Vivir a m¨¢quina
La decimos¨¦ptima entrega de ¡®El mundo entonces¡¯ trata sobre esas m¨¢quinas ¡ªordenadores, m¨®viles, aviones, autom¨®viles y tantas m¨¢s¡ª que formateaban las vidas de las personas y las fueron cambiando
En esos d¨ªas las cosas pululaban, y muchas de esas cosas eran m¨¢quinas. Las personas viv¨ªan en un mundo de m¨¢quinas. Durante la mayor parte de la historia no hab¨ªa sido as¨ª: las usaban, si acaso, en talleres y otros espacios especiales. Pero a lo largo del siglo XX sus entornos cotidianos se fueron llenando de aparatos y, en 2022, era raro el momento en que las personas no estaban en contacto con ninguno.
En el MundoRico las m¨¢quinas personales m¨¢s frecuentes se divid¨ªan en tres campos: el transporte, la comunicaci¨®n, la vida dom¨¦stica. Las m¨¢quinas dom¨¦sticas eran multitud. Instalaciones el¨¦ctricas e h¨ªdricas convert¨ªan las casas en cajas cuyas paredes eran conductos por donde circulaba el agua ¡ªservida o por servir¡ª y la energ¨ªa. Que alimentaban, gracias a motores y calderas y conexiones varias, lavabos y lavadoras y duchas y ba?eras y bid¨¦s y tazas ¡ªpara los detritus que aquellos cuerpos produc¨ªan¡ª, y las alarmas y los intercomunicadores y los relojes varios, los aparatos ¡ªel¨¦ctricos o a gas¡ª de calentar y enfriar el ambiente, los termostatos que los regulaban, las varias m¨¢quinas ¡ªel¨¦ctricas¡ª de fr¨ªo y de calor de la cocina y los peque?os ¡°electrodom¨¦sticos¡±, una proliferaci¨®n de engendros para picar, cortar, batir y dem¨¢s embestidas contra la materia alimenticia de esos d¨ªas (ver cap.2). Pero nada de eso hab¨ªa cambiado tanto las formas de vida como aquellas aspiradoras y lavadoras y afines que sostuvieron la ¡°liberaci¨®n¡± de las mujeres de esas tareas en la segunda parte del siglo XX.
El resto de cada casa MR tambi¨¦n rebosaba de cosas: en el sal¨®n sol¨ªan tener una televisi¨®n, calefacci¨®n y refrigeraci¨®n, quiz¨¢s un equipo de m¨²sica o una computadora, una bola-altavoz inteligente, varias l¨¢mparas; en cada dormitorio sol¨ªan tener un aire acondicionado o un ventilador y/o una estufa, un despertador con o sin radio, un soporte para el ordenador m¨®vil de bolsillo, un soporte para el reloj digital, un colch¨®n complejo, una televisi¨®n, varias l¨¢mparas, alguna computadora asimilada, sus terminales wi-fi, si acaso una persiana el¨¦ctrica, sus artilugios de seguridad y otras alarmas. Y en cada ba?o el lavabo, el bid¨¦, la dicha taza, una ba?era, una ducha con m¨¢s de una flor, un cepillo de dientes el¨¦ctrico, un limpiador de boca el¨¦ctrico, un secador de pelos el¨¦ctrico de uso mayormente femenino, un cortador de pelos el¨¦ctrico de uso mayormente masculino, una balanza, un tensi¨®metro, varias l¨¢mparas y, en las casas ricas de Asia, un inodoro inteligente.
De la existencia de este aparato peculiar se val¨ªa, en esos d¨ªas, un autor reaccionario para despotricar en un art¨ªculo. Lo reproduzco m¨¢s de lo que deber¨ªa porque creo que es ¨²til para entender cierto clima ¡ªconservador¡ª de ¨¦poca, una postura que ahora nos parece casi inveros¨ªmil. El quejoso visitaba Se¨²l, capital de Corea del Sur, pa¨ªs atravesado entonces por la t¨¦cnica de punta.
¡°Yo no estaba preparado para la cultura del inodoro inteligente, la letrina letrada. Quiz¨¢ por eso tard¨¦ d¨ªas en aprender a manejar su pantallita ¡ªy s¨®lo termin¨¦ de conseguirlo cuando entend¨ª que no ten¨ªa que manejarla: que alcanzaba con sentarme o pararme y dejar que el inodoro hiciera. A¨²n as¨ª, la pantallita ten¨ªa varias funciones que no pude entender para cumplir con sus dos metas centrales: limpiar la taza, limpiarme el ulterior.
¡°Me fui enviciando: sentarse era aventura. Por supuesto, tampoco consegu¨ªa entender la diferencia entre la funci¨®n silver y la funci¨®n kids, la funci¨®n cleansing y la funci¨®n bidet, pero no me daba por vencido. Prob¨¦, pens¨¦, experiment¨¦: las dos echaban un chorrito preciso ¡ªque se pod¨ªa redireccionar con la funci¨®n nozzle position y tornar juguet¨®n con la funci¨®n moving. Pero nada me impresion¨® m¨¢s ¡ªcarcajada cuando la descubr¨ª¡ª que la funci¨®n dry: un soplo de aire tibio perfectamente dirigido a eso que el maestro Quevedo supo denominar, con elocuencia y modestia y filol¨®gica cordura, el ojete.
¡°Desde entonces esper¨¦ y tem¨ª su irrupci¨®n en estas playas. En Corea, en Jap¨®n, el inodoro inteligente lleva dos o tres d¨¦cadas campeando en tantos ba?os y, sin embargo, en Occidente no se impone. Cada tanto chequeo; por ahora, el desembarco sigue sin suceder. Me tranquiliza, me sorprende.
¡°No s¨¦ qu¨¦ tradicionalismo de la deyecci¨®n los mantiene a raya, pero me alivia. Pienso en esta forma de la modernidad que consiste en rizar el rizo de lo conocido, persistir en el matiz de lo que no lo necesita ¡ªpara vender algo m¨¢s, algo distinto. ?Hasta qu¨¦ punto, me pregunto, la m¨¢quina que lat¨ªa bajo mis nalgas esos d¨ªas fue, digamos, una met¨¢fora de la banalidad de cierta forma de progreso? ?Hasta qu¨¦ punto puede ser, me insisto, el s¨ªmbolo de esos avances por los cuales construimos una red incre¨ªble de comunicaci¨®n para llenarla de siliconas mamiformes, robots complejos para lavar los platos, pl¨¢sticos extremos para falsificar zapatillas, televisores 4D para tertulias de tercera?¡±.
El tema del inodoro es m¨¢s complejo que lo que podr¨ªa parecer a simple vista. A fines del siglo XIX, su irrupci¨®n en los hogares fue un s¨ªmbolo del progreso de la civilizaci¨®n: por fin los excrementos se evacuaban solos por su propio circuito. Y a principios del XXI su equivalente ¡°inteligente¡±, que podr¨ªa haber marcado una nueva etapa civilizatoria ¡ªla automatizaci¨®n del proceso, la desconexi¨®n final entre el hombre y sus heces¡ª, no terminaba de imponerse. Autores lo relacionaban con el hecho de que, pese a la aparente revoluci¨®n, muchas de las tecnolog¨ªas m¨¢s habituales de esos d¨ªas segu¨ªan siendo las de 1900 con mejoras menores: la electricidad, la luz, los coches, los aviones se basaban en aquellos criterios.
Y el ¡ªrelativo¡ª fracaso del inodoro inteligente apoyar¨ªa esta hip¨®tesis. No quiero ni pensar qu¨¦ pensar¨ªa el citado quejoso si supiera c¨®mo hemos resuelto aquel problema.
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Algo parecido hab¨ªa pasado con las m¨¢quinas de transporte: su gran influencia se ejerci¨® a lo largo del siglo XX, cuando cambiaron el paisaje del planeta. El autom¨®vil hab¨ªa permitido armar ciudades tanto m¨¢s grandes, m¨¢s pobladas: si una persona pod¨ªa recorrer 20 o 30 kil¨®metros en menos de una hora en veh¨ªculos colectivos o individuales, su trabajo y su casa pod¨ªan estar a esa distancia y, por lo tanto, las ciudades se despatarraron. Las megal¨®polis que marcaron aquellos a?os fueron un da?o colateral del autom¨®vil ¡ªen su versi¨®n individual y sus versiones colectivas.
Mientras tanto sus grandes avatares, los camiones, surcaban autopistas y m¨¢s autopistas para llevar mercader¨ªas hasta los ¨²ltimos rincones: en los pa¨ªses ricos casi no hab¨ªa lugar que quedara fuera del circuito y, en los m¨¢s pobres, m¨¢s all¨¢ de las infraestructuras vacilantes, el problema no era la distribuci¨®n de las mercader¨ªas sino la distribuci¨®n de la riqueza, la falta de dinero que hac¨ªa que en muchos lugares nadie pudiera comprar lo que esos camiones habr¨ªan podido llevarles.
Sin embargo los veh¨ªculos de la Tercera D¨¦cada no eran muy diferentes de los de medio siglo antes. Como entonces, segu¨ªan movi¨¦ndose por tierra a un m¨¢ximo de ciento y pocos kil¨®metros por hora. Esto acotaba los desplazamientos: una persona conduciendo una m¨¢quina m¨®vil terrestre segu¨ªa sin superar los 150. Era veloz: durante los milenios anteriores nunca hab¨ªan podido pasar de los 40 que un caballo o un elefante pueden sostener. Pero era, a¨²n as¨ª, un l¨ªmite que hab¨ªa durado demasiado.
Y, aunque hab¨ªan sofisticado sus detalles, lo esencial de esos veh¨ªculos segu¨ªa igual: una caja pesada con asientos, ventanas, mandos y cuatro ruedas impulsada por motores de explosi¨®n seg¨²n el principio popularizado por Henry Ford cien a?os antes. Algunos empezaban a funcionar con electricidad ¡ªo una mezcla de explosi¨®n y electricidad¡ª pero eran pocos todav¨ªa. Y se agravaba ese fracaso consistente en tener que desplazar una tonelada de pl¨¢stico, metal, telas y vidrio para llevar a una se?ora a su oficina, a un se?or hasta el supermercado.
Lo que s¨ª hab¨ªa cambiado era la cantidad. En el mundo hab¨ªa, entonces, unos 1.400 millones de coches. Lo cual equivaldr¨ªa a un promedio de 175 coches cada 1000 habitantes ¡ªo un coche cada seis personas¡ª si no fuera otro enga?o de las estad¨ªsticas: en los Estados Unidos hab¨ªa 800 coches cada 1.000 personas, un coche por adulto, el 20 por ciento de los coches del mundo para el 4 por ciento de la poblaci¨®n, mientras que en el Congo o Guinea hab¨ªa 5 coches cada 1.000 personas: solo una de cada 200 ten¨ªa uno. Entre ambos extremos, el reparto cl¨¢sico: un coche cada dos o tres personas en los pa¨ªses m¨¢s o menos ricos, uno cada diez en el resto.
Era otra muestra de c¨®mo estaba organizado el mundo, con unos pocos pa¨ªses cuyas pautas de consumo depend¨ªan siempre de la misma condici¨®n: que los dem¨¢s no pudieran replicarlas. Estaba claro: un mundo con cuatro o cinco mil millones de autom¨®viles ¡ªcon la proporci¨®n de coches por habitante de los pa¨ªses ricos¡ª se habr¨ªa perdido en el humo en unos meses pero antes, en unos d¨ªas, habr¨ªa colapsado por falta de espacio, petr¨®leo y electricidad.
Frente a esas amenazas, se empez¨® a barajar la posibilidad de compartir los coches: la idea de que cada persona poseyera un coche que usar¨ªa una hora o dos por d¨ªa empezaba a parecer un poco polvorienta. Pero la mayor¨ªa se resist¨ªa: el coche no era un medio de transporte sino una definici¨®n personal, medallas y cocardas: soy el que tiene un Tesla, un Mercedes, un h¨ªbrido, un turur¨². Y, al mismo tiempo, los coches estaban coloc¨¢ndose en el centro de otra de esas injusticias que la preocupaci¨®n ambiental produc¨ªa con cierta frecuencia: muchos gobiernos nacionales y municipales empezaron a otorgar privilegios ¡ªrebajas impositivas, mejores accesos, aparcamientos especiales¡ª a los pocos coches el¨¦ctricos que ya circulaban. As¨ª, los centros de muchas ciudades quedaron m¨¢s o menos vedados para los coches de gasolina pero autorizados para los el¨¦ctricos. Un coche el¨¦ctrico todav¨ªa era bastante m¨¢s caro que uno de gasolina y, sobre todo, eran m¨¢s nuevos: quien no pudiera comprarse un coche nuevo ten¨ªa que resignarse a que su vieja m¨¢quina de explosi¨®n, m¨¢s barata, no pudiera llevarlo a los mismos lugares donde las caras s¨ª pod¨ªan entrar. Todo, por supuesto, en nombre de la ecolog¨ªa y la protecci¨®n del medio ambiente. Una vez m¨¢s, las buenas intenciones de los progres bienintencionados jod¨ªan a los m¨¢s pobres.
Hab¨ªa, mientras tanto, otra fisura en el sistema automotor: los coches mataban, cada a?o, unas 1.300.000 personas, m¨¢s de dos por minuto todos los minutos. Y los coches eran cosa de ricos pero sus muertes no: m¨¢s de la mitad de sus v¨ªctimas no viajaban en ellos sino caminando o pedaleando a los costados. Y nueve de cada diez muertes suced¨ªan en los pa¨ªses de ingreso medio y bajo, que solo ten¨ªan la mitad de los autos del mundo. Sus coches estaban peor, sus carreteras estaban peor ¡ªy las reglas ten¨ªan menos fuerza porque sus estados no pod¨ªan o quer¨ªan imponerlas.
En cualquier caso, 1.400 millones eran muchos coches: un barullo de desplazamientos continuos, masivos, permanentes. En ese mundo hab¨ªa m¨¢s coches que vacas ¡ªy los coches com¨ªan bastante m¨¢s y se com¨ªan bastante menos. Y se amontonaban m¨¢s: muchas de las ciudades de esos d¨ªas estaban cotidianamente colapsadas por aquellas acumulaciones en sus calles, horas y horas de inmovilidad que desment¨ªan el nombre de esos auto m¨®viles. De todos ellos, m¨¢s de mil millones eran particulares, maneras del transporte individual, los famosos mil kilos para mover setenta: la idea de posesi¨®n segu¨ªa triunfando.
(Una tendencia surg¨ªa, sin embargo: evaluar los transportes seg¨²n la relaci¨®n de su peso con el peso transportado. Esa proporci¨®n de 15 a 1 de los coches habituales empezaba a pensarse como un insulto a la inteligencia, otro fracaso. En un avi¨®n de pasajeros, por ejemplo, la proporci¨®n era tres veces menos: cinco a uno.)
Los coches eran, en esos a?os, elementos centrales de la vida. Y sus n¨²meros no paraban de crecer y su consumo de preocupar a muchos y se anunciaba una variante. Todav¨ªa se llamaban ¡°auto m¨®viles¡± porque se mov¨ªan sin ser arrastrados por caballos u otros animales, pero sus conductores ya hab¨ªan perdido parte de su autonom¨ªa: los pro-gramas que armaban itinerarios estaban a disposici¨®n de todos ¡ªen sus ordenadores personales m¨®viles¡ª y cualquiera que no conociese mucho su camino los usaba para encontrarlo y recorrerlo. Esto, que puede parecer una obviedad, fue un salto raro: los conductores ya no conduc¨ªan, no deb¨ªan arregl¨¢rselas para encontrar su ruta en el espacio real; solo ten¨ªan que seguir las instrucciones de un pro-grama. Ya no viajaban en el mundo sino en la pantalla; su trabajo consist¨ªa en lograr que su m¨¢quina siguiera las indicaciones que llegaban de esa otra m¨¢quina. Eran intermediarios, ejecutores de una voluntad ajena que se impon¨ªa con el argumento de que esa voluntad ¡ªvirtual¡ª manejaba mucha m¨¢s informaci¨®n que ellos.
(Lo cual cambi¨® mucho, tambi¨¦n, las carreteras y caminos: se hicieron m¨¢s complejos, muy enrevesados. Se construyeron cruces, desv¨ªos, rotondas y salidas que ning¨²n conductor habr¨ªa podido seguir sin la ayuda de sus ¡°GPS¡±. Era un buen ejemplo: el rotundo efecto secundario ¡ªmucho m¨¢s s¨®lido que el principal¡ª de una peque?a pantallita.)
Los conductores terminar¨ªan de perder el control poco despu¨¦s: ya en esos d¨ªas se experimentaba con m¨¢quinas a las que s¨ª corresponder¨ªa llamar autom¨®viles porque se manejar¨ªan solas, sin precisar que nadie las guiara. Entonces s¨ª la misma palabra ¡ªla misma noci¨®n¡ª recubrir¨ªa dos realidades tan distintas, separadas por m¨¢s de cien a?os. En esos d¨ªas el autom¨®vil autom¨®vil estaba en fase de experimentaci¨®n: se anunciaba que pronto andar¨ªa por la calle.
(Durante siglos, las m¨¢quinas fueron herramientas para hacer m¨¢s lo que ya hac¨ªamos: en lugar de roturar la tierra con un palo un arado abr¨ªa surcos, en lugar de moler granos con mortero un molino aprovechaba el viento, en lugar de hacer cuentas una calculadora contaba millonadas. Hasta que se volvieron herramientas para hacer lo que no hac¨ªamos: antes del tel¨¦fono era imposible hablar a la distancia, antes de los rayos equis nadie hab¨ªa visto el interior de un cuerpo vivo, antes de los aviones no vol¨¢bamos. El coche auto m¨®vil estaba pensado con un criterio diferente: hacer bien lo que las personas hac¨ªan mal ¡ªconducir autos¡ª para salvarlas de s¨ª mismas y su tonter¨ªa.)
El auto m¨®vil era un cambio, aunque no decisivo: el principio de la caja de mil kilos con sus cuatro ruedas segu¨ªa siendo el mismo. Pero ten¨ªa la fuerza del s¨ªmbolo: los hombres entregando a una peque?a inteligencia artificial una funci¨®n de la vida diaria que, hasta entonces, siempre hab¨ªan monopolizado. Otro avance de los algoritmos sobre las personas.
* * *
Los aviones tambi¨¦n funcionaban de la misma forma que medio siglo antes: propulsi¨®n a turbina alimentada con combustibles f¨®siles, no mucho m¨¢s de mil kil¨®metros por hora, no mucho m¨¢s de diez kil¨®metros de altura, no mucho m¨¢s de 15.000 kil¨®metros de autonom¨ªa, no mucho m¨¢s de 500 pasajeros ¡ªy casi siempre muchos menos. Los intentos de hacerlos viajar m¨¢s r¨¢pido que el sonido hab¨ªan fracasado uno tras otro ¡ªaunque, como sabemos, se preparaban nuevos.
Pero su uso se hab¨ªa extendido incontenible: pocas cosas contribuyeron tanto a la construcci¨®n de una ilusi¨®n global como la proliferaci¨®n de aquellos aparatos ¡ªque hac¨ªan que los desplazamientos fueran cada vez m¨¢s f¨¢ciles, tanto m¨¢s baratos. En 2022 el avi¨®n era casi un transporte com¨²n, que hab¨ªa perdido su aura lujosa y mov¨ªa multitudes. Cada d¨ªa entre 10 y 13 millones de personas se sub¨ªan a un avi¨®n y despegaban: m¨¢s de 4.500 millones de trayectos cada a?o. En todo momento medio mill¨®n de personas estaban suspendidas en el aire, desplaz¨¢ndose hacia alg¨²n lugar que, no mucho antes, habr¨ªa parecido inalcanzable. Corr¨ªa la sensaci¨®n de que la Tierra se hab¨ªa reducido considerablemente.
Pero los viajes a¨¦reos tambi¨¦n eran el privilegio de un sector: estudios m¨¢s meticulosos mostraban que el 10 por ciento m¨¢s rico del mundo, unos 800 millones de personas, acaparaban 76 por ciento del total de los vuelos. Y a¨²n en los pa¨ªses ricos solo una peque?a parte de las personas usaba regularmente los aviones: en Inglaterra, por ejemplo, la mitad de la poblaci¨®n no lo hab¨ªa hecho nunca. Lo cual no solo era otro s¨ªntoma de la desigualdad acostumbrada: tambi¨¦n significaba que esa minor¨ªa era culpable de la degradaci¨®n de la atm¨®sfera ¡ªde todos¡ª que los vuelos causaban. M¨¢s privilegiados apropi¨¢ndose de los recursos comunes, y despilfarr¨¢ndolos.
No hay datos precisos sobre la cantidad de personas que nunca en su vida se subieron a un avi¨®n: c¨¢lculos estimativos permiten suponer que en esos d¨ªas eran cinco o seis mil millones de personas. A¨²n as¨ª, es cierto que los viajes a¨¦reos se hab¨ªan democratizado y que, como las democracias de esos d¨ªas, inclu¨ªan enormes diferencias. El interior de un avi¨®n era uno de los lugares m¨¢s seguros y estratificados del mundo. Tras pasar por los controles m¨¢s severos, unas cuantas docenas de personas se ajustaban a un plan cuidadosamente dise?ado para que ocuparan determinados lugares en funci¨®n de sus capacidades econ¨®micas. Los m¨¢s ricos, claramente adelante, recib¨ªan un trato especial. De ah¨ª en m¨¢s se dibujaba una l¨ªnea descendente de patrimonio hasta la cola, donde se amontonaban los que no ten¨ªan los medios o la experiencia necesarios para adquirir un asiento mejor. Despu¨¦s, el vuelo en s¨ª era la mejor met¨¢fora de la entrega: los pasajeros se pon¨ªan en manos de unas personas que nunca hab¨ªan visto. Cada despegue inauguraba un tiempo de aislamiento: los aviones no ten¨ªan, todav¨ªa, buenas conexiones con el exterior, y segu¨ªan siendo espacios encerrados, extra¨ªdos del espacio global. A cambio ofrec¨ªan bastante seguridad: en la d¨¦cada anterior hab¨ªa habido, en los casi 40 millones de vuelos comerciales anuales ¡ªm¨¢s de 100.000 vuelos diarios¡ª, una media de 400 v¨ªctimas fatales cada a?o, una por cada 3.000 muertos en accidentes de coches.
(De pronto, los vuelos parecieron extenderse. Los programas de ¡°la conquista del espacio¡± hab¨ªan sido, entre los a?os 1960 y 70, una punta de lanza de la pelea entre los Estados Unidos y la entonces Uni¨®n Sovi¨¦tica. As¨ª, con inversiones multimillonarias, ambas potencias consiguieron una aceleraci¨®n que las llev¨® a poner esos famosos hombres en la Luna, naves en los planetas y miles de sat¨¦lites alrededor del mundo. Pero la ca¨ªda del r¨¦gimen sovi¨¦tico y la privatizaci¨®n del mundo norteamericano llevaron esa carrera a una especie de impasse. Aquellas haza?as que hab¨ªan enorgullecido a dos o tres generaciones se interrumpieron y, de alg¨²n modo, desaparecieron de los discursos m¨¢s difundidos. Fue un golpe: la idea generalizada de que el pr¨®ximo gran momento de la humanidad suceder¨ªa fuera de los l¨ªmites del planeta Tierra se fue difuminando, y ni siquiera provoc¨® lamentos, como si nunca nadie lo hubiera imaginado.
As¨ª, durante diez o veinte a?os, el espacio y su ¡°conquista¡± parecieron abandonados. Hasta que volvieron a aparecer, hacia fines de la Segunda D¨¦cada, en un modo adaptado a los tiempos: privatizados. Lo llamaron ¡°la carrera espacial de los billonarios¡±: por lo menos tres de los m¨¢s famosos construyeron sus propios cohetes espaciales y los lanzaron con prop¨®sitos distintos. Uno quer¨ªa armar una base industrial en el espacio, otro una estaci¨®n en Marte, otro unos paseos para turistas ultrarricos. Tambi¨¦n en este campo los estados occidentales fueron reemplazados por los potentados que esquivaban pagarles sus impuestos y se apoderaban de sus atribuciones (ver cap.13). China, mientras tanto, avanzaba callada.
Y, con el mismo silencio, los otros grandes estados del mundo recuperaban parte de sus planes espaciales. En esos d¨ªas, aunque parezca raro, la mayor¨ªa especulaba con la instalaci¨®n de bases lunares permanentes que les permitieran acceder a Marte, tanto m¨¢s prometedor.
Pero, a¨²n as¨ª, el espacio segu¨ªa sin ser un lugar de ilusiones. Y, de todos modos, comprobar la ignorancia tan extrema que hab¨ªa entonces sobre la composici¨®n y distribuci¨®n del universo todav¨ªa impresiona.)
Y por fin estaban los barcos, que ya hab¨ªan abandonado su papel de transporte de personas para centrarse en las mercader¨ªas: el 90 por ciento del tr¨¢fico de bienes ¡ªprimarios y manufacturados¡ª del mundo viajaba en esas supernaves (ver cap.14).
Algo parecido les pasaba a los trenes, que manten¨ªan los mismos esquemas que en 1900, solo que m¨¢s r¨¢pidos. Y, salvo en las regiones m¨¢s ricas, donde todav¨ªa transportaban pasajeros de larga distancia ¡ªmuchos a m¨¢s de 300 kil¨®metros por hora¡ª, en el resto del mundo se hab¨ªan convertido en un medio para mover mercader¨ªa o ciudadanos suburbanos. A¨²n as¨ª, en todo el planeta hab¨ªa 1.300.000 kil¨®metros de v¨ªas: lo suficientemente para darle m¨¢s de 30 vueltas. Paraguay, el primer pa¨ªs ?americano en construirse un tren, era el que menos ten¨ªa: 38 kil¨®metros. Y otros diez ten¨ªan menos de 100: entre ellos, Laos, Afganist¨¢n, Nepal, Sierra Leona. Del otro lado, solo dos pa¨ªses ten¨ªan m¨¢s de 100.000 kil¨®metros de v¨ªas: obviamente, Estados Unidos y China. Los primeros ten¨ªan muchos m¨¢s, pero la gran diferencia entre ellos, tan elocuente, era que mientras la mayor¨ªa de las v¨ªas chinas estaban electrificadas, en Estados Unidos apenas llegaban a 2.000 kil¨®metros: los chinos hab¨ªan fabricado en esos ¨²ltimos a?os, con las t¨¦cnicas m¨¢s avanzadas, lo que los norteamericanos hab¨ªan hecho siglo y medio antes. Detr¨¢s, por extensi¨®n de v¨ªas, los segu¨ªan Rusia e India, con poco menos de 100.000 kil¨®metros. Y, en el medio, la gran mayor¨ªa ten¨ªa m¨¢s de 1.000 y menos de 10.000 kil¨®metros de v¨ªas.
* * *
El transporte no hab¨ªa cambiado decisivamente en cien a?os; la comunicaci¨®n, en cambio, mucho. A fines del siglo XIX, un invento permiti¨® que la voz se independizara del cuerpo que la emit¨ªa: el as¨ª llamado ¡°tele-fono¡± ¡ªsonido a lo lejos¡ª lograba el milagro de que dos personas en dos lugares distantes pudieran conversar. Pero la instalaci¨®n, con cables y aparatos, era complicada, y tard¨® d¨¦cadas en generalizarse. Mucho m¨¢s r¨¢pida fue la difusi¨®n de un aparato llamado radio, lanzado durante los a?os 1920, que funcionaba en una sola direcci¨®n ¡ªreproduc¨ªa voces y sonidos emitidos desde un ¡°estudio¡± lejano¡ª; la radio tuvo, en esos a?os, un papel importante en la avalancha de reg¨ªmenes desp¨®ticos y m¨²sicas cacof¨®nicas.
Fue un primer paso decisivo en el camino de la autonom¨ªa de la voz: por primera vez, quien quisiera escuchar sonidos humanos no estaba obligado a reunirse con otros. Hasta entonces, la vida social estaba definida por esa necesidad: para entrar en contacto con semejantes era indispensable juntarse con ellos. En cambio, con la aparici¨®n de esas nuevas tecnolog¨ªas, dej¨® de serlo: una persona pod¨ªa estar sola y escuchar voces de otros, ser ¡°comunicado¡± e, incluso, ¡°comunicarse¡±. Esto, con sus desarrollos posteriores, tendr¨ªa gran influencia tambi¨¦n en el aumento de la proporci¨®n de personas que vivieron solas (ver cap.4)
La novedad conoci¨® un salto cualitativo en los 1950 o 1960, seg¨²n los lugares, cuando se difundi¨® un aparato que agregaba a esos sonidos una imagen, bastante aproximada, en blanco y negro: se llamaba ¡°tele-visi¨®n¡± ¡ªmirada a lo lejos. Esas m¨¢quinas ¡ªprimero una caja, despu¨¦s una plancha¡ª mostraban im¨¢genes de dos dimensiones en movimiento, primero en ¡°blanco y negro¡± ¡ªuna rara tecnolog¨ªa limitaba las im¨¢genes a esos dos tonos y sus mezclas¡ª y m¨¢s tarde en todos los colores, Sus ¡°programas¡± ¡ªas¨ª, curiosamente, se llamaban¡ª inclu¨ªan compendios de noticias, shows musicales, concursos de destrezas varias, caricaturas de la vida real, debates sobre nimiedades, pel¨ªculas viejas y cada vez m¨¢s deportes. Y su consumo ¡ªlos aparatos sol¨ªan estar en el sal¨®n y/o el dormitorio y/o la cocina de la mayor¨ªa de las casas¡ª lleg¨® a ocupar tres, cuatro, cinco horas de sus d¨ªas cada d¨ªa. Hacia 1980 la televisi¨®n era el espacio por excelencia, el lugar donde m¨¢s gente pasaba m¨¢s tiempo, cuyos sucesos conformaban sus vidas ¡ªy fue, de alg¨²n modo, un entrenamiento para la virtualidad: millones se acostumbraron a la idea de que lo importante suced¨ªa en una pantalla.
Parec¨ªa que la civilizaci¨®n de los televisores estaba ah¨ª para quedarse; cuando, en los 1980, se difundieron los primeros ¡°ordenadores personales¡± ¡ªo PC, personal computer¡ª, nadie pens¨® que a mediano plazo pudieran desplazarla. Esas primeras m¨¢quinas ten¨ªan funciones limitadas: se pod¨ªan usar para hacer cuentas y contabilidades, escribir textos, archivarlos, jugar a juegos primitivos ¡ªy muy poco m¨¢s. Sol¨ªan tener pantallas negras con letras verdes o blancas, muchos comandos complicados, toda la parsimonia. El gran cambio lleg¨® hacia 1990, cuando un par de se?ores astutos ofrecieron formas m¨¢s amigables de manejarlas ¡ªy se llenaron de oro (ver cap.13)¡ª y, al mismo tiempo, las m¨¢quinas empezaron a interconectarse en grandes redes: la primera fue aquella que llamaron ¡°inter-net¡± (ver cap.18). Fueron esas redes las que produjeron otro cambio radical: a diferencia de los aparatos hegem¨®nicos anteriores, estos empezaron a funcionar en las dos direcciones. All¨ª donde el televisor solo pod¨ªa ser mirado ¡ªante su receptor solo se pod¨ªa ser un receptor¡ª, la computadora permiti¨® la intervenci¨®n de sus usuarios: inaugur¨® un camino de ida y vuelta que regir¨ªa, desde entonces, las relaciones con ese tipo de aparatos. El receptor se volv¨ªa un emisor posible.
As¨ª que esas m¨¢quinas, que hab¨ªan empezado como una herramienta de trabajo y diversi¨®n, pronto ocuparon tambi¨¦n funciones de centro de comunicaci¨®n ¡ªprimero por textos parecidos a las cartas, despu¨¦s por peque?os mensajitos inarticulados, m¨¢s despu¨¦s por encuentros de voz, m¨¢s despu¨¦s a¨²n por encuentros cara a cara, al fin por reuniones multitudinarias. Y, mientras tanto, fueron convirti¨¦ndose tambi¨¦n en centros de entretenimiento: la lectura de los ¡°peri¨®dicos¡±, la escucha de las m¨²sicas, el visionado de los programas de la ¡°televisi¨®n¡±, la aparici¨®n de producciones especiales para ellas, la irrupci¨®n de esos nuevos vendedores de productos y de ideolog¨ªas que llamaron ¡°influencers¡± o ¡°youtubers¡± (ver cap.19). Los propios televisores se adaptaron: sus viejos canales fueron mayormente reemplazados por ¡°plataformas¡± a la carta que permit¨ªan elegir la pel¨ªcula o serie o programa o partido favoritos y el momento de verlos, en lugar de someterse a las decisiones de los programadores y a su manejo del tiempo. As¨ª, el relato audiovisual le quit¨® a los libros una de sus mayores ventajas: que cada quien pod¨ªa decidir cuando los consum¨ªa.
En un lapso breve esas m¨¢quinas ocuparon cada vez m¨¢s espacio y, ya en los 2000, mucha gente viv¨ªa buena parte de su vida en ellas: en ellas trabajaban, se comunicaban, se seduc¨ªan, se entreten¨ªan, se aburr¨ªan, controlaban sus finanzas y sus relaciones y sus agendas y m¨¢s y m¨¢s y m¨¢s. Era un primer paso hacia la concentraci¨®n de funciones en un solo aparato capaz de dar respuesta a casi todo.
Para colmo, unos a?os antes, el peso de esos gigantes se hab¨ªa visto multiplicado por la aparici¨®n de otra m¨¢quina inesperada, otra de esas que no respond¨ªan a una necesidad sino que la creaban: el ordenador m¨®vil de bolsillo o, como sol¨ªan llamarla, ¡°tel¨¦fono celular o m¨®vil¡±.
¡°El m¨®vil es la m¨¢quina que define estas d¨¦cadas¡±, escribi¨® hacia 2015 un autor desconocido. ¡°Hace 30 a?os, los primeros eran como ladrillos y no hac¨ªan nada que no hicieran los tel¨¦fonos fijos, salvo andar; hace 20 los m¨¢s nuevos se achicaron y empezaron a conectarse a la inter-red y, as¨ª, la catarata. En 2007 apareci¨® el primer smart phone ¡ªque el castellano tradujo, equivocadamente, como ¡®tel¨¦fono inteligente¡¯¡ª: se llamaba iPhone. Ahora unos cinco mil millones de personas tienen un m¨®vil; cuatro mil millones son inteligentes, mil millones no ¡ªlos m¨®viles, digo, por supuesto. Una de cada dos personas en el mundo tiene uno o m¨¢s; una de cada dos, ninguno: despu¨¦s hablamos de desigualdades¡±.
Pero lo cierto es que la aparici¨®n de esos aparatos, m¨¢s baratos y manejables que los dem¨¢s ordenadores, multiplic¨® el uso de la inter-net: millones de personas que no pod¨ªan tener una conexi¨®n en su casa dieron con una en su tel¨¦fono y muchos m¨¢s que s¨ª la ten¨ªan dejaron de depender de su posici¨®n para ¡°conectarse¡± ¡ªas¨ª que nunca se desconectaban.
¡°En los pa¨ªses ricos hay m¨¢s l¨ªneas de tel¨¦fonos m¨®viles que personas, es decir: muchos tienen m¨¢s de una. En ?frica, incluso, donde hace nada no hab¨ªa casi ninguna, ahora hay 80 l¨ªneas cada cien personas. Y su presencia es permanente: el m¨®vil es, ahora, la m¨¢quina con la que cada quien pasa m¨¢s tiempo. Horas y horas cada d¨ªa, y esa sensaci¨®n de que sin tu m¨®vil no eres nadie: no verlo unos minutos es zozobra. Las personas no hacen nada sin ese trozo de metal y vidrio, lo buscan, lo atienden sin parar, en el trabajo, en la casa, en el ba?o, en la cama; cualquier transporte es otra excusa para enfrascarse en ¨¦l. El m¨®vil ha cambiado realmente la forma en que vivimos, las formas en que convivimos, las vigilancias que sufrimos: los m¨®viles saben m¨¢s de nosotros que nosotros y se lo soplan a sus amos. Es de esas rarezas que se convierten en normalidad, novedades que olvidamos que son nuevas: ya no sabemos c¨®mo era preguntar c¨®mo se llega a tal lugar, enterarse de las noticias a la noche, ligar en un azar, no registrar cada momento con im¨¢genes, jugar a no jugar, pensar un rato, pensar incluso antes de hablar, perderse un par de horas¡±, escribi¨® aquel autor.
El ¡°m¨®vil¡± predominante en 2022 era un peque?o aparato de unos 200 gramos de peso y 50 cent¨ªmetros cuadrados, con una pantalla que ocupaba toda la superficie y una o m¨¢s lentes fotogr¨¢ficas (ver cap.16). Y los ¡°m¨®viles inteligentes¡±, hegem¨®nicos en el MundoRico, ofrec¨ªan casi todo lo que ofrec¨ªa cualquier computadora y m¨¢s: la portabilidad, la compa?¨ªa permanente. Con ellos las personas se hablaban, se mensajeaban, se ve¨ªan, se fotografiaban con denuedo, consultaban informaciones, escuchaban m¨²sica, miraban pel¨ªculas, organizaban sus itinerarios, chequeaban el tiempo, anotaban sus obligaciones, apuntaban sus notas, grababan sus conversaciones, controlaban su salud, encontraban amantes, almacenaban sus documentos y pases y pasajes, compraban, vend¨ªan, presum¨ªan: era cierto que viv¨ªan adosadas a esa m¨¢quina cada momento de sus vidas. Se calculaba que un usuario medio la miraba cada cinco o diez minutos y, cuando no la miraba, segu¨ªa atento a sus anuncios, que le llegaban v¨ªa sonidos o vibraciones para avisarle que deb¨ªa mirarla ¡ªaunque, ya entonces, los aparatos m¨¢s ¡°inteligentes¡± empezaban a comunicarse con sus portadores por pro-gramas de voz que, por momentos, les evitaban la tentaci¨®n y el engorro de mirarlos.
Esos engendros eran un paso importante en la direcci¨®n que dominar¨ªa por un buen tiempo el desarrollo tecnol¨®gico: la concentraci¨®n de las funciones, la b¨²squeda de la m¨¢quina ¨²nica, capaz de responder a ¡ªcasi¡ª todas las necesidades. Ten¨ªa sentido en esos tiempos en que la comunicaci¨®n todav¨ªa circulaba a trav¨¦s de aparatos.