Calor, ca¨ªdas y sprint de Caleb Ewan en el horno de N?mes
El dan¨¦s Fuglsang, uno de los favoritos al inicio, se rompe una mano y abandona dos d¨ªas antes de los Alpes
El calor, m¨¢s de 35 grados, les da una bofetada cuando bajan del autob¨²s refrigerado y Valverde, que es de Murcia, un horno tan potente como N?mes, o m¨¢s, dice ¡°hace mucha calor¡±. ¡°En Murcia, por lo menos, a esta hora es cuando termino de entrenar y me meto al fresco¡±.
Es la una de la tarde.
Junto a la salida, frente a la casa de su hermano Alain, el primer Nime?o, que todos los d¨ªas la ve desde el balc¨®n de su casa, una estatua de Nime?o II, torero condenado a la tragedia y para quien reclama en un hermoso libro que su cuerpo se cubra con luz. El bronce quema, y nadie puede tocarlo, como quema la arena de las Arenas en Pentecost¨¦s y como arde, y quema la vista de quien se atreve a mirarlo, el asfalto sobre el que rodar¨¢n los ciclistas, condenados por el Tour a darse una vuelta de cuatro horas por las C¨¦vennes secas, antes de regresar al punto de partida. Tony Martin enga?a a su cuerpo y castiga a su espalda con un chaleco relleno de cubitos de hielo que se derriten tan veloces como su marcha al frente del pelot¨®n en los kil¨®metros m¨¢s tediosos. Pedalea con fresco el alem¨¢n, un rato por lo menos, y lo hace sin gafas, con los ojos entrecerrados, como si brillara el sol de Cabo de Gata y ¨¦l fuera uno de los campesinos de all¨ª, pero su trabajo no le cunde a Groenewegen, el sprinter de su equipo, el Jumbo, que en los ¨²ltimos metros se queda encerrado junto a las vallas, a la sombra al menos, y no puede coger a tiempo la cola lanzada del cohete diminuto Caleb Ewan, que gana su segunda etapa.
Cubierto con la luz de su maillot amarillo, Alaphilippe, asfixiado por el calor, huye de la meta casi antes de que terminen de llegar todos sus compa?eros de gira. Algunos, como Nairo, llegan en un grupo cortado por una ca¨ªda; otros se han dejado ir convencidos de que lo hacen para no gastar fuerzas que necesitar¨¢n en los Alpes, cuando en realidad marchan despacio porque no pueden m¨¢s. Buscan groguis las sombras de los pl¨¢tanos en las carreteras que huelen a Provenza h¨²meda, sin lavanda, y suenan a chicharras infatigables, y las hojas ni se mueven para regalarles brisa. Fuglsang se acerca tanto a un plato en un bulevar sombreado de Uz¨¨s que sufre una ca¨ªda. Le quitan el casco y parece tan alelado como parec¨ªa el ciclista argelino de la leyenda del Tour de los a?os 50, a quien los lugare?os le dieron un rosado muy fresco para hidratarle y medio cogorza reemprendi¨® la marcha en sentido contrario. Todos se rieron mucho vi¨¦ndole hacer eses en bici, pero el pobre Fuglsang, que ya perdi¨® sus aspiraciones de victoria cuando se cay¨® en Bruselas, despierta conmiseraci¨®n. Se ha roto la mano izquierda. Abandona cuando iba noveno. Deja hu¨¦rfanos y libres a los espa?oles del Astana, ciclistas de car¨¢cter guerrero y atacante. Tambi¨¦n volvi¨® a caerse Thomas, pero sin consecuencias: no perdi¨® las gafas, el elemento delator de la gravedad de sus repetidas ca¨ªdas.
En Gap, al pie de los Alpes, donde llegan el mi¨¦rcoles los chicos del Tour, anuncian tormentas. Todos sonr¨ªen.
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