?Qu¨¦ hay que hacer ahora?
Las entra?ables gentes del teatro andan bastante perplejas. La temporada pasada les ha ofrecido muy pocos datos clarificadores. Ahora, acostumbradas a auscultar a la sociedad que las sostiene, esas gentes se preguntan por sus nuevos objetivos. ?Qu¨¦ hay que hacer ahora? ?Qu¨¦ van a esperar los pr¨®ximos espectadores de la oferta dram¨¢tica? Yo creo que la respuesta es sencilla: hay que hacer buen teatro. Y de c¨®mo se entienda esa aparente perogrullada va a depender que nuestro teatro sea un hecho social hundido en la propia carne del ser humano o una fantasmagor¨ªa crom¨¢tica. El teatro no se ha establecido entre nuestras vidas dando un brinco desde el misterio de la creaci¨®n de cada autor. Por m¨¢s de 3.000 a?os ha ido tanteando f¨®rmulas de proximidad que le han permitido aspirar a cubrir el miedoso vac¨ªo de las soledades y los secretos humanos. Cinco siglos antes de Cristo el ¨¢mbito de las gentes griegas fue poblado por la tragedia, significativa de una reclamaci¨®n a los dioses. La Inglaterra de los siglos XVI y XVII -Shakespeare- cre¨® un teatro de h¨¦roes porosos, vagabundos, con peso y volumen humano en que la petici¨®n de paz no era ya de hombre a Dios, sino de hombre a hombre. Ibsen tante¨® en el ser humano, con el s¨®lido tacto de un ciego genial, para delimitar lo que hay en el yo de intransferible y aut¨¦ntico, de liso, irritante, absoluto y herm¨¦tico. A¨²n vivimos de su indagaci¨®n. Nuestra ¨¦poca, por su parte, acusa, entre otras opciones, una nueva inclinaci¨®n a la tragedia.
Es obvio que S¨®focles, Eur¨ªpides, Esquilo, Shakespeare, Moli¨¦re, lbsen o Beckett son nombres disueltos de tal forma en el ser esencial del teatro que su densidad creadora se refleja ¨ªntegramente sobre esa magn¨ªfica y compacta unidad que llamamos el arte dram¨¢tico. Sus textos est¨¢n a la mano, a nuestra disposici¨®n, en fraternal cercan¨ªa, formando un repertorio completo y estremecido. Vivos y en paz, los grandes textos teatrales -tragedias, dramas, farsas y comedias- ocupan un serio espacio homog¨¦neo en el ¨¢mbito de la creaci¨®n humana. Son independientes, pero hay algo an¨¢logo dentro de su rica pluralidad. Esa condici¨®n matriz que los integra es su calidad teatral, su capacidad para accionar los dispositivos creadores de una imagen visual y sonora del mundo que pretenden representar. Esta tipicidad de la obra dram¨¢tica, resultante de complicadas experiencias, intuiciones, sabidur¨ªas, siglos de labranza frente a una congregaci¨®n, costumbres y, por supuesto, genialidades, es lo primero que se impone, con su en¨¦rgico contorno, al observador de cualquier fen¨®meno dram¨¢tico. Y eso, precisamente, es lo primero que ahora necesita nuestro teatro.
Libertad de creaci¨®n
La libertad de creaci¨®n del teatro fue reconocida en el alma por los primeros destinatarios y perdura, naturalmente, apoyada en los brillant¨ªsimos antecedentes de todas las culturas. Las sumarias posiciones cr¨ªticas de las etapas muy conservadoras suelen acusar en sus contrarios b¨¢rbaras ansias dictatoriales en materia de creaci¨®n. Es una incidencia natural de las guerras ideol¨®gicas. Pero las etapas de m¨¢s severa censura pol¨ªtica o moral -y el teatro las ha padecido como muy pocas formas de expresi¨®n- han sido incapaces de obligar a un autor a hacer lo que no deseaba hacer. La libertad de creaci¨®n, generando malestar o promoviendo entusiastas adhesiones, es un hecho cierto y objetivo. El espectador no crea. La funci¨®n creadora, de punta a punta, corresponde a quienes presentan un espect¨¢culo. As¨ª pues, ¨¦stos colocan una etiqueta sobre su proyecto -farsa, un acto, drama, dos partes, naturalismo, obra comercial, zarzuela, tragedia, mon¨®logo pol¨ªtico, comedia de costumbres y esa etiqueta les confiere un cierto derecho t¨¦cnico a organizar su trabajo seg¨²n su lib¨¦rrima voluntad. Nada violento hay en reconocer el derecho de cualquier creador a instalarse en el islote que le plazca y aun a moverse, errabundo, de parcela en parcela.
El gobierno interior de la obra, libremente decidida, ya requiere algo m¨¢s. La suma de equilibrios, palabras, se?ales, inteligencias, caracteres y pasiones, su orden y concierto, exigen un equilibrio, una t¨¦cnica, un sistema de conocimientos del que depende nada menos que hacer bien o hacer mal aquello que se decidi¨® hacer. El arte m¨¢s comprometido de todos, el realismo socialista, est¨¢ hecho por hombres que saben transformar datos reales en datos representativos; los creadores del realismo no son copistas; son creadores de un artificio -en este caso, teatral- que agrega intencionalidad, sentido unificante, continuidad, representatividad y capacidad selectiva a la acci¨®n aparentemente fotografiada. Esta necesidad de una s¨ªntesis coherente es tan v¨¢lida para el orbe pat¨¦tico de S¨®focles como para el universo encandilante de Shaw, los abismos de O'Neill, los dolores de Shakespeare, las burlas de Moli¨¦re, las noblezas de Calder¨®n o las violencias de Durrenmatt. Libres en lo que sienten, padecen, piensan y dicen, libres en su tem¨¢tica y en toda la peripecia de la creaci¨®n argumental, las gentes de teatro est¨¢n condicionadas por la estructura formal elegida para contener la fluencia de sus historias. Exteriorizar un argumento, escribir un texto teatral, es batallar entre la libertad creadora y el cauce por el que ha de franquearse y encontrar salida la acci¨®n puesta en pie. Esta fricci¨®n turbulenta y apasionante es la que se carga, en el teatro, de mayor presi¨®n est¨¦tica. El impresionismo y el expresionismo, por ejemplo, son variantes del enfoque con que la manera de contar una historia puede ser encarada; en estos casos, ahondando en las viviencias de los espectadores o subrayando con energ¨ªa el punto de vista personal de los creadores. Despu¨¦s de chocar con un cerco formal esas gentes de teatro no s¨®lo tienen que salir inermes de tan terrible encuentro, sino que deben alzar ante la audiencia un claro inventario po¨¦tico.
La obligaci¨®n de integrar
La poes¨ªa es necesaria para que se aguce la sensibilidad y la obra, desliz¨¢ndose sobre un canal de tantas vibraciones, entregue armoniosamente su mensaje esencial. Est¨¢ claro que no me refiero a la poes¨ªa estricta y directa de un texto de Shakespeare o de Lope de Vega, sino a aquella forma honda de integraci¨®n de las artes visuales, sonoras, pl¨¢sticas y musicales que confiere sentido total a una obra dram¨¢tica. Lo que Arist¨®teles consideraba representaci¨®n del significado interno de las cosas tiene bien poco que ver con el orden pict¨®rico de sus detalles o el encadenado exterior de su devenir. La tensi¨®n l¨ªrica, para los griegos, ten¨ªa su centro de gravedad en el reci¨¦n nacido di¨¢logo. Los auditorios de los dramas religiosos medievales desplazaron el acento hacia la
definici¨®n est¨¦tica de los misterios teol¨®gicos. Con el Renacimiento volvi¨® a identificarse la poes¨ªa con las palabras de Shakespeare, de Lope y aun de los humildes y dolientes personajes de la commedia dell'arte. El realismo recuper¨® el derecho de la vida tal como es a convertirse en sustancia po¨¦tica. Esta competici¨®n, modulada una y otra vez, en una y otra ¨¦poca, por unas y otras gentes, forma, sencillamente, la voluble historia del teatro. Lo que var¨ªa son las fronteras entre la m¨¦trica y la palabra; entre el dibujo, el color y la composici¨®n; entre la m¨ªmica y la expresi¨®n corporal; entre el ritmo, el ?tempo? y la cadencia del texto. Lo que permanece es el dintorno del cuerpo de un espect¨¢culo teatral, en¨¦rgicamente exacerbado sobre el resto de nuestra vida social, sin posibilidades de confusi¨®n, po¨¦ticamente cargado de fuerza expresiva.
Fuerza expresiva significa capacidad de cumplimiento de una funci¨®n esencial del teatro: llegar. No a este o a aquel grupo aristocr¨¢tico, informado y culto, sino a una audiencia acorde con la variada constituci¨®n de la sociedad moderna. Dicho democr¨¢ticamente, a la mayor¨ªa. En ella entran, con toda probabilidad, evasionistas, intelectuales puros, finos esp¨ªritus art¨ªsticos y rudos predicadores. No hay que inquietarse. En el esqueleto de todos esos espectadores hay sitio para la tragedia, para la farsa, para el drama moral, para la empresa pedag¨®gica y para la abstracci¨®n art¨ªstica. La variedad de la audiencia no tiene nada que ver -o muy poco- con el mecanismo de los g¨¦neros teatrales. Cualquier g¨¦nero puede y debe emocionar, promover una reflexi¨®n, intimidar, apenar, alegrar y enriquecer. Lo ¨²nico que ha de hacer es encerrar dentro del per¨ªmetro de la representaci¨®n una superficie de vida superior a la que cabr¨ªa percibir, en el mismo lapso de tiempo, fuera del teatro. En esas condiciones, algo aparece claro: que esa variaci¨®n en la intensidad de las sensaciones recibidas s¨®lo puede obtenerse con la ayuda de elementos que intensifiquen la cuenta emocional sin anular su l¨®gica. Estos elementos son los que integran, tradicionalmente, la funci¨®n po¨¦tica.
El discurso a la colectividad
Ser cre¨ªdo, en poes¨ªa, se confunde con ser sincero. Para que una audiencia acepte el juego teatral, renuncie a una parte de su esp¨ªritu cr¨ªtico, admita hallarse donde le dicen y o¨ªr a quien le presenten, es preciso que esa audiencia est¨¦ integrada como tal -es decir, se sienta colectividad-; sea entretenida o corinlovida a niveles del coraz¨®n o de la cabeza; se encuentre compensada en la renuncia a vivir su tiempo por la presentaci¨®n de unos hechos m¨¢s vigorosos y estimulantes que los propios; acepte la veracidad de las acciones, caracteres, pasiones, personajes y conflictos presentados o reproducidos.
Ser¨ªa bastante simple adscribir la satisfacci¨®n de estas exigencias a un solo tipo de teatro: el drama sicol¨®gico social de este siglo, la tragedia m¨ªtica del teatro religioso primitivo, los c¨¢nticos heroicos del Renacimiento o la metaf¨ªsica rom¨¢ntica. Los traslados del centro de gravitaci¨®n teatral m¨¢s bien han enriquecido que empobrecido el caudal de emociones, reflexiones y est¨ªmulos de las audiencias. El autor teatral es un escritor que articula un todo muy preciso que s¨®lo existe plenamente cuando se cumple la posibilidad de su actualizaci¨®n, mediante una representaci¨®n a cargo de unos actores vistos y o¨ªdos por un p¨²blico. Ese imperativo din¨¢mico del texto, con sus exigencias conflictuales, su petici¨®n de movimientos, crisis, reacciones, novedades, cambios y, en fin, interacciones de los personajes, con su exigencia de un tiempo concreto y una forma determinada, ese argumento, ese tema, esa acci¨®n o esa intriga caminante, clara y espectacuarizada, constituye el fondo mec¨¢nico esencial de la estabilidad de un espect¨¢culo dram¨¢tico. Sin la vitalidad esencial de la libertad creadora no puede haber expresi¨®n. Sin la vitalidad primaria de la poes¨ªa no puede haber teatro. Sin la actuaci¨®n de un fondo motor gen¨¦rico de toda la mec¨¢nica de una obra no puede haber comprensi¨®n. Yo dir¨ªa que lo que hay que hacer ahora es afrontar eso.
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