Aquella pistola del jard¨ªn en primavera
En aquel jard¨ªn derruido, Pasionaria a veces interrump¨ªa su charla y cantaba un zorcico con voz muy templada
Estaba sentada en un sill¨®n roto, de mimbre blanco, en aquel jard¨ªn derruido, rodeada de j¨®venes devotos que escuchaban con veneraci¨®n lo que ella contaba: ¡°Me gustaba mucho bailar pasodobles, Espa?a ca?¨ª o lo que fuera ¡ªdec¨ªa Dolores Ib¨¢rruri¨D. En la plaza de mi pueblo hab¨ªa un quiosco de m¨²sica y a su alrededor se montaba el baile los domingos por la tarde. All¨ª danzaba yo con todos los muchachos. Tuve un primer novio que se llamaba Miguel Echevarr¨ªa, lo recuerdo perfectamente, un chico de Matamoros...
Estaba sentada en un sill¨®n roto, de mimbre blanco, en aquel jard¨ªn derruido, rodeada de j¨®venes devotos que escuchaban con veneraci¨®n lo que ella contaba: ¡°Me gustaba mucho bailar pasodobles, Espa?a ca?¨ª o lo que fuera ¡ªdec¨ªa Dolores Ib¨¢rruri¨D. En la plaza de mi pueblo hab¨ªa un quiosco de m¨²sica y a su alrededor se montaba el baile los domingos por la tarde. All¨ª danzaba yo con todos los muchachos. Tuve un primer novio que se llamaba Miguel Echevarr¨ªa, lo recuerdo perfectamente, un chico de Matamoros, ajustador metal¨²rgico, muy t¨ªmido, que ven¨ªa atravesando los montes los domingos a sacarme a bailar. Dur¨® poco porque no hablaba nada. Si yo callaba, ¨¦l no hablaba. Un d¨ªa le dije: Ya no vuelva m¨¢s¡±.
Todo el aire del jard¨ªn lo llenaba el aroma del sofrito de carne de pollo, de conejo y de magro de cerdo que crepitaba en la paella. Pasionaria a veces interrump¨ªa la charla y cantaba un zorcico con voz muy templada mientras de la paella, que se guisaba en su honor, a veces saltaba el chisporroteo de aceite hirviendo, del que hab¨ªa que protegerse como de un bombardeo. A continuaci¨®n, el responsable del guiso reanim¨® el fuego de le?a y puso a sofre¨ªr las verduras. Algunos de aquellos devotos que se sab¨ªan de sobra la vida y milagros de esta santa jugaban a la petanca en la explanada del jard¨ªn, que en los buenos tiempos hab¨ªa sido cancha de tenis. Entre los jugadores estaba el guardaespaldas de Pasionaria, que hab¨ªa subido con ella a esta casa de la sierra del Guadarrama aquel domingo de mayo, reci¨¦n llegada a Madrid despu¨¦s de un exilio de 40 a?os.
¡°Yo pertenec¨ªa al apostolado de la oraci¨®n y llevaba un escapulario del Coraz¨®n de Jes¨²s aqu¨ª en el pecho y una cruz en la espalda. No todos los d¨ªas, no, en las fiestas, en las procesiones. A veces acompa?aba a la maestra a arreglar el altar y me confesaba todas las semanas, es lo bueno que ten¨ªa, hac¨ªas cualquier cosa, te confesabas y hala. Cuando en 1936 sal¨ª diputada y llegu¨¦ al Congreso no me impresion¨® nada. Me pareci¨® como la iglesia de mi pueblo con m¨¢s lujo. Estaba acostumbrada a las maderas, a los candelabros, a las alfombras, a los altares, a esas maravillas¡±.
Entre los asistentes a aquella comida campestre hab¨ªa hijos de rojos fusilados o encarcelados y de vencedores de la Guerra Civil. Entre ellos, al margen de la ideolog¨ªa de sus antepasados, se establecieron dos bandos irreconciliables. Ahora Pasionaria asist¨ªa a una discusi¨®n acalorada. ?Qu¨¦ hab¨ªa que echar primero a la paella, el agua o el arroz? En la paella ortodoxa, despu¨¦s del sofrito de la carne y de las verduras se echa el agua, se sube el fuego unos minutos para que rompa a hervir y despu¨¦s se deja que adquiera toda la sustancia a fuego lento durante media hora o m¨¢s. Otros eran partidarios de la paella sint¨¦tica, la que te dan en los restaurantes. Se sofr¨ªe el arroz y se a?ade el caldo y se deja a hervir durante 20 minutos y listo. Los gritos de la discusi¨®n llegaron hasta la cancha de tenis. Cumpliendo con su obligaci¨®n, el guardaespaldas se acerc¨® a preguntar qu¨¦ pasaba. Nada, no pasaba nada. Ganaron los ortodoxos, se calmaron las aguas y Pasionaria pudo seguir contando sus cosas mientras se hac¨ªa el caldo, antes de echar el arroz: ¡°Tampoco hab¨ªa en el Congreso alg¨²n personaje que me llamara mucho la atenci¨®n. Aza?a era un hombre muy herm¨¦tico, muy adentrado en s¨ª mismo, inteligente, pero cerrado. Indalecio Prieto era otra cosa, ten¨ªa mucha simpat¨ªa, yo le quer¨ªa mucho. Besteiro era un se?or muy estirado, no tuve relaci¨®n con ¨¦l. ?C¨®mo iba yo, mujer de un minero, tener trato con un hombre tan fino? Gil Robles era inteligente, un enemigo de cuidado. Calvo Sotelo era el gran adversario, pero nunca le dije que morir¨ªa con las botas puestas. Lo que pasa es que yo era una mujer de pueblo, vestida de negro, que hablaba clarito y eso impresionaba mucho a aquella gente. ?Stalin? A m¨ª me trataba con afecto. Era de regular estatura, ni alto ni bajo. Vino a verme al hospital cuando ingres¨¦ en 1948 para operarme de ves¨ªcula. No, no, nunca le di la mano¡±.
En aquel jard¨ªn derruido alrededor de una casona devastada bajo unos pinos centenarios, la armon¨ªa era perfecta. Sobre la mesa hab¨ªan quedado restos de una paella muy celebrada. En unos columpios se balanceaban unas ni?as rubias que el d¨ªa de ma?ana crecer¨ªan en libertad; ol¨ªan las jaras aquel domingo de mayo de 1977, en el bosquecillo de robles cantaban unos mirlos. Dolores Ib¨¢rruri, con la mano en la barbilla se puso a dormitar en el sill¨®n de mimbre blanco desvencijado. Unos volv¨ªan a jugar la petanca. La chaqueta del guardaespaldas de Pasionaria ten¨ªa dos aberturas. Al agacharse para lanzar una bola lleg¨® un soplo de brisa y dej¨® al descubierto sobre uno de sus ri?ones, encasquetado en la correa, un pistol¨®n del nueve largo. Fue entonces cuando se rompi¨® todo el encanto.