¡®Tesoro¡¯
La ¨²ltima vez que hab¨ªa estado ah¨ª fue, creo, en 1983. Jugaba en ?uls y el f¨²tbol era mi mundo, galaxia y universo. No el f¨²tbol de los mayores que se ve¨ªa en televisores aparatosos de dos canales. Tampoco el de la radio, como sonido ambiente de cada domingo mientras jugaba a la pelota contra rivales imaginarios, y que entend¨ªa mas por los gestos y las reacciones de los grandes que por la carrera atropellada de los relatores que ya entonces, igual que ahora, asum¨ªan ese reto imposible que es perseguir la realidad con las palabras.
Mi mundo era ese f¨²tbol que todav¨ªa no estaba atravesado por t¨¢cticas, por estrategias, ni por presiones, ni por hinchas, ni por periodistas. Ten¨ªa la simplicidad de lo genial y eliminaba todo aquello que, con el tiempo, agregamos entre la diversi¨®n y la pelota. Pero entonces nada de eso importaba y nadie se quejaba de la altura del c¨¦sped ni de la presi¨®n de la pelota porque c¨¦sped no hab¨ªa casi nunca y de pelota servia cualquier cosa: lata, chapita, media, botella, lim¨®n. El f¨²tbol era jugar y jugando al futbol, en ese gesto tan sencillo de patear algo, me lat¨ªa el coraz¨®n en los o¨ªdos.
Record¨¦ la esquina, de frente a la izquierda, llegando por Santa Fe. El alambre romboidal oxidado, doblado ac¨¢ y all¨¢ por a?os de sufrir las pisadas de los pibes que cortan camino, se trepan y saltan a buscar las pelotas cuando caen afuera. Record¨¦ los retazos de media sombra atados al alambre para que no se puedan ver los partidos desde afuera. Record¨¦ la zanja, la vereda de tierra y la inacabada pared sin revoque que los chicos segu¨ªan usando de front¨®n para, sin darse cuenta, aprender de a poco a hacer otras paredes. Pagu¨¦ los doce pesos de la entrada que el secretario guard¨® en una cajita de madera y al asomarme escuch¨¦ los mismos gritos de los mismos padres, que en todos estos a?os todav¨ªa no han aprendido que los hijos van ah¨ª a divertirse, y que los gritos no divierten a los chicos, y que si los chicos dejan de divertirse no van m¨¢s y chau.
No recordaba, no podr¨ªa haber recordado, el edificio nuevo que hay por Sucre y que, 29 a?os despu¨¦s, proyecta en la tierra una sombra oblicua, dura, como salida de un cuadro de De Chirico. S¨ª record¨¦ la emoci¨®n. La ilusi¨®n pura que sent¨ªa al llegar a esos partidos. Como cuando abrimos un viejo ¨¢lbum de fotos, cada fotograma, cada secuencia (los bancos de tronco, el ritual de la planilla y los carn¨¦s, el chico en puntas de pie apoyado en la pileta para alcanzar a tomar agua de la canilla) me empujaba hacia atr¨¢s hasta dejarme atascado en el tiempo. Imaginando como seria poder volver a entrar ah¨ª con los mismos ojos, atarme los cordones, doblar las medias justo por debajo de las rodillas y empezar todo de nuevo.
Cuando oscureci¨® todav¨ªa se jugaba el partido de la categor¨ªa 2005 y se encendieron cuatro hal¨®genos como cuatro velas. Los chicos de la 2006 de "Juan XXIII", que era visitante, se inventaron un picado atr¨¢s del kiosco mientras esperaban que empiece su partido. Sin m¨¢s, frente a m¨ª, el milagro repetido del f¨²tbol: ocho pibes pateando una botella de pl¨¢stico demostrando una vez mas que la felicidad es sencilla. La magia la encontr¨¦ un rato mas tarde, en los ojos de mi hijo, cuando al concluir el partido sali¨® de la humilde canchita en penumbras y me dijo "fue como la Champions League, papi".
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