Una garza
La luz de una casa de Pompeya es la luz de nuestra infancia en casa de la abuela, esa luz familiar que se me sigue escapando en la paleta
Este texto surge despu¨¦s de la contemplaci¨®n de una peque?a mancha pintada hace m¨¢s de dos mil a?os sobre un muro de piedra en el interior de una casa en la ciudad de Pompeya. Una mancha alargada que es una garza, aunque si una la contempla muy de cerca, ve solamente un manchurr¨®n blanco velado por tierras azuladas. Un empaste delicioso (qu¨¦ adjetivo horrible, trat¨¢ndose de pintura) que no solo es contundente por c¨®mo...
Este texto surge despu¨¦s de la contemplaci¨®n de una peque?a mancha pintada hace m¨¢s de dos mil a?os sobre un muro de piedra en el interior de una casa en la ciudad de Pompeya. Una mancha alargada que es una garza, aunque si una la contempla muy de cerca, ve solamente un manchurr¨®n blanco velado por tierras azuladas. Un empaste delicioso (qu¨¦ adjetivo horrible, trat¨¢ndose de pintura) que no solo es contundente por c¨®mo ha sobrevivido al paso del tiempo, sino tambi¨¦n porque la acci¨®n de quien mezcl¨® el pigmento con el yeso todav¨ªa h¨²medo y coloc¨® las pinceladas sobre la pared se siente m¨¢s v¨ªvida que el recuerdo de lo que est¨¢bamos haciendo cualquiera de nosotras hace una semana a esta misma hora.
La mancha, que supera en volumen la superficie lisa del muro, se enlaza en una suerte de pinceladas finas que se elevan hacia el cielo como el animal representado, que parece que acabe de tomar impulso. La paleta, de azules, grises y blancos (una paleta muy alejada de nuestra idea almagra y ocre de la paleta pompeyana), es de una elegancia y de tal virtud que, a una pintora vocacional como yo, la obliga a parar y a preguntarse si lo que lleva haciendo los ¨²ltimos diez a?os camina en la direcci¨®n correcta. Si existe esa direcci¨®n.
La pintura mide apenas diez cent¨ªmetros y ha provocado en m¨ª una gran emoci¨®n. Pienso en lo dif¨ªcil de la s¨ªntesis, en lo complejo de que lo humano permanezca en los actos que el ser humano lleva a cabo. En que una mancha pueda contener una emoci¨®n. Hace unos a?os, un profesor de pintura obsesionado con lo impresionante de los grandes formatos me dijo, delante de una pintura que acababa de desenvolver, que aquello estaba bien pero que, si midiera tres por tres metros, otro gallo cantar¨ªa. Pienso tambi¨¦n en lo necesario de saber explicarse sin ser redundante o pretenciosa, sin caer en la autocomplacencia o en lo impactante de, por ejemplo, los colores chillones o el gran formato. En lo hermoso de no solo experimentar, mientras se trabaja, lo misterioso de nuestro transitar en este mundo, sino tambi¨¦n de conseguir narrarlo.
Me gust¨® leer a Andr¨¦s Barba hablando de El ¨²ltimo d¨ªa de la vida anterior, su ¨²ltima y contundente novela, una historia corta que el autor asegura que ha sido de lo m¨¢s complicado que ha escrito en todos los a?os que lleva de carrera. Una trama que ten¨ªa atragantada, dice, y que solo puede trasladarse al papel, pienso, despu¨¦s de haberse alejado de los fuegos artificiales y de haber dedicado mucho tiempo a entenderla: una trabajadora de una agencia inmobiliaria se topa, en una de las casas que tiene intenci¨®n de ense?ar a unos clientes, con un misterioso ni?o que no parpadea y cuya aparici¨®n la encierra en una suerte de bucle que la aleja de la cotidianeidad de la vida que conoce.
De peque?as buscamos que todo sea definitivo. Quienes pintamos lo seguimos haciendo a trav¨¦s de una disciplina que se construye sobre la p¨¦rdida (cu¨¢ntas capas de pintura que durante minutos, segundos o d¨ªas reposan sobre la capa m¨¢s superficial de la tela y pens¨¢bamos definitivas, acaban borradas, fundidas, tapadas por pinceladas nuevas). Una mano firme coge con un pincel fino materia de una paleta y coloca en la pared con gestos r¨¢pidos, con peque?as pinceladas ascendentes, un pegote de pintura que est¨¢ a punto de emprender el vuelo: la mancha blanca.
Imagino al ni?o de la novela de Barba entrando en la casa pompeyana. Par¨¢ndose, igual que yo, delante de la garza de la pared de la izquierda de la puerta de entrada. Tocando con sus deditos rechonchos los grumos secos de pintura que alguien coloc¨® en el muro hace dos mil a?os. La luz de la casa de Pompeya es la luz de la casa de la novela de Barba, y tambi¨¦n es la luz de nuestra infancia en casa de la abuela, esa luz familiar que se me sigue escapando en la paleta. Al pintar buscamos anclajes, pretendemos ordenar el mundo para convertirlo en un lugar seguro. Pero nada es definitivo. Todo est¨¢ a punto de emprender el vuelo.