Autoficci¨®n en la Cervantina
?Alguien creer¨¢ que un d¨ªa fui internacional y que todo fue tal y como aqu¨ª lo cuento?
¡°Corre, Galder, ?hostia!¡±.
El que me grita es el periodista Nacho Carretero. Luce mo?o y va vestido con el traje completo de la selecci¨®n espa?ola de f¨²tbol con el n¨²mero 6 en el pecho y en la espalda. Le respondo con una mirada que ¨¦l entiende hostil, pero es en realidad incr¨¦dula: ?qu¨¦ hago yo aqu¨ª? Nos encontramos a las afueras de Fr¨¢ncfort, en un campo de f¨²tbol de 90 metros de largo y 45 de ancho, jugando un partido 11 contra 11 frente a unos tipos enormes vestidos de Alemania que corren como si huyeran de algo y juegan juntos desde hace 15 a?os. Debemos de estar en torno al minuto 40 del segundo tiempo. Perdemos 3 a 1.
El bal¨®n va de un lado a otro, an¨¢rquico e inasible. Compa?eros pasan a mi lado fugaces y apurados, con la lengua fuera: Gabi Mart¨ªnez, Marta San Miguel, ?lex Prada, Pablo Garc¨ªa Casado. Todos bien uniformados con medias y pantal¨®n azul oscuro y camiseta roja, menos yo, que llevo calcetines naranja fosforito y calz¨®n negro con publicidad. Al fondo, tras la valla, distingo a Elisabeth Duval y Rosa Montero, que se divierten, r¨ªen y dan palmas y nos animan. De pie en el banquillo, el editor Miguel Aguilar grita ¡°a por ellos¡± y ¡°al tobillo¡± y ¡°vamos, vamos¡±.
Hay momentos en la vida en que uno debe pararse y recapacitar sobre lo que est¨¢ sucediendo. Que me aspen si este no es uno de esos. Tomo aire. Miro alrededor. Pero Carretero grita de nuevo: ¡°?Presiona, Galder!¡±.
Corro, pero en la medida de mis posibilidades. ?Seguro que estoy despierto? ?Cu¨¢ntas veces he so?ado que intento correr y las piernas no me responden? Recuerdo: me convoc¨® Miguel Aguilar hace unos meses para jugar un partido de f¨²tbol con la selecci¨®n espa?ola de escritores en el marco de la Feria de Fr¨¢ncfort. El plan sonaba muy divertido y acept¨¦. Le pregunt¨¦ qui¨¦n m¨¢s estaba seleccionado. ¡°Por ahora, solo t¨²¡±, respondi¨®. Nos pusimos pies a la obra para localizar jugadores. Armamos algo parecido a un equipo que se bautiz¨® como La Cervantina. Y aqu¨ª estamos. Un rato antes, en el vestuario, todos unimos las manos para entonar un grito de guerra al son de nuestro capit¨¢n: ¡°?Don Miguel de¡ CER-VAN-TES!¡±.
Cuando me preguntaron de qu¨¦ jugaba respond¨ª de bromas que de portero suplente. Por eso no voy uniformado, porque me trajeron una equipaci¨®n de guardameta, con el 22 a la espalda. El titular es ?lex Grijelmo, un gato de sesenta y pico a?os que ataja mejor que muchos porteros de Primera Divisi¨®n. Enrique Ballester se ha lesionado y juego con su camiseta, de lateral izquierdo. Al entrar al verde me ha rogado: ¡°Comp¨®rtate, por favor, que llevas mi nombre en la espalda¡±.
Observo a Carlos Mara?¨®n, nuestro capit¨¢n, que se deja el alma en cada lance, que corre arriba y abajo, salta, golpea el bal¨®n con furia, da ¨¢nimos a nuestros jugadores. Envidio profundamente su entrega y pienso, avergonzado, que al saltar al campo me he recordado que mi objetivo era no hacerme da?o. Contagiado de su entusiasmo, intento una ¨²ltima carrera con mi marcador. No me da el cuerpo. Opto por otra estrategia.
Somos escritores, tiro de argumentario: intento convencer al defensa rival de que me deje anotar un gol, solo uno. Pongo cara de ni?o asustado y le digo: ¡°En ocasiones escribo autoficciones¡±. Le se?alo el tiempo, le recuerdo que van a ganar de todas maneras y que un gol m¨¢s o menos en contra no empa?ar¨¢ su actuaci¨®n y, sin embargo, a m¨ª me har¨ªa feliz y me permitir¨ªa escribir algo grande. ¡°?Lo importante es la literatura, no el f¨²tbol!¡±, exclamo.
?l niega con la cabeza y, en perfecto ingl¨¦s, me pide que le deje en paz. No lo hago hasta que el ¨¢rbitro pita el final. Mientras abandono el campo, me pregunto si cuando escriba de esto, porque lo har¨¦ de todos modos, me acusar¨¢n de tener demasiada imaginaci¨®n. ?Alguien creer¨¢ que un d¨ªa fui internacional y que todo fue tal y como aqu¨ª lo cuento?
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