El espacio de la UCD/ y 3
La realidad espa?ola se muestra cada d¨ªa m¨¢s diferente a la que, sin ir muy lejos -tomando un ejemplo no excesivamente distante-, parec¨ªa ofrecer hace no m¨¢s que un a?o. Por entonces -verano de 1976- la inauguraci¨®n del Gobierno Su¨¢rez semejaba la celebraci¨®n del anuncio de los esponsales del pueblo espa?ol con la democracia. Se multiplicaban las declaraciones prometedoras, no exentas -claro es- de resistencias y diatribas. Pero aun ¨¦stas -salvadas las parcelas de terrorismo, cuyos efectos explosivos y dram¨¢ticos ven¨ªan padeci¨¦ndose de tiempo atr¨¢s aparec¨ªan como ejercicios dial¨¦cticos muy propios de una etapa de incios, aperturas y lanzamientos de los renovados y prometedores estilos del quehacer p¨²blico. Incluso algunos episodios se dir¨ªan trascender su condici¨®n de juegos convenidos, casi de adaptaci¨®n a las nuevas reglas y formalidades que se estaban ensayando. Tal, verbigracia, la serie de peripecias que precedieron a la legalizaci¨®n del PCE tan traviesamente aprendidas en los patrones de las ?comedias de enredo?, aut¨¦ntico lujo de nuestro teatro cl¨¢sico.Espa?a descubr¨ªa, para muchos -para los que se empe?aron en cerrar los ojos, especialmente- su nueva faz. Esta fisonom¨ªa -unas veces, convulsa; otras, ansiosa y esperanzada- no expresaba, en su apasionante totalidad, el cuadro completo de posiciones, ideales, rechazos y caminos que agitaban a la sociedad en trance de reforma. Para comprender las inquietudes y lineamientos de la demandada reestructuraci¨®n no es suficiente invocar las solicitudes -en tantas ocasiones contradictorias- de una juventud bullente, fervorosa e incluso arrebatada por sus c¨®leras parad¨®jicas. La juventud suele tener raz¨®n, sobre todo en tanto ¨¦sta acredita su capacidad generadora de impulsos. Pero ni es depositaria de toda la raz¨®n, ni por lo general garantiza su ¨®ptima administraci¨®n. Ni siquiera en los momentos ¨¢lgidos de la ?era de la protesta? -agitaciones de Berkeley, del ?mayo franc¨¦s? de Nanterre...-, la juventud, cargada de argumentos y de violentos aconteceres, pudo mantener el tim¨®n en sus pu?os. Pese a ello consigui¨® prender los motores de una distinta sensibilidad, los alumbramientos de una imaginaci¨®n con destin¨® aventurero.
Uno de los problemas de m¨¢s calado entre los que atosigan a la UCD, aunque parezca carecer de una atenazante premura, es el de la ausencia de sugestiones aptas para enrolar a la juventud, por muy transitorio que pueda resultar su enganche. Es el destino de cualquier, grupo o planteamiento pol¨ªtico que, al hacerse con el poder antes de experimentar el dram¨¢tico conocimiento que proporciona la lucha y la conquista callejeras, aprende quiz¨¢ prematuramente a colocarse a la defensiva. No se trata aqu¨ª de una cuesti¨®n generacional ni de a?os cumplidos. Sino de una disposici¨®n del ¨¢nimo, de un enfrentamiento con los hechos desde vertientes de resguardo, que por sus propias limitaciones y coartadas va apagando las hogueras juveniles. Frente a esta situaci¨®n, de poco sirven demagogias astutas y preconcebidas. Cuando la juventud se evade nunca retorna a la mano del halconero.
Formarse la conciencia de una renuncia a la juventud, por muy parcial que sea, es algo similar a la aceptaci¨®n de una cercenadora cirug¨ªa del futuro. Pero el futuro -exactamente 14 previsora ordenaci¨®n del futuro- es el cometido inquietante que corrobora la existencia del actual Gobierno y justifica la de su soporte democr¨¢tico y parlamentario- la UCD.
(Antes de seguir adelante deseo anotar una advertencia. Hace ya mucho tiempo -y de ello queda testimonio escrito-, cuando el r¨¦gimen de Franco entraba en la recta final, siempre pens¨¦ que la existencia de una fuerza ?centrista? -ateni¨¦ndose a la nomenclatura aceptada-, moderadora y hasta ambigua, si se quiere, frente a una serie de apasionadas urgencias, constitu¨ªa una apremiante necesidad ante la nueva situaci¨®n espa?ola. Ese ?centrismo? habr¨ªa de asumir, desde un principio, una abnegada condici¨®n de rompeolas, gendarme casi de los hervores y estallidos extremistas, tan propicios, entre nosotros, al enarbolamiento de la violencia. Otras muchas razones se pueden aducir en favor de un partido de centro, dispositivo basculante para etapas inciertas, pero pienso que basta con lo dicho para explicar mi falta de prejuicios respecto a la UCD, a la que deseo una feliz traves¨ªa y arribada.)
Pero el drama de la Uni¨®n del Centro est¨¢ en s¨ª misma. Casi me atrever¨ªa a diagnosticar que es cong¨¦nito. Lo que hace muy complicado un tratamiento, sobre todo si el recetario incluyera una Medicaci¨®n de adversidad. Quienes se agruparon para ganar, a la sombra de unos poderes, a la vez democr¨¢ticos y autoritarios -de arrastre y esperanza-, sin tiempo para instrumentar un ideario que ayude a la captaci¨®n de voluntades, les va a ser muy complicado afrontar unos comicios, si no han conseguido -para entonces- articular un programa m¨¢s o menos convincente.
La UCD -me parece casi in¨²til insistir en ello- no es producto de convencimientos, sino de eventualidades. La aparici¨®n de otra red de coyunturas, de niveles y caracter¨ªsticas dis¨ªmiles a las que calificaron la oportunidad del 15 de junio, no es un fen¨®meno descartable. Todav¨ªa la fluidez envuelve al pa¨ªs pol¨ªtico, dominando incluso anchas zonas de la receptividad popular. En esta situaci¨®n de disyuntivas y altibajos instintivos, donde lo emocional llega a jugar a cara o cruz sus rumbos pol¨ªticos, ?es presumible que la UCD vuelva a encontrar, prosiguiendo el acierto de punter¨ªa de Adolfo Su¨¢rez, la l¨ªnea de intersecci¨®n y compromiso con un difuso y casi maquinal anhelo de indefinidos impulsos y movimientos populares?
No nos enga?emos. Todo esto permanece a¨²n adscrito al ¨¢rea providencialista, en la cual el espa?ol suele moverse a sus anchas. Ese espa?ol que cree -por encima o por debajo del Cristo descendido de la pared de un despacho oficial- en ?las relaciones particulares de Espa?a con la providencia?, a las que Ernesto Gim¨¦nez Caballero -con su travesura iluminada y epigram¨¢tica- hiciera referencia. Pero al margen de premoniciones y golpes de fortuna -con las que tambi¨¦n hay que contar-, la organizaci¨®n de una democracia consiste, exactamente, en el establecimiento de unas reglas de juego de estricta aceptaci¨®n y obligatoriedad para todos.
La regulaci¨®n democr¨¢tica, en sus inspiraciones originales, est¨¢ pensada para eludir los ramalazos y las tentaciones del providencialismo. Por ello, en buena t¨¦cnica de vigilancias, controles y encauzamientos de la cosa p¨²blica, un partido pol¨ªtico debe significar m¨¢s que un hombre. No que cualquier hombre -aunque ¨¦se sea el objeto de la democracia-, sino que el m¨¢s representativo y egregio. El culto a la personalidad constituye, pues, la ant¨ªtesis de la aut¨¦ntica aspiraci¨®n al convivir democr¨¢tico.
Estas consideraciones -de una elementalidad propia de un elscolar ante los temas iniciales de derecho p¨²blico- parecen haber sido tenidas muy poco en cuenta por casi todos los montadores de nuestros actuales partidos pol¨ªticos de alguna importancia. La UCD es quiz¨¢, l¨®gicamente, la m¨¢s tocada por un matizado y espelcial mesianismo, ante el cual, aunque puedan levantarse argumentos justificativos, es cada d¨ªa m¨¢s necesario abrirse a otros horizontes y realidades.
No es preciso exhibir un ¨ªndice de problemas perentorios -orden p¨²blico, angustia econ¨®mica, paro, autonom¨ªas, desquiciamiento universitario, etc¨¦tera, sin contar la elaboraci¨®n de una carta constitucional-, para darse cuenta de los atormentados amaneceres del Gobierno. Adem¨¢s, el debate sobre el ?caso Blanco? puso de manifiesto la endeblez de la l¨ªnea de lasquenetes parlamentarios con que cuenta la Uni¨®n del Centro. Una discusi¨®n de alta temperatura emocional puede incluso producir un desajuste interno con el delirio de las defecciones.
Si el cuadro se ofrece negro, tiene todav¨ªa compostura. Todo es cuesti¨®n que la UCD tome en seno su papel de partido pol¨ªtico. Hasta de partido gubernamental y no agrupaci¨®n conquistadora del Poder. Un partido debe ir en sus planteamientos por delante del Gobierno que lo representa. Planificar sus actuaciones, ofrecer sus programas y recursos, adelantar una estrategia demostrativa de que se sabe lo que es un Estado y para qu¨¦ sirve. Todo menos dar la sensaci¨®n de que se trata de una apresurada y simple organizaci¨®n electoral.
Personalidad tan notoria como Fernando Chueca -uno de nuestros intelectuales y arquitectos de punta, adem¨¢s de senador por el Centro Democr¨¢tico- acaba de declarar que ?las juventudes de UCD est¨¢n, a su entender, francamente desilusionadas?.
Es la manifestaci¨®n seria de un personaje honesto, que no s¨®lo piensa -a semejanza de lo que Ortega y Gasset escribiera en el pr¨®logo a la edici¨®n espa?ola de las lecciones, de Hegel, sobre la filosof¨ªa de la Historia- que ?lo que vale m¨¢s en el hombre es su capacidad de insatisfacci¨®n?, sino que enjuicia serenamente la realidad de la aventura humana y pol¨ªtica en que se halla embarcado.
No hay necesidad de insistir en que de todos los riesgos y eventualidades que acechan a la UCD, acaso este de la decepci¨®n pueda ser el m¨¢s da?ino. Ante su corrosi¨®n interior va a ser indispensable que cambie en las actitudes de su, ¨¢nimo, en las disposiciones de su esp¨ªritu, por decirlo as¨ª. Y sobre todo, en una capital y de arriesgada intrepidez: en la de considerarse, quiz¨¢ inconsciente mente, una especie de escudo casi insustituible de la Monarqu¨ªa. A las imprevisibles consecuencias a que pueda conducir esta postura se agrega una grav¨ªsima y que a muy pocos se les escapa su condici¨®n de abismo: la de que empujada por su convicci¨®n de entra?amiento, en un mal trance -de los tantos que se avecinan-llegue la UCD a transponer su calidad de escudo por la de escudada, provocando un cierre de caminos para la realeza.
Servir exige muchos m¨¢s sacrificios de los que se imaginan. El pol¨ªtico leal es un esp¨ªritu sangrante y en carne viva, que no debe olvidar jam¨¢s aquella maldici¨®n de los antiguos mandarines: ?iOjal¨¢ vivas una ¨¦poca interesante!?
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