Norma y uso del idioma
Hace poco, con mejor intenci¨®n que acierto. se me preguntaba en una encuesta qu¨¦ tipo de lengua debe ense?arse a los escolares, si ?la estrictamente acad¨¦mica, absolutamente divorciada del contexto ling¨¹¨ªstico en que se mueve el alumno, o una lengua que, de alg¨²n modo, considere ese contexto y admita determinados hechos de habla como algo totalmente aceptable?.Pienso que esta pregunta plantea un problema que es acuciante para muchas personas, y al cual debe empezarse a dar respuestas. Por lo pronto, no deja de alarmarme la posibilidad de que el profesor haya de asumir la responsabilidad de calificar como admisibles ?determinados hechos? de la expresi¨®n espont¨¢nea escolar: en qu¨¦ lugar colocar¨ªa la frontera?; ?qui¨¦n, profesor o no, posee el pulso capaz de ponderar lo aceptable para distinguirlo de lo esp¨²reo?; y ?por qu¨¦ acoger unas cosas y rechazar otras? Me temo que se acabar¨¢ abriendo las puertas sin discriminaci¨®n, y proclamando que el monte entero es or¨¦gano.
A favor de esta posibilidad est¨¢n muchos pedagogos que adoran la simplicidad, la espontaneidad de los alumnos, y consideran profanaci¨®n cualquier deseo de alterarla. Me confieso esc¨¦ptico en tan ben¨¦ficos dogmas, y, por tanto, culpable si estampo herej¨ªas; por puro sent¨ªdo com¨²n, creo que la tarea de los profesores consiste justamente en modelar e incluso domar aquella espontaneidad, la cual, en un n¨²mero grande de casos, no es tan espont¨¢nea como se cree: su principal componente es Imitativo; el esp¨ªritu de los muchachos se configura en buena parte como recept¨¢culo de influjos ajenos (familia, amigos, cine, televisi¨®n ... ), no siempre cultural y ling¨¹¨ªsticamente respetables. ?Ser¨¢ censurable el profesor que reclame su parte de influjo en las mentes de unos j¨®venes ciudadanos que la sociedad le ha confiado para que los eduque? Me parece que a todo el cuerpo docente nos est¨¢ agarrotando una suerte, de temor ante el tab¨² de la no injerencia en la personalidad del alumno. De la beligerancia absoluta de un anta?o pr¨®ximo, con que se le imped¨ªa respirar, hemos pasado al cruce de manos, al miedo a intervenir aunque sea poco, para librarnos de dictados que revolotean hoy, en este retablo de las maravillas sobre quien no dice que el rey viste de oro, aunque lo vea desnudo. ?No habr¨¢ un ten con ten, de dif¨ªcil hallazgo por supuesto (pero en eso consiste el arte del profesor), que sin la menor pretensi¨®n de alterar la individualidad del estudiante ni el curso futuro de sus convicciones y creencias, sin hacerle sentir ning¨²n yugo, ninguna imposici¨®n, lleve a su mente la seguridad de que hay cosas v¨¢lidas y otras que no lo son, y de que necesita precisamente esas cosas salidas para forjar su personalidad? Entre otras, una posesi¨®n suficiente de su idioma.
El asunto empieza a plantearse mal cuando a la lengua espont¨¢nea del estudiante se le opone la ?lengua acad¨¦mica?. Confieso ignorar qu¨¦ es esto. Existe -cada vez menos- el estilo de quienes cultivan el ?pastiche?, con los ojos puestos en modelos de anta?o, que antes de escribir una palabra examinan su legalidad en el Diccionario de la Academia. Como, por ejemplo, no figura en ¨¦l riqueza con la acepci¨®n de ?abundancia proporcional de una cosa? (lapsus que acaba de ser salvado), se vedar¨¢n decir o escribir que tal l¨ªquido posee una gran riqueza alcoh¨®lica. No existe la ?lengua acad¨¦mica?, sino la ?academicista?, que es algo distinto: antigualla sin valor ni utilidad.
Tal vez porque algunos acad¨¦micos hayan empleado tal estilo. ?academicismo? se ha hecho, en ciertas opiniones, sin¨®nimo de ?acad¨¦mico?, con grave error. Puede asegurarse, por otra parte, que ha habido siempre m¨¢s relamidos academicistas entre los aspirantes a acad¨¦micos que entre quienes lo son. La realidad es que la Academia no posee un modelo propio de lengua -menos ahora que nunca-, y que su misi¨®n actual suele ser muy mal comprendida. Tal corporaci¨®n no puede aspirar -y, cuando aspir¨®, fracas¨®, porque es empresa imposible a imponer modos de hablar y de escribir. Primero, porque los idiomas no se construyen en los laboratorios, sino en la sociedad que los emplea. Despu¨¦s, porque Espa?a no es due?a de la lengua espa?ola; ni siquiera es ya la naci¨®n en que esa lengua cuenta con mayor n¨²mero de hablantes: M¨¦xico nos supera. De ese modo, sus funciones reguladoras se supeditan a la de negociar, pactar en pie de igualdad con los dem¨¢s pa¨ªses del condominio, una unidad b¨¢sica que garantice, porque es social, cultural y hasta econ¨®micante necesaria, la perduraci¨®n de un sistema ling¨¹¨ªstico com¨²n.
Tal sentido tiene -y debe tener m¨¢s- el Diccionario acad¨¦mico. En rigor, no es perfecto por el modo de hacerse. Le faltan palabras y acepciones -la anterior de riqueza, por ejemplo- a causa de descuidos que la Instituci¨®n procura subsanar continuamente y le sobran abundantes entradas l¨¦xicas. La base de dicho Diccionario sigue siendo el dieciochesco de Autoridades, cuando s¨®lo el habla de la metr¨®poli era tomada en consideraci¨®n. Entraron entonces m¨²ltiples regionalismos y localismos. y si no se recogieron m¨¢s es porque falt¨® diligencia a los acad¨¦micos encargados de hacerlo. Esta t¨®nica prosigui¨®, y el venerable libro aparece hoy cuajado de sorianismos, murcianismos o leonismos (y arca¨ªsmos por supuesto; pero este es otro problema). de circulaci¨®n m¨¢s reducida. Al amparo de ese criterio, los americanos han pedido, como es natural, el registro de muchas formas nacionales, e incluso locales. Es este un problema sobre el que las Academias deber¨¢n adoptar un criterio firme, probablemente en el sentido de limitar la estancia en su vocabulario o las palabras que, efectivamente. constituyen el patrimonio com¨²n o, por lo menos, el de amplias zonas del territorio idiom¨¢tico, espa?ol o americano.
Prescindiendo de esas adherencias de origen hereditario o emotivo, el cuerpo fundamental del Diccionario est¨¢ formado por miles de palabras que todos compartimos, pero no necesariamente por todas las que usamos y podemos usar sin preocupaci¨®n alguna. Ya hemos dicho que su no constancia puede deberse a simple lapsus, y tambi¨¦n porque el notar o no va delante de los hechos, sino que los sigue, y la misi¨®n de la Academia es notarial, fedataria. Registra en sus ficheros lo que llega a su conocimiento; e imprime en el Diccionario lo que, por su difusi¨®n le parece consignable. De ese modo, cuanto en ¨¦l figura lleva su documentaci¨®n en regla; pero mucho de lo que no aparece, est¨¢ en espera de tenerla, y, para ello, necesita vivir libremente, sin ser prohibido.
Curiosamente, mucha gente es lo que espera de esa corporaci¨®n: vetos. Se le piden casi a diario. ?Qu¨¦ ocurrir¨ªa si se decidiera a formularlos? ?No se producir¨ªan reacciones irritadas o sarc¨¢sticas? Por otra parte, no s e crea que en el seno mismo de las comisiones acad¨¦micas podr¨ªa llegarse a acuerdos f¨¢ciles acerca de qu¨¦ autorizar y que vetar.
Debe confiarse mucho m¨¢s en la tarea que pueden desarrollar los profesores de lengua, conduciendo con conocimientos e instinto el fluir veloc¨ªsimo del idioma, que en la eficacia dudosa de las proscripciones oficiales: en cada decisi¨®n la Academia podr¨ªa dejarse jirones de prestigio. Y ello, tanto en lo referente al l¨¦xico, como en lo gramatrical y, estil¨ªstico. La tarea de limpiar y pulir el espa?ol es responsabilidad mucho m¨¢s directa del cuerpo docente. Y este deber tendr¨ªa que imprimirse fuertemente en el animo, no s¨®lo de los profesores de espa?ol de cualquier grado, que ya lo conocen y practican, sino el de todos los profesores que ense?an en espa?ol, porqe tambi¨¦n son (quiz¨¢, antes que nada) profesores de espa?ol. Hoy, que se cometen tantos atentados contra nuestro idioma, ser¨¢n escasos todos los esfuerzos.
No existe ese espantajo llamado ?lengua acad¨¦mica?, y la ?academicista? es mero f¨®sil. Lo que s¨ª existe es una lengua media culta, com¨²n a todos los pa¨ªses hispanohablantes, y que sirve de instrumento expresivo al idioma escrito (del cual el literario es s¨®lo un aspecto) y a la comunicaci¨®n oral. Esa lengua se caracteriza por su riqueza y variedad:
En ella, con el correr del tiempo, se ha decantado la cultura m¨¢s valiosa de cuantos hablamos castellano: ha sido habilitada para sutilezas e invenciones mentales cada vez m¨¢s refinadas; ha incorporado, y sigue incorporando, hallazgos verbales de otras lenguas que le son precisos para mantener sus posibilidades -o esperanzas- de veh¨ªculo de una cultura creadora y dialogante con las dem¨¢s culturas avanzadas.
Incuestionablemente, el Bachillerato debe proponerse -?con su ¨²nico curso obligatorio de espa?ol!- introducir a los ciudadanos en la posesi¨®n de esa lengua media culta, escrita y oral, com¨²n a todo el ¨¢mbito del idioma. Y ello -perd¨®n por la insistencia- no por prurito ?acad¨¦mico?, sino porque estemos convencidos de que s¨®lo a trav¨¦s de aquella posesi¨®n es posible el acceso a tina ciudadan¨ªa libre y fecunda. Esto requiere una breve aclaraci¨®n, pues tambi¨¦n se presenta con aIguna mara?a perturbadora. Pero merecer¨¢ art¨ªculo aparte.
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