El Banco de Ojos, ciego
Conociendo su gravedad, mi marido quiso, antes de morir, hacer donaci¨®n de sus ojos. No quiso llevarse con ¨¦l a la tumba un privilegio transferible, gracias a la ciencia, a tantos invidentes, por los que sent¨ªa una especial ternura. Cuando admiraba extasiado un monumento o un paisaje, su pensamiento, invariablemente, era de gratitud hacia el Creador y de piedad hacia los ciegos.Pues bien, sus ojos, hechos de luz y para la luz, hubieron de hundirse en la misma oscuridad que hubieran querido vencer. El Banco de Ojos tampoco funcionaba en agosto. No s¨¦ en los dem¨¢s meses. Una cinta grabada -voz de nadie, que habla y que no escucha- remit¨ªa al donante a otro tel¨¦fono, desde el cual, a su vez, le reenviaba al de la cinta grabada, en un interminable viacrucis de ida y vuelta contra el tiempo. Junto a la cantinela sin fin de la cinta an¨®nima, qued¨® tambi¨¦n grabada nuestra s¨²plica ardiente. Los que d¨¢bamos, ped¨ªamos. Y volv¨ªamos a pedir. Se abrieron unas horas de desesperada espera. Pero los que hab¨ªan pedido, no nos dieron. Ni siquiera las gracias.
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