La exposici¨®n antol¨®gica, "Par¨ªs-Nueva York"
Que la historia de la pintura no contribuya a ocultar la presencia misma de la pintura. Este parece el prop¨®sito -conseguido, a pesar de algunas fisuras en su discurso- de los organizadores de Par¨ªs-New York. Pocas veces se nos da a ver tan bien, la contextura, dispersa y cambiante, de la creaci¨®n contempor¨¢nea. Pocas veces el proceso, hecho de lentas asimilaciones, de cortes, de bruscos despegues, rivalidades, contradicciones, se vuelve transparente como en esta cr¨®nica apasionada de las relaciones entre las dos capitales de la modernidad. A la vista de lo realizado, cabe esperar mucho de la otra muestra anunciada, Par¨ªs-Mosc¨². Perderse en el laberinto, equivale a conocer, podr¨ªamos decir, los episodios sucesivos del rapto de Europa. La relaci¨®n de dependencia, patente a lo largo de todo el siglo XIX, y ello a pesar de Poe o Whitman, va convirti¨¦ndose, poco a poco, en relaci¨®n de igualdad. Ya mediado nuestro siglo, se desplaza el centro; lo determinante -paralelamente a las ¨ªnfulas imperiales en lo pol¨ªtico- pasa a ser la pintura de los Estados Unidos. As¨ª, hasta llegar a un presente que, afortunadamente, se afirma (o se niega) cada vez m¨¢s como descentrado.
Par¨ªs-New York
Plateau BeaubourgPar¨ªs
En el comienzo, el taller parisino de Gertrude Stein y sus hermanos. ?Es dif¨ªcil -dice la escritora en Autobiograf¨ªa de Alice Toklas- dar una idea del malestar que se sent¨ªa la primera vez que se miraba todos esos cuadros colgados de las pare des del taller.? A los visitantes reci¨¦n desembarcados del Nuevo Mundo, los cuadros de esos desconocidos que los Stein se empe?aban en comprar, sol¨ªan resultarles chocantes. Aqu¨ª se reconstituye un rinc¨®n del taller. Preside la sala el famoso -y decisivo, por cuanto anuncia, el cubismo- retrato de Gertrude Stein por Picasso, de 1906. En las paredes vecinas, un collage de Gris, y tres Matisse: El joven marino, La Gitana y El lujo I. Este ¨²ltimo fue pintado a comienzos de 1907, dos a?os despu¨¦s que su casi hom¨®nimo Lujo, Calma, Voluptuosidad. Unas peque?as Ba?istas, de C¨¦zanne, est¨¢n aqu¨ª como para recordarnos que el padre no es uno, o mejor dicho, que no hay ?padre?. Los trabajos de los americanos que frecuentaron la poca duradera Academia Matisse, y que ocupan la sala siguiente, no pasan de ser discretas imitaciones. Un bodeg¨®n en verdes ¨¢cidos, del extra?o Patrick Henry Bruce, y un paisaje de Luxemburgo, por Sayen, con un suelo intensamente rojo, destacan entre tanta pintura de segunda fila.
Pero, si Par¨ªs est¨¢ lleno de pintores en busca de la buena nueva, en Nueva York mismo se empieza a manifestar un n¨²cleo avanzado. El fot¨®grafo Alfred Stieglitz, visita a los Stein en 1908. Su pasi¨®n por el arte moderno, que entonces descubre, le lleva a dedicar parte de los locales que posee en la Quinta Avenida, a exponer un Matisse, Rodin, Brancusi, Picabia. Su revista, Camera Work, ser¨¢ igualmente una avanzadilla. Todo ello se evoca: reconstituci¨®n de lo que alguien llam¨® ?el mayor cuartucho del mundo?; obras expuestas all¨ª; dibujo de Picabia: Ici, c¨¦st ici Stieglitz
Como un buen sill¨®n
1913. El Armory Show escandaliza, interesa, divide al gran p¨²blico. Ahora vuelven a reunirse algunas de las obras presentes en aquel gran acontecimiento. Un peque?o Braque musical (en homenaje a Kubelick), las Ventanas, de Delaunay; un atrayente Souza-Cardoso, un Brancusi, la Casa de los pobres sobre la colina, de C¨¦zanne; el Desnudo bajando la escalera n¨²mero 3 de Duchamp; un Picabia a¨²n cubista. Aun siendo sensible a tal aluvi¨®n -el C¨¦zanne es mucho C¨¦zanne-, me quedo con los dos Matisse: el Taller rojo, de 1911, y el Desnudo azul, de 1907. El primero es uno de los cuadros que m¨¢s placer me produce mirar, de toda la historia de la pintura; uno de esos cuadros plenos, ante el cual se capta en todo su sentido aquella frase del pintor de que, como un buen sill¨®n, la pintura, ante todo, ha-de ser equilibrio, pureza y reposo. En ¨¦l segundo, todo lo contrario. Pintado en Coilliure, pero subtitulado Recuerdo de Biskra (y all¨ª est¨¢n unas palmeras verdes y rosas para recordarnos que en su luz tiene tanto del Sahara como del Rosell¨®n), es un cuadro descoyuntado. El desnudo se ofrece agresivo respecto a la belleza cl¨¢sica, a la belleza, digamos, renacentista. La vanguardia new-yorquina no necesitaba sino la escandalosa muestra para envalentonarse, con el apoyo de algunos coleccionistas. Si en Par¨ªs, Morgan Russell y otros crean la seudo-escuela sincronista (que no logra ir m¨¢s all¨¢ de los grandes Delaunay aqu¨ª expuestos), en Nueva York mismo, destaca Joseph Stella. Su Batalla de luces, Coney Island (1913) aguanta la comparaci¨®n con el Jerogl¨ªfico din¨¢mico del baile Tabar¨ªn (1912). de Severini, del que visiblemente est¨¢ inspirada. Ante ambos cuadros, o ante el Puente de Brooklin, futurista. que el mismo Stella pinta en 1919, no podemos sino pensar en la modernidad tal como la entend¨ªan los mismos. Dentro de ese mismo apartado sobre la metr¨®polis americana vista por los pintores, curioso el ordenado enloquecer de Gleizes ante el mismo puente. Volvamos ahora sobre el n¨²cleo de Stieglitz. 291 ser¨¢ el primer ¨®rgano de lo que hay que llamar (?horrible neologismo!) el proto-Dada new-yorquino. Duchamp, que ya hab¨ªa asustado en el Armory Show, y que ahora mandar¨¢ a un sal¨®n del cual ¨¦l mismo era jurado, un urinario con la firma R. Mutt (expuesto aqu¨ª, iron¨ªas de la historia, con todo honor) se lanzar¨ªa muy pronto a La mari¨¦e mise a nu par ses c¨¦libataires, m¨ºme, m¨¢s conocida como el Gran Vidrio. Picabia, de misi¨®n comercial, se marcha a Barcelona donde lanza 391. Arthur Cravan, sobrino de Wilde, boxeador, llega de Espa?a en el mismo barco que Trotski. Tras desnudarse en una conferencia, se pierde para siempre en el Caribe. Henri Pierre Roch¨¦, testigo discreto, admirador m¨¢ximo de Duchamp, conservar¨¢ sus recuerdos, y el Gran Vidrio, durante a?os. El pintor Man Ray, americano, fotograf¨ªa el polvo sobre el vidrio, y descubre su nueva ?vocaci¨®n?. Otros, pr¨®ximos, compa?eros, mecenas: Elizabeth Wood, los Arensberg, Katherine Dreier. Si insisto en estas ?an¨¦cdotas? es porque en Dada Nueva York, m¨¢s importante que la obra, era el estilo de vida. De Duchamp, dijo Roch¨¦ que hab¨ªa logrado hacer un arte del empleo de su tiempo. Lo expuesto son reliquias, signos de una vida verdadera que est¨¢, como en el dicho, ailleurs. Sobre todo, cuando los readymades son puestos bajo vigilancia casi policiaca.
Al margen de aquel momento un apartado de inter¨¦s es el que refleja la fascinaci¨®n, tan diversificada, que ejerce la m¨¢quina en aquel momento. A la maquinaria esot¨¦rica y libidinal del Gran Vidrio, a la provocaci¨®n de la m¨¢quina Novia (Picabia), o la m¨¢quina Dios (Morton Schambero) se opone (quiz¨¢s men¨®s de lo que parece) la nueva objetividad de la m¨¢quina americana vista por un Sheeler o un Demuth.
Despu¨¦s de la guerra
Al t¨¦rmino de la guerra, vuelve la primac¨ªa a Par¨ªs. En Nueva York, las principales empresas son de orden receptor, como la Soci¨¦t¨¦ Anonyme (aqu¨ª reconstituida, en parte) de Katherine Dreler y Marcel Duchamp, o el Museo de Arte Moderno, que abre unos a?os despu¨¦s, y de cuya existencia nada se dice, aqu¨ª, a pesar de que la muestra incluye algunas obras maestras de su colecci¨®n permanente. En cuanto a la pintura americana de esos a?os ( 1920/1940), tiene poco que ver con la dualidad latente eri Par¨ªs-New York. Dejando a un lado a los pintores de la nueva objetividad, el arte del new deal viene a ser el realismo social, sobre todo, en los encargos p¨²blicos que entonces abundan. En cambio, resulta inaudita la ausencia de Milton Avery. Porque, del mismo modo que se establecen acertadas comparaciones entre el Par¨ªs purista (L¨¦ger, Ozonfant, Le Corbusier) y los archi-americanos precursores del pop (Stuar Davis, Murphy), ?c¨®mo no percibir ese otro ?trasvase?, mucho m¨¢s decisivo, de Matisse a Avery? ?C¨®mo no destacar el papel de este ¨²ltimo en la asimilaci¨®n de la ense?anza matissiana por, entre otros, Rothko? Ejemplar resulta, en cambio, la amplia secci¨®n dedicada a las distintas modalidades de constructivismo, tanto europeo como nor teamericano. Ni Van Doesburg Gorin, Moholy Nagy, ni sus aburridos disc¨ªpulos americanos, ni el justamente recordado Torres
Garc¨ªa, pasan de ser la antesala de un verdadero santuario, montado en torno al New York Boogie Woogie, del Museo de Arte Moderno Mondrian se revela en lo que tiene de sistema, a trav¨¦s de su woek in progress: cuatro paneles preparatorios y unos dibujos.
La conmoci¨®n, para ese Nueva York en el que fallece Mondrian, ser¨ªa el surrealismo. La debacle francesa de 1940 conduce all¨ª a sus principales protagonistas. En la muestra, alguna sala anterior de para sorpresas como la Shirley Temple, la Mae West o la Tentaci¨®n de San Antonio, del repudiado Dal¨ª. Pero donde puede verse el surrealismo es en los dos ambientes expositivos de Kiesler, r¨¦plica de los que realizara a uno y otro lado del Atl¨¢ntico. Entre las salas de Art of his Century,(Ia galer¨ªa de Peggy Guggenheim) y el montaje para la muestra surrealista de Par¨ªs de 1947, se exhiben obras tan impor tantes como: No existe mundo acabado y Enchevetrement, de Masson; Persistencia de la memoria (Ios famosos relojes blandos) de Dal¨ª; The bachelors twenty years afier, homenaje de Matta a Duchamp. Igualmente, cuadros de Balthus, Max Ernst, Mir¨®, Tanguy, Dorothea Tanning, Pierre Roy. La Maleta de Duchamp, y el Man Ray de 1916 que conserva el Museo de Arte Moderno de Nueva York, testimonian de que sigue vivo el esp¨ªritu Dada. Vitrinas con objetos, entre ellos la c¨¦lebre taza de pieles de Meret Oppenheim, completan la escenif¨ªcaci¨®n.
Si la variedad del surrealismo que conocen los j¨®venes norteamericanos queda patente en la muestra, no puede decirse que quede especialmente claro el entronque preciso de los primeros action painters con sus maestros surrealistas. La muestra da un salto brusco, escamoteando (no sabemos por qu¨¦ razones) los cuadros de transici¨®n (a¨²n figurativos, a veces), de Rothko, de Newman, de Gorky. As¨ª, nos vemos enfrentados s¨²bitamente a sus obras de madurez. Flaco servicio se les ha hecho a los franceses colg¨¢ndolos en paralelo. Al lado del Rothko, espl¨¦ndido, de la Woman III, de Willem de Kooning, del MotherweIl, del Ad Reinhar¨¢t, del inmenso Pollock, del Kline, de un Sam Francis saturado de color, y mucho m¨¢s ?franc¨¦s?, si se quiere, que cualquier cuadro Ecole de Par¨ªs, bien pobres y bien aburridos resultan Hartung, Soulages, Dubuffet, y no digamos Mathieu.
En plena crisis ideol¨®gica
A los grandes primitivos americanos, les sucede el desconcierto de los a?os sesenta. Los americanos, en plena crisis de la ideolog¨ªa que forjaran Greemberg y Rosemberg, se dejan llevar por lo que Devade llamar¨ªa reacci¨®n ed¨ªpica: Rauschemberg borra un dibujo de Wollem de Kooning. A¨²n manteniendo algo del action painting, los pop incorporan a su pintura los emblemas del american way of life, lo banal convertido en icono, lo banal vuelto arte. El recuento empieza con la muestra que Rauschemberg celebra en Par¨ªs, en 1962, prosigue con obras de tema franc¨¦s del ir¨®nico Larry Rivers, y desemboca sala en que hay en una obra de todos los pop: Dine, Oldemburg, Warhol, Lichtenstein, Rosenquist. Si se expusieran sus obras recientes, podr¨ªa comprobarse hasta qu¨¦ punto -salvo excepciones- se hallan en un impasse generalizado. En cuanto al llamado nouveau r¨¦alisme, al que tan aficionado es (desgraciadamente) el director del Centro, Pontus Hulten, la secci¨®n rezuma tristeza. Sin duda, el Homenaje de Nueva York, de Tinguely marca una fecha: nada m¨¢s sintom¨¢tico que una m¨¢quina que se destruye a s¨ª misma ante centenares de mirones. Pero los carteles arrancados, los supermercados, los neones y otras gracias, nos cansan sin remedio. Desde luego, nada pueden frente al pop americano (o ingl¨¦s). Lo dem¨¢s apenas est¨¢ sino esbozado. La sala de minimal, en la que adem¨¢s de establecerse una ins¨®lita comparaci¨®n entre la escultura en madera de Brancusi, y la de Carl Andre, figura un Frank Stella de los buenos, un Robert Morris, un Serra, etc¨¦tera, debiera haber sido el pr¨®logo para, por un lado documentar el tr¨¢nsito al arte conceptual y afines (nada de Eva Hesse o de Nauman), y por otro testimoniar la persistencia, en la segunda y tercera generaciones, de la pintura. Ni que decir tiene que, no estando representados esos artistas (Marden, Ryman, Mangold, Agnes Mart¨ªn, Twombly), en vano buscar¨¢ el visitante a los franceses j¨®venes que efect¨²an el trasvase inverso, retornando a una determinada tradici¨®n propia (Matisse) a trav¨¦s de Rothko y Bishop. Pero ?es que ¨¦so no es tambi¨¦n Par¨ªs-New York? ?Es que no hay ya elementos de juicio? De alg¨²n modo, parece que la pintura, en las ¨²ltimas d¨¦cadas, est¨¢ aqu¨ª eliminada aposta, en provecho de otras, pr¨¢cticas, que la censuran, que la ocultan.
La ?s¨ªntesis? final es uno de los principales fallos. En lugar de haber dejado abierto a lo nuevo el final de una muestra tan compleja, se pretende hacer un balance, una recapitulaci¨®n y, para m¨¢s inri, sobre un modo trascendente. La selecci¨®n es impresionante, sin duda: un Taller, de Picasso (del que Motherwell ha comentado, con raz¨®n, que est¨¢ entre las obras clave de la muestra), un papel recortado, azul, de Matisse, un Newman, un Morris Louis. Pero la historia no es ¨¦sa. La historia -y espero que esta cr¨®nica haya servido para demostrarlo- es la de las relaciones entre las dos capitales de la modernidad, de nuestra modernidad.
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