En torno al triunfo de la se?ora Thatcher
Los ingleses, astutos e intensos amantes de su patria, suelen preparar, peri¨®dicamente, sus golpes de sorpresa, para seguir demostrando al resto de los mortales las cualidades ejemplarizadoras que su pueblo posee. Un ingl¨¦s podr¨¢ ironizar acerca de s¨ª mismo, pero siempre sin abdicar de las estimaciones de su ufana y optimista autovaloraci¨®n. Sobre los ingleses se ha dicho todo -o casi todo-, desde los campos m¨¢s distintos y las apreciaciones m¨¢s contradictorias. La verdad es que los ingleses no han cejado nunca en su propia batalla, ya fuera bajo circunstancias adversas o favorables, disparando su imaginaci¨®n hacia las m¨¢s inesperadas soluciones.
No es que el triunfo de Margaret Thatcher, al frente de las tenaces e hist¨®ricas fuerzas conservadoras, resultara un acontecimiento imprevisible. No, en manera alguna. El moderno y abusado juego de las encuestas -?al que tantos reveses y descarr¨ªos hay que cargar en su cuenta!- la hab¨ªa pronosticado, una y otra vez, su ascensi¨®n al cargo de primera ministra de la Gran Breta?a. Adem¨¢s, la ?guerra de las sufragistas? era tina historia antigua. Tan antigua, que hasta Disraeli -afanoso cortejador del ¨¦xito y la popularidad- no trepid¨® al unir sus palabras a la causa feminista. Unas palabras que sonaban m¨¢s a gentileza que a efectiva concreci¨®n pol¨ªtica.
La endurecida guerra vendr¨ªa despu¨¦s, cuando las Pankhurst y sus febriles seguidoras se lanzaran a la calle, con sus gritos y pancartas, a pelear con la polic¨ªa, a acorralar al joven Churchill, a encadenarse a los s¨®lidos enrejados del Parlamento y de Buckingham Palace... Tras la inauguraci¨®n de las publicitarias huelgas de hambre -decididas por Mrs. Pankhurst como orden oeneral para toda ?sufragista? arrestada- vendr¨ªa el drama del hip¨®dromo de Epsom, en la gran jornada del derby de 1913. Emiliy Davison, al lanzarse bajo las patas de los caballos, para morir golpeada por los cascos, pintaba con sangre el cartel de las reivindicaciones feministas en aquella primavera brit¨¢nica. Su cortejo f¨²nebre ser¨ªa la apoteosis. Nada faltar¨ªa en su honor. Ni siquiera la presencia de una gentil Juana de Arco -consciente o inconsciente homenaje a los sue?os; e idilios de la gran Entente- a caballo sobre blanca cabalgadura y con su estandarte enarbolado.
La primera guerra mundial, la de 1914 a 1918, absorber¨ªa a las integrantes del combativo sufragismo, diluy¨¦ndolas -en el servic¨ªo a la patria- por f¨¢bricas, talleres y cuerpos auxiliares. A fin de cuentas, para los ingleses no significaba una novedad que los grandes fastos de su historia estuvieran asociados a nombres de mujer. Dos grandes reinas -Isabel y Victoria- ostentan la corona en las eras gloriosas del despegue y la plenitud del Imperio brit¨¢nico. El orgullo ingl¨¦s se respalda, con ufan¨ªa y dignidad, por estos dos reinados. ?Cu¨¢ntos sue?os y cu¨¢ntas nostalgias al entonar el Dios salve a la reina sobre los cinco continentes y los siete mares!
Margaret Thatcher, capitaneando con femenina energ¨ªa la vieja columna tory, accede al poder entre atardeceres oto?ales. La Commonwealth representa los oros p¨¢lidos de la a?oranza y la consolaci¨®n el ¨²ltimo rabo por desollar de unas responsabilidades que en su hora abarcaron la redondez del planeta y de cuyos mediod¨ªas hiciera Rudyard Kipling -que hab¨ªa nacido en India- la inspiraci¨®n para sus versos de entonaci¨®n marcial, cantores de una moral del esfuerzo y el poder bajo las banderas inglesas.
Angel Ganivet -nuestro dram¨¢tico profeta del 98- escribi¨®, cercado por exasperaciones y desesperanzas juveniles, que era, seguramente, el pueblo ingl¨¦s el m¨¢s belicoso de la tierra, y que se pod¨ªa asegurar que, en cualquier instante, siempre se encontrar¨ªa a un soldado brit¨¢nico combatiendo en alg¨²n punto del globo. Eran tiempos en los que el extremismo nacionalista asignaba dones y m¨¢culas -de un reiterado convencionalismo- para caractenzar pueblos y naciones. Inglaterra cargaba con el sambenito de la?p¨¦rfida Albi¨®n? cada vez que su diplomacia o sus cuerpos coloniales se mov¨ªan por la superficie terr¨¢quea.
Inglaterra fue, a menudo, menos hip¨®crita de lo que se ha dicho. Quiz¨¢ parte de su grandeza haya residido en la capacidad para asumir sus culpas, y en la obstinaci¨®n -a veces empecinado empeno- por defender empresas y causas perdidas. La fantas¨ªa ha prevalecido, en ocasiones, sobre su cacareado esp¨ªritu pr¨¢ctico.
La realidad es que los ingleses se encuentran hoy ante momentos cr¨ªticos y situaciones decisivas. El electorado que se ha vuelto hacia la se?ora Thatcher apenas enmascara su fatigada expresi¨®n. Los reveses y las aventuras infructuosas han determinado su voto un voto que demanda, cuando menos, un cambio de postura. La efectividad de este cambio parece avalada, en primer t¨¦rmino, por la circunstancia de ser una mujer la elegida para dirigir el Gobierno. El feminismo de todos los colores -y grados de enardecimiento- est¨¢ de enhorabuena. Los que siempre defendimos la abolici¨®n de las diferencias entre los dos sexos tenemos la sensaci¨®n de haber acertado la jugada.
Pero ?qu¨¦ se espera de la se?ora Thatcher, aparte de las promesas electoralistas del renovado Partido Conservador? Como se?alaba l¨ªneas arriba, un cambio de postura, de actitud, de enfoque, frente a las angustiosas interrogantes de nuestro tiempo y nuestro mundo. Es muy probable que la esperanza -inconsciente, por supuesto- de no pocas personas radique en lo que la sensibilidad femenina pueda afectar en relaci¨®n con el hallazgo de distintos tratamientos y exploraciones ante los problemas que nos ahogan.
Las experiencias hasta ahora vividas, en ese terreno, no desprenden demasiadas ilusiones. Tal es el caso de la se?ora Gandhi. No voy a entrar en el juicio de sus tareas de gobernante tan abruptamente conclu idas por el momento. Sino a lo que para m¨ª signific¨® su contacto directo, consecuencia de un azar de mi vida diplom¨¢tica. Indira Gandhi se dir¨ªa empe?ada, cuando la conoc¨ª, en mostrar la imagen -m¨¢s bien inflexible y recia- con la que se ha solido caracterizar a los denominados ?hombres duros? en la pol¨ªtica. No es imposible.que su intimidad est¨¦ llena de dulzuras y suavidades, de esas que solemos incluir entre los atributos b¨¢sicos de la mujer. Y que la exhibici¨®n de sus rigideces y severidades obedeciera a las imposiciones nacidas del ejercicio del poder.
?No s¨¦! Lo ¨²nico cierto es que, en el mando o en la oposici¨®n, y pese a los alucinantes progresos en el saber y en la t¨¦cnica, el hombre no ha dejado de ser lobo para el hombre. La violencia y el terrorismo prosiguen su siniestra escalada, hasta el extremo de llegar a sugerir que la condici¨®n humana precisa de esos sangrientos holocaustos para proseguir en sus afanes. A ese respecto, tambi¨¦n el feminismo ha pisado el acelerador. Ya se va haciendo raro el comando terrorista en el que no se incluya alguna mujer, no s¨®lo como c¨®mplice, sino hasta con el cometido de ejecutora de las m¨¢s extremas violencias.
No hay duda que la mujer va aline¨¢ndose, con efectividad, en los frentes m¨¢s distintos de la actividad humana. El triunfo de la se?ora Thatcher es otra culminante confirmaci¨®n. Pero no voy a disimular la nube que disminuye las esperanzas cuando se la califica como ?la mujer de hierro?. Sea mujer hasta el fin en sus decisiones y en sus intuiciones. Que s¨®lo as¨ª es posible que consiga enderezar algunos de los muchos errores hasta ahora perpetrados.
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