De h¨¦roes y jubilados
En el Abierto de Australia, Federer y Nadal limpiaron la palabra deporte, callaron a quienes alardeaban de la calidad de sus ata¨²des y dieron brillo a su leyenda
De estos dos se?ores que se saludan en la imagen ya se ha dicho todo, as¨ª que no esperen encontrar en estas l¨ªneas nuevos datos, cifras ignoradas, proezas no reveladas y mucho menos, por inexistentes, malas artes. Ni siquiera ser¨¢ posible hallar adjetivo alguno no utilizado hasta el aburrimiento. Es muy probable que ya no nos deslumbren los n¨²meros, por brutales que sean. Reparamos, porque nos lo cuentan y es necesario hacerlo, en que estos dos se?ores se han enfrentado en 36 ocasiones, 22 de ellas en finales de torneos de las que nueve pertenecen al Grand Slam. As¨ª que nos sentamos ante el televisor y rebobinamos la memoria, 11 a?os m¨¢s o menos, sinti¨¦ndonos en el Wimbledon de 2006, en la primera gran final que les enfrent¨®. A partir de entonces estos dos se?ores, Roger Federer y Rafael Nadal, se hicieron habituales en nuestra cotidianeidad. Ve¨ªamos crecer al joven espa?ol, haciendo sombra al jugador de tenis m¨¢s extraordinario que jam¨¢s vieron nuestros ojos. De repente nos encontramos con que aplaud¨ªamos las victorias de Nadal, claro que s¨ª, pero no llor¨¢bamos las de Federer. El patriotismo deportivo que tanto falsea la realidad fue perdiendo peso cuando ambos se enfrentaban. Quedaron en su trinchera, faltar¨ªa m¨¢s, los que disfrutan cada ma?ana sabedores de que el islote de Perejil sigue siendo espa?ol. Y qued¨® tambi¨¦n all¨ª el periodismo de bufanda, que no tiene remedio. Pero en general, el com¨²n de los mortales aceptaba que, en aquella lucha de gigantes que acompa?aba nuestra existencia, los dos eran los mejores.
El tiempo, sin embargo, comenz¨® a hacer estragos. Djokovic y otros consiguieron oscurecer el aura de invencibles que tra¨ªan nuestros colosos. De Nadal supimos que las lesiones le golpeaban sin piedad y que una ministra francesa ten¨ªa la lengua muy larga. Volvi¨® en verano para los Juegos, en lo que se antoj¨® un feliz par¨¦ntesis en su ya definitiva bajada a los infiernos. Con Federer se nos hizo creer que hab¨ªa adquirido la condici¨®n de casi cad¨¢ver, que es lo que se piensa de un jubilado cuando no se tienen noticias suyas. Y el tenis comenz¨® a olvidarles.
Melbourne, Australia, ma?ana del domingo. De nuevo el televisor nos devuelve la gigantesca figura de dos jugadores de tenis irrepetibles, de los dos deportistas que han mantenido el duelo m¨¢s intenso y m¨¢s duradero que conoce el deporte moderno. De nuevo el televisor nos muestra a Nadal y Federer, al herido y al jubilado, a dos se?ores que se niegan a desaparecer, a ser enterrados por el peso de la historia. Por un momento el deporte deja de ser una guerra fratricida, un concurso de pla?ideras, un Madrid-Bar?a insufrible, un todos sabemos c¨®mo funciona esto, un error que se convierte en robo, un y t¨² m¨¢s, y t¨² m¨¢s, un lagrimeo constante avalado por lun¨¢ticas conspiraciones, por insultos que se jalean, por dementes que se sienten en el derecho de esparcir mierdecilla por las redes refugiados en el anonimato de un alias que no tapa sus miserias, como no lo hace la gabardina de un exhibicionista.
El domingo, en Melbourne, Federer y Nadal, de 35 y 30 a?os, limpiaron de excrementos la palabra deporte, callaron a quienes, ufanos, alardeaban de la calidad de sus ata¨²des y dieron brillo a su leyenda, que se resiste a morir. Es el deporte una actividad que soporta, porque no le queda otra, que se inventen en su nombre h¨¦roes de todo a 100, de quita y pon, personajes de medio pelo a los que el borreguismo eleva a altares de cart¨®n piedra. Pero de vez en cuando los h¨¦roes son reales. Ayer hubo dos, all¨¢ en Melbourne, donde gan¨® Federer y no perdi¨® nadie.
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