron que estabas en Nairobi, Elsa¡±. Pero ning¨²n magnetismo era tan fuerte como el que emit¨ªa la calavera que se conserva en el museo del primer mono que se puso en pie con una vara de mando en la mano. La calavera parece que est¨¢ sonriendo. A qu¨¦ se debe esa sonrisa misteriosa es todo un enigma de la historia.
Despu¨¦s de tomarme un refresco de caqui en el oasis de Jeric¨® me adentr¨¦ en el mar Muerto para ba?arme bajo un sol mineral que, seg¨²n la Biblia, fue detenido en plena batalla por las trompetas de Josu¨¦ hasta alcanzar la victoria. Me adentr¨¦ en las aguas hasta perder pie y despu¨¦s me tend¨ª sobre la superficie aceitosa boca arriba sin poder hundirme por mucho esfuerzo que hiciera. Sab¨ªa que debajo de mi cuerpo estaba Sodoma sumergida por un castigo de Yahv¨¦ y trataba de o¨ªr los gritos de dolor y tambi¨¦n el murmullo de las fiestas de sus habitantes carbonizados, pero solo se escuchaba el balido tr¨¦mulo de las cabras de unos beduinos, que se alimentan de manuscritos sagrados. Este paraje hab¨ªa producido una enorme cantidad de profetas. Tambi¨¦n yo cre¨ª ver a Dios flotando en aquel vapor de bet¨²n.