Jugar al f¨²tbol con pistolas en el pantal¨®n
Visita a una de las favelas de R¨ªo, donde el deporte sirve como escapatoria a la tentaci¨®n del narco
¡°?Karen!, ?Karen!, ?Karen!¡±.
El grito es agudo, juguet¨®n e insistente, ignorado por todos los que conversan en el peque?o comedor de una casa cualquiera del Morro de Salgueiro. El perro ladra, las jaulas de los canarios crujen y Karen, de 11 a?os, salta escopeteada del sof¨¢. Se escucha el chasquido de las chanclas contra el suelo cuando corre por pasillos que parecen laberintos. ¡°La vienen a buscar porque es la mejor¡±, dice el abuelo de la ni?a. Es la primera vez que abre la boca, quiz¨¢ la ¨²nica. La charla la domina su mujer. Primero ense?a la casa, despu¨¦s las vistas desde el Morro, tambi¨¦n hace referencia a los p¨¢jaros, y, sobre todo, presume de su nieta. Buena estudiante, campeona de Yuyitsu en la escuela de la polic¨ªa, enamorada del f¨²tbol. ¡°?Neymar?¡±, dice; ¡°no. A m¨ª me gusta Marta¡±.
Karen se desliza por las calles tan empinadas como serpenteadas, duras de escalar para un forastero, no para ella, mucho menos un s¨¢bado por la ma?ana cuando le llega la hora de ir a jugar a la pelota en la escuela de f¨²tbol de Salgueiro. En el Morro viven aproximadamente 7.000 personas. Es una de las 767 favelas de R¨ªo de Janeiro. El 20,63% de los habitantes de la capital carioca viven en asentamientos informales. ¡°Yo le digo que, al menos, se tome un vaso de agua. No se puede hacer deportes sin tomar agua. Le puede hacer mal¡±, se queja la abuela de Karen, jubilada; su marido trabaja de pintor, su hija vende tasas y su yerno es motoboy, como se conoce a los repartidores en Brasil.
No est¨¢ sola Karen en el campito. Es una de los 100 ni?as y ni?os que participan de la escuela, un proyecto de Marcos Lelello. A las nueve se abre el port¨®n y comienzan a aparecer los peque?os de entre ocho y 12 a?os. ¡°Bom dia¡±, dicen todos; algunos deslizan mano y chocan pu?o. Van vestidos con camiseta blanca y pantal¨®n azul, pocos, sin embargo, tienen zapatillas. ¡°Inici¨¦ este proyecto hace ya casi 20 a?os para mis hijos, mis sobrinos y algunos amigos de ellos. La idea siempre fue la misma: alejar, al menos un rato, a los ni?os de las calles¡±, cuenta Marcos. Mar¨ªa mira como su hijo Gabriel Couto, m¨¢s entusiasta que talentoso, corre detr¨¢s del bal¨®n. Es la ¨²nica madre. ¡°Hoy, por suerte, ten¨ªa el d¨ªa libre y lo pude venir a ver¡±. ¡°Lo mejor del proyecto¡±, dice Mar¨ªa; ¡°es que los chicos est¨¢n lejos de los bandidos¡±. Y a?ade con alegr¨ªa: ¡°Y mira cu¨¢ntas ni?as hay! Mi padre no me dejaba jugar al f¨²tbol¡±.
Hay calles asfaltadas, otras de tierra, sin embargo, hay solo dos caminos en Salgueiro. ¡°Est¨¢ el que es m¨¢s inmediato, pero arriesgado. Y est¨¢ el m¨¢s largo, pero seguro. Hay muchos que han elegido estar junto a los narcos. Es verdad. Algunos murieron, otros est¨¢n presos. Y est¨¢n lo que andan por la comuna. Yo les pregunto: ¡®?Ya tienes mucho dinero?¡¯ ?Tienes todos los problemas resueltos?¡±, cuenta el creador del proyecto. La realidad eclipsa a la ficci¨®n en Salguiero. ¡°?Millonarios?¡±, se r¨ªe Lelello; ¡°los narcos ricos son pocos. La plata se la quedan dos o tres y los pol¨ªticos¡±. La droga es dinero en cautiverio para los que eligen el negocio del tr¨¢fico de drogas. ¡°Podr¨¢n tener m¨¢s dinero que yo, pero nunca mi libertad. No pueden salir de la comuna¡±, cuenta Rafael, ayer un ni?o del proyecto, hoy colaborador de Marcos. ¡°No formo futbolistas, formo personas¡±, subraya Lelello.
Hace una hora que los ni?os saltaron al campo, cuando, de repente, aparece Jeseil, con paso lento y cara de dormido. Todos lo aplauden y Marcos lo filma con el m¨®vil. Espera en un costado hasta que sus compa?eros terminen el ejercicio. ¡°Yo no soy profesor, soy un integrador. Aqu¨ª los chicos no pueden saben que tienen que cumplir horarios, respetar a sus compa?eros y no decir malas palabras¡±, explica Marcos.
¡°A mi me gusta venir a aqu¨ª porque no hay peleas. Nadie me pega ni me grita. No es como el campo de arriba¡±, cuenta Joan, que habla para dentro y explica que no le gusta Neymar porque se cae mucho. ¡°Ah¨ª pasan otras cosas¡±, interviene Rafael. El campo de arriba est¨¢ muy arriba. A metros del techo del morro, all¨ª desde donde se puede ver el Maracan¨¢, hay otro campo. Definitivamente no le tiene nada que envidiar a cualquiera de un barrio de lujo en R¨ªo. El c¨¦sped artificial est¨¢ impecable y hasta tiene una especie de tribuna. ¡°Nada de fotos¡±, advierte Marcos. Dos segundos m¨¢s tarde se entiende el porqu¨¦. Un hombre con cara de que ya ha tuteado con las peores miserias de la vida custodia la casa lindera al campo con una ametralladora pegada al cuerpo. ¡°Aqu¨ª se juega con pistolas en el pantal¨®n. No es f¨¢cil ganar¡±, asegura Rafael.
Se termina el partido. Y llega la hora de comer, para algunos la m¨¢s esperada. Ordenados en sillas enfrentadas, dejan un pasillo para que Marcos reparta bocadillos y Rafael llene los vasos de Fanta. ¡°Para muchos es la ¨²nica comida del d¨ªa¡±, explica Lelello. ?Qui¨¦n financia? ¡°El Gobierno ayuda en elecciones, la polic¨ªa entra a los tiros. Aqu¨ª nos ayudamos entre nosotros. Gente amiga que colabora¡±, dice Marcos. Como Pablo Dyego, jugador del Fluminense, criado bajo el ala de Lelello. ¡°Amigos, solo hay que confiar en los amigos. No quiero dinero, despu¨¦s tengo que rendir cuentas¡±. Marcos est¨¢ recopilando libros para armar una biblioteca y lo ¨²nico que pide es que se colabore con material deportivo. Todo para sus ni?os. ¡°Mira que contentos se van¡±.
Peto azul en el pecho, Karen marca un gol. Lo grita en silencio con el pu?o apretado. Est¨¢ descalza. ¡°Se me rompieron. No pasa nada¡±, dice Karen, a la que ya busca el Fluminense. ¡°A nuestra ni?a le faltar¨¢n muchas cosas, pero no le faltar¨¢n sue?os¡±, dice su abuela. Y Karen deja volar su imaginaci¨®n. Espera que alg¨²n d¨ªa sea la torcida del Flu la que grite su nombre. O la de Brasil, por qu¨¦ no, como Marta. El deseo de Marcos es m¨¢s sencillo. ¡°Que nunca grite su nombre la polic¨ªa¡±.
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