La funci¨®n social de reinar
La Monarqu¨ªa constitucional se ha resentido de su origen negativo: ha nacido como un esfuerzo por limitar o reducir el poder absoluto de los reyes, ha sido el resultado de un forcejeo hist¨®rico. Por otra parte, ha aparecido frente al principio, republicano, que afirmaba la exclusiva soberan¨ªa del pueblo. De un lado, el Soberano -el antiguo monarca absoluto, que no ten¨ªa por qu¨¦ ser un d¨¦spota ni un gobernante arbitrario, que reg¨ªa el pa¨ªs seg¨²n normas, pero que no conoc¨ªa instancia superior-; del otro, la soberan¨ªa nacional. El ?compromiso? entre ambas posturas fue la monarqu¨ªa constitucional, entendida como Carta o Pacto. Recu¨¦rdese, a comienzos del siglo pasado, la pugna entre dos adjetivos que se repart¨ªan los t¨ªtulos: ?real? y ?nacional?.Como resultado de este proceso hist¨®rico, los verdaderos mon¨¢rquicos entend¨ªan que el constitucionalismo era una manera de aguar el vino, de conservar un ?resto? de monarqu¨ªa que en rigor no lo era; el verdadero rey era el ?Rey neto? al que vitoreaban los absolutistas de Fernando VII. Para eso, m¨¢s vale una Rep¨²blica -pensaban muchos-; y algunos transig¨ªan con la monarqu¨ªa constitucional como ?la mejor de las rep¨²blicas?, la que planteaba menos problemas.
De otro lado, tambi¨¦n el principio republicano se ha debilitado mucho. Cada vez m¨¢s se ha reducido al funcionamiento de un mecanismo electoral que no es mucho m¨¢s que una burocracia. El presidente de la Rep¨²blica acaba por ser un funcionario al que se recibe con saludos, ca?onazos e indiferencia, que apenas se sabe qui¨¦n es. Si se preguntase a mil personas qui¨¦nes son los presidentes de las diferentes Rep¨²blicas que hoy existen, se descubrir¨ªa su general desconocimiento.
La humanidad dif¨ªcilmente soporta el gris. Ya Scheler se?al¨® con perspicacia el poco relieve de la Rep¨²blica de Weimar, su escaso esplendor y atractivo; esto pareci¨® ?seguro?, pero dej¨® a la opini¨®n alemana inerme frente a la seducci¨®n de camisas, marchas, desfiles, banderas, arengas, fuesen comunistas, nacionalistas o, finalmente, nacionalsocialistas, el Zentrum y la socialdemocracia, infinitamente m¨¢s decentes y con mayor inteligencia, se volatilizaron. El af¨¢n por reducir el poder ejecutivo a un m¨ªnimo hizo que no pudiera enfrentarse con los problemas apremiantes, y una ola de dictaduras barri¨® a las democracias ultraparlamentarias.
Las Rep¨²blicas presidencialistas han conservado el principio republicano y democr¨¢tico sin minimizar la figura del presidente, incorpor¨¢ndole la funci¨®n ejecutiva, d¨¢ndole una aureola de prestigio y esplendor que ha mantenido vivo ese mismo principio republicano, que de otro modo languidece hasta el punto de que el Presidente se convierte pronto en eso que se llama en ingl¨¦s un strongman, un dictador o m¨¢s bien un d¨¦spota, apoyado en el ej¨¦rcito o en un partido ?revolucionario?.
Probablemente se pens¨® que en Espa?a la monarqu¨ªa iba a ser una ?dictadura coronada?, pero no ha sido nada parecido, y no se diga que porque ?se ha impedido?, ya que no es tan f¨¢cil que se hubiera podido impedir, al menos a corto plazo; lo decisivo es que nadie lo ha intentado, nadie lo ha querido; al contrario, las inclinaciones dictatoriales se encuentran muy lejos, precisamente entre los que -desde ambos extremos- atacan a la monarqu¨ªa y la cubren de denuestos en las paredes de las ciudades espa?olas y a veces en discursos o art¨ªculos.
Hay el riesgo de que algunos piensen que, en vista de que la monarqu¨ªa est¨¢ resultando, por propia iniciativa, plenamente democr¨¢tica, m¨¢s a¨²n, el principal factor de democratizaci¨®n y liberalizaci¨®n del pa¨ªs, conviene que haya el m¨ªnimo de monarqu¨ªa posible, que su papel se reduzca hasta el l¨ªmite. Tal actitud, desde un punto de vista democr¨¢tico, me parece suicida.
La democracia puede existir en forma republicana o mon¨¢rquica; en Espa?a va a existir en la segunda forma, por m¨²ltiples razones hist¨®ricas. Y conviene que exista saturadamente, en la plenitud de su forma. As¨ª como una rep¨²blica debe ser en¨¦rgica y vivazmente republicana, una monarqu¨ªa debe aprovechar hasta el m¨¢ximo las virtualidades y posibilidades que lleva consigo. ?Cu¨¢les son?
El Rey no debe considerarse como un Presidente vitalicio; este ¨²ltimo es normalmente un hombre pol¨ªtico, casi siempre perteneciente a un partido; en los sistemas presidencialistas, la figura m¨¢s importante, encargada de realizar durante su mandato una pol¨ªtica particular; en los parlamentarios, la Presidencia suele significar un glorioso retiro o ?pase a la reserva?, siempre con una adscripci¨®n menos activa a uno de los partidos o fuerzas pol¨ªticas actuantes.
Nada de esto puede aplicarse al Rey: ni debe identificarse con un partido, ni -menos a¨²n- depender de ¨¦l, ni siquiera significar una orientaci¨®n pol¨ªtica singular. No puede ejercer el gobierno, ni siquiera presidirlo. Dentro del Estado, como Jefe de ¨¦l, tiene que velar por la armon¨ªa de los distintos poderes y por su pulcra distinci¨®n e independencia. Como Rey constitucional, no es s¨®lo que est¨¦ ?sometido? a la Constitucion -manera negativa y defensiva de formularlo, enteramente inadecuada-, sino que su misi¨®n es velar por ella; la Constituci¨®n lo constituye como tal Rey, y es ¨¦l el encargado de que todo el juego pol¨ªtico transcurra de acuerdo con ella. Cuando se habla de ?poder moderador?, esto suele entenderse como ?echar agua al vino?; debe ser lo contrario: impedir que sea aguado o enturbiado el vino de la efectiva democracia, cuya forma y realidad define la Constituci¨®n.
?C¨®mo puede el Rey hacer esto? Que el Rey sea Jefe del Estado y, por tanto, tenga que ver con la pol¨ªtica, no quiere decir que sea meramente una figura pol¨ªtica. La debilidad de muchos Estados, en gran parte del mundo -con demasiada frecuencia en Hispanoam¨¦rica, por ejemplo-, tiene su ra¨ªz en la debilidad de las sociedades. Hace muchos a?os di en Buenos Aires una conferencia titulada ?La pol¨ªtica del arbotante? (puede leerse en mi libro Sobre Hispanoam¨¦rica), dedicada a esta grave situaci¨®n. Una de las razones de que las sociedades no tengan la coherencia y el vigor necesarios es que carecen de instituciones: apenas hay instituciones sociales; y desde luego no tienen cabeza, no hay magistraturas propiamente sociales, no pol¨ªticas. Esto es lo que fue la Monarqu¨ªa antes de su crisis a fines del siglo XVIII; el Rey era, m¨¢s que ninguna otra cosa, cabeza de la Naci¨®n, es decir, de la sociedad como tal, a la cual se recurr¨ªa contra el Gobierno -es decir, la representaci¨®n del Estado- o la Iglesia, o la nobleza, o los desmanes de cualquier ¨ªndole.
Es la sociedad la que tiene que dar su vigor -es decir, su vigencia- a la Constituci¨®n. Si la sociedad es d¨¦bil, el Estado no puede ser fuerte, m¨¢s que en el caso de que su fuerza sea a expensas de la sociedad, es decir, que se trate de un poder que usurpe el leg¨ªtimo que la sociedad debe tener y la oprima. Es el caso de todo despotismo, sea de un monarca, un ?presidente?, un comit¨¦ de partido, un general, una clase, un sindicato, etc¨¦tera.
La funci¨®n de las Fuerzas Armadas es la defensa de la Naci¨®n; hacia fuera, contra una agresi¨®n exterior; hacia dentro, contra la violaci¨®n de su estructura constitucional por cualquier violencia particular, sea opresi¨®n dictatorial o subversi¨®n. Que el Rey sea el jefe de las Fuerzas Armadas tiene este sentido preciso: la facultad real de velar por la Constitucion y asegurar su vigencia frente a todo intento de quebrantarla, desde el Gobierno, desde un parlamento que pretenda ser convenci¨®n, desde cualquier forma de subversi¨®n.
Cuando se dice que la soberan¨ªa popular tiene ?su superior personificaci¨®n en la Corona?, creo que se quiere decir algo, muy parecido a lo que acabo de escribir; es decir, el Rey es titular de una magistratura social -antes que pol¨ªtica- como ?cabeza de la Naci¨®n?, en ¨¦l se personifica ¨¦sta como sociedad, como proyecto hist¨®rico, como comunidad humana en continuidad hist¨®rica, desde los or¨ªgenes hasta el futuro previsible, antes de toda decisi¨®n pol¨ªtica concreta, que podr¨¢ ser una u otra, a lo largo del tiempo, sin romper esa coherencia y cont¨ªnuidad superior, que la Constituci¨®n expresa en forma legal.
?Es esto un ?poder?? No un poder pol¨ªtico. Se trata m¨¢s bien de autoridad, si se prefiere, de prestigio. Es un poder sin fuerza, capaz de disparar las fuerzas sociales. Recuerdo que hace a?os, las compa?¨ªas productoras de acero en los Estados Unidos intentaron elevar el precio de su producto. El presidente Kennedy llam¨® a los directivos de estas compa?¨ªas poderos¨ªsimas y les expres¨® su desaprobaci¨®n, mostr¨® p¨²blicamente la injustificaci¨®n y peligrosidad de esa medida. Las compa?¨ªas dieron un paso atr¨¢s y renunciaron a enfrentarse con la desaprobaci¨®n del Presidente. Advi¨¦rtase que ¨¦ste no ?prohibi¨®? -no pod¨ªa hacerlo- esa decisi¨®n de las compa?¨ªas; no puso en juego sus poderes constitucionales, sino su autoridad social. Pero ¨¦sta result¨® tremendamente eficaz. La crisis por la que despu¨¦s han pasado los Estados Unidos ha sido primariamente la de esa autoridad presidencial, la disminuci¨®n de un prestigio que se hab¨ªa mantenido intacto durante cerca de dos siglos a pesar de las inevitables debilidades humanas, y que la indiscreci¨®n de algunos presidentes y el interesado aprovechamiento de algunos grupos han socavado en alguna medida. Los Estados Unidos est¨¢n ahora empe?ados en la restauraci¨®n de ese prestigio, en la reafirmaci¨®n de la cabeza social que siempre han tenido.
Esta es, a mi juicio, la funci¨®n m¨¢s propia de un rey. En ello consiste eso que se llama reinar. ?Qui¨¦n podr¨ªa resistir la desaprobaci¨®n de un Rey impecable, fiel a su misi¨®n, inaccesible a la lisonja, insobornable? ?No movilizar¨ªa las energ¨ªas ¨ªntegras de la naci¨®n, de manera que hiciese imposible todo quebrantamiento de la Constituci¨®n, toda opresi¨®n, toda subversi¨®n, todo intento de desmantelar este cuerpo social, animado por el mismo proyecto colectivo, que llamamos Espa?a?
Y, vistas las cosas de manera positiva, -lo que es a¨²n m¨¢s interesante-, al Rey corresponder¨ªa el fomento, la coordinaci¨®n, la institucionalizaci¨®n (en la medida en que es conveniente) de las actividades sociales y que no tienen por que ser primariamente estatales, menos a¨²n pol¨ªticas. Sobre todo, aquellas que requieren continuidad.
Para poner un ejemplo eminente, el patrimonio art¨ªstico, urbano, cultural de Espa?a. En ¨¦l reside una fracci¨®n decisiva de lo que hemos sido, que por existir es plenamente actual, es parte esencial de lo que somos, y condici¨®n de lo que podemos ser si pretendemos ser un pueblo y no, como dijo una vez Ortega, la polvareda que ha dejado un gran pueblo en el camino de la historia. Este patrimonio es cosa demasiado grande, compleja e importante para que pueda abandonarse al azar de las iniciativas individuales. Pero ?quiere decir esto que es asunto pol¨ªtico? Entiendo que no. Las instituciones encargadas de velar por su mantenimiento, conservaci¨®n, vitalidad, por la participaci¨®n en el de todos los espa?oles, deben ser sociales; no deben estar a la merced de los probables cambios de gobierno en un r¨¦gimen democr¨¢tico; tendr¨ªan que estar en las manos de los hombres efectivamente competentes y con la decisi¨®n de poner a esa carta su vida profesional y su vocaci¨®n; y es el Rey el que podr¨ªa convocar a una de las m¨¢s grandes empresas que podr¨ªan entusiasmar a los espa?oles: poner en forma la realidad de Espa?a y tomar posesi¨®n de ella, gozarla, vivirla, seguir cre¨¢ndola.
Y no se olvide que, tan pronto como se habla de la realidad de Espa?a y no meramente de su Estado, se desemboca en Am¨¦rica, en toda aquella donde nuestra lengua vive, nuestras formas art¨ªsticas han florecido, aliadas con las originarias, donde pervive nuestra literatura y nuestro pensamiento, donde se siguen haciendo de mil maneras distintas que revierten sobre nosotros. El Rey de Espa?a, como Jefe del Estado es cosa exclusivamente nuestra; pero como cabeza de la realidad social espa?ola pertenece inevitablemente, queramos o no, al mundo hisp¨¢nico en su conjunto: para con todo ¨¦l tiene deberes, sutiles deberes hist¨®ricos; ?no tendr¨¢ tambi¨¦n prestigio, alguna manera de autoridad espiritual?
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