Blas de Otero
Ahora que ha terminado ya la funci¨®n, los aplausos se han acallado, el olor a incienso se evapora y las luces de las candilejas se van apagando lentamente, ahora que el escenario est¨¢ otra vez vac¨ªo, ahora Blas de Otero quiero hablarte.S¨¦ bien que no te encontrar¨¦ en parte alguna: los muertos no est¨¢n ni arriba, ni abajo, ni a la derecha, ni a la izquierda, ni en el cementerio, ni en ning¨²n lugar extra?o. Los muertos existen tan s¨®lo en nuestro recuerdo y, cuando les amamos, envejecen al mismo tiempo que nosotros. T¨², Blas, siempre ser¨¢s doce a?os m¨¢s viejo que yo. No, m¨¢s viejo no. Quer¨ªa decir menos joven, pues yo no s¨¦ envejecer bien y por eso sigo siendo joven.
Al fin y la postre, Blas, envejecer no es m¨¢s que renunciar al imprevisto, a la aventura, a que algo ins¨®lito se introduzca en nuestra vida. Es conformarse con lo posible, con lo cotidiano, con aquello que no tiene riesgo ni sorpresa. Es cobard¨ªa y resignaci¨®n. Ser joven, en cambio, es quemar la vida, es negarse a vivirla a medias, es estar siempre dispuesto a gastarla vivi¨¦ndola intensamente a cada rato. Es vivir m¨¢s en menos tiempo.
Pero Blas, aturdido todav¨ªa por tu tard¨ªo ¨¦xito, te estar¨¢s preguntando: ?y qu¨¦ tiene que ver todo eso conmigo? ?Si de mi persona tan s¨®lo existen los restos! El resto. El resto, que es aquello que queda cuando ya no queda nada. ?Mi resto?, dice el jugador de p¨®ker. Y si pierde el envite debe levantarse de mesa, pues no le pertenece ni una miserable ficha. ?Recuerdas?
Blas, s¨ª que tiene que ver todo esto contigo, pues quer¨ªa decirte, para tu tranquilidad, que se han ido ya. S¨ª, ellos. Los administradores de cad¨¢veres. Los necr¨®filos. Aquellos que van comi¨¦ndose el bollo mientras te meten en el hoyo (y echan mucha tierra encima, quiz¨¢ para que no tengas la tentaci¨®n de salir del agujero).
Los muertos, Blas, sois muy c¨®modos. No quit¨¢is la silla a nadie, no nos interrump¨ªs, no correg¨ªs las inexactitudes que escribimos a veces y, sobre todo, no sois competencia. Aqu¨ª exprimimos a los muertos como limones, les sacamos mucho jugo. Un muerto oportuno no tiene precio. Francamente, en Espa?a solemos preocuparnos y hablar bien de los muertos o de aquellos medio muertos a los que obligamos a exiliarse. ?Pero hay de ¨¦sos si osaran volver! Nos apresurar¨ªamos a escribir, a su regreso, que eran fascistas, reaccionarios, tontos, o que padecen, ahora, debilidad senil. Aqu¨ª hay, Blas, mucha hambre atrasada y mucho ?hideputa? suelto.
Con los muertos, cuando no lo son a¨²n -quiero decir cuando est¨¢n todav¨ªa vivos-, la canci¨®n es distinta. ?Quieres tener la bondad de decirme, Bias, cu¨¢ntas de esa,s 30.000 ¨® 40.000 personas que fueron a tu homenaje te dieron en vida tan s¨®lo una mano caliente de amistad? Es cierto que eras un hombre triste, hura?o, silencioso, solitario. Yo, por ejemplo, jam¨¢s llegu¨¦ a intimar contigo. Estabas siempre callado y abr¨ªas la boca nada m¨¢s para decir: ??Qu¨¦ jodido pa¨ªs!?. S¨ª. Eras de un car¨¢cter dif¨ªcil y ya de ni?o dec¨ªas: Madre, no me mandes m¨¢s a coger miedo l y fr¨ªo ante un pupitre con estampas.
Es verdad que no eras c¨®modo, pero, ?quand m¨¦me?, Albert Puig Palau, ?le bel Alberto ? de Cocteau, el t¨ªo Alberto de Joan Manuel Serrat, te ayud¨® mucho entreg¨¢ndote -perdona que sea tan prosaico- una cantidad de dinero cada mes para que pudieras subsistir; Juan Huarte te llev¨® de m¨¦dico en m¨¦dico para salvarte de una mutilaci¨®n que, con raz¨®n, te obsesionaba y haste te enloquec¨ªa. ?T¨² que eras tan putero, que recorr¨ªas a diario -a ?nochario?- las Ramblas barcelonesas buscando amor y compan¨ªa silenciosa!; y tambi¨¦n Jos¨¦ Agust¨ªn Goytisolo, que siempre te dio hospitalidad en tus largas estancias en Barcelona; y Barral, y Castellet, y Gil de Biedrna, y Valverde. Y muchos otros, como Gabriel Ferrater o Alfonso Costafreda, que tampoco est¨¢n ya, ?ay!, con nosotros.
Todo ello lo han ignorado los administradores de la explotaci¨®n de tu muerte. A tus amigos catalanes, Blas, de esa Barcelona en la que tantos a?os viviste, nadie les ha dicho una palabra en tu homenaje. Y lo digo yo sin resentimiento, pues nunca fui tu amigo, tal vez porque nos sobraba a los dos ese extra?o pudor que existe entre hombres.
No quiero crearte problemas, Blas, ni pretendo que te enfades con quienes se han preocupado tan s¨®lo de vestirte de rojo y de esculpirte con el pu?o cerrado en alto. Pero puesto que yo no soy esa religi¨®n y los dogmas me aburren, quiero que comprendas mi irritaci¨®n, t¨² que fuiste siempre m¨¢s fieramente humano que ¨¢ngel. Blas, quiero citar desde el estribo y poner banderillas en medio de la plaza, que es donde el toro pesa m¨¢s y tiene mayor riesgo. Pero quiero tambi¨¦n vivir, vivir a pulso sabiendo cuando haga falta morir airadamente en esa fiesta brava del vivir y el morir. Porque la muerte - t¨² lo sabes bien- es cosa f¨¢cil, Blas, y lo dif¨ªcil a veces es conservar la vida. Y me pregunto: ?qu¨¦ pas¨® en Cuba y en China? Viniste de Cuba vencido, resignado, humillado. Alguien me sopla al o¨ªdo que te aplicaron all¨ª un brutal tratamiento psiqui¨¢trico. No lo s¨¦ y casi no me importa, ya que todo es ahora in¨²til. Apenas supe de t¨ª ¨²ltimamente. Te casaste. Te separaste poco despu¨¦s. Perd¨ª tu rastro, aunque me quedaba tu palabra. Y s¨¦ que abriste los labios hasta desgarr¨¢rtelos.
S¨ª, Blas. Ten¨ªas raz¨®n. Es un jodido pa¨ªs. Pero t¨² y yo lo hemos amado siempre.
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