H¨¢gasela usted mismo
En el a?o 1927, Andr¨¦ Gide conoci¨® en Madrid a una amuermada y dulce solterona que conservaba en un armario muchas y viejas medicinas, de modo que ya apenas quedaba sitio en ¨¦l para meter nuevas anfetas, nuez moscada y jarabes con code¨ªna. (La rima se arrima.) Y, como la se?orita se hallaba completamente bien, pese a alg¨²n escozor secreto como el que ayer mentaba Lil¨ª Alvarez, el autor de Les caves du Vatican se permiti¨® decirle en voz muy baja que quiz¨¢ no era ¨²til guardar as¨ª un tesoro que ya no iba a servirle para nada. Entonces, la solterona se puso roja como un tomate y su interlocutor crey¨® que se iba a echar a llorar. Pero sac¨® los frascos, las cajas y los tubos, uno tras otro, mientras dec¨ªa: ?Este me salv¨® de un c¨®lico nefr¨ªtico, y ¨¦se, de una angina de pecho; este Ung¨¹ento me cur¨® de un granito en la ingle y estas p¨ªldoras me ofrecieron alivio cuando me puse algo estre?ida.? En fin, acab¨® confesando que, en otro tiempo, todo ese almac¨¦n de medicinas le hab¨ªa costado muchos cuartos. Y Gide comprendi¨® que era eso, precisamente eso, lo que frenaba sus deseos de desprenderse de la in¨²til carga. Entonces, ni corto ni perezoso, el prosista franc¨¦s sac¨® el armario a la mitad de la calle y le prendi¨® sonado fuego. Se puso a contemplar la bulliciosa hoguera, como quien abandona familia y amigos, trabajo comenzado, obra por hacer, perfumes prometidos, sue?os de realidad... Y, al t¨¦rmino, como no hubo all¨ª v¨ªctimas personales que lamentar, nadie le rog¨® a Gide que se hiciese autocr¨ªtica.?A usted le quedan ganas? H¨¢gasela usted mismo, a la hora de la siesta y sin perder el ritmo dada¨ªsta. Mire, coja en seguida unas tijeras. Recorte esta columna siguiendo, m¨¢s o menos, las l¨ªneas del recuadro. A continuaci¨®n, recorte con cuidado cada una de las palabras que forman este art¨ªculo y m¨¦talas en una bolsa. Ag¨ªtela con frenes¨ª, mientras cantan Los Pecos en el transistor. Saque luego cada recorte, uno por uno, sin esperar a que se enfr¨ªen. Copie concienzudamente el poema resultante, en el orden en que los recortes hayan salido de la bolsa. El poema, ya lo ver¨¢, tendr¨¢ un cierto parecido con la v¨ªctima. Y usted, el autor, ser¨¢ un ? guerrillero po¨¦tico y de una sensibilidad popular a flor de piel, aunque incomprendido por todos los dem¨®cratas burgueses y renegados liberales?. Si el poema no se parece en nada a la v¨ªctima y escucha el llanto de los familiares, ¨¦chele usted la culpa a UCD.
Al fuego, por el humo. Al humo, por el fuego. Corona de Arag¨®n. Valle de Ayora, Al fuego, por el fuego. Bombas de la autocr¨ªtica. Olor a chamusquina general.
"Si ya no puede m¨¢s, p¨ªdale el fuego eterno a uno de esos testigos de Jehov¨¢ que lisonjean nuestra voluntad con la leve esperanza de un verde para¨ªso, mientras dragones milenarios siguen lanzando llamas fatuas por hoteles y bosques, por estaciones y jardines. Tregua del para¨ªso. ?El Para¨ªso! Jules Laforgue lo vio, mientras fumaba, como un lugar en el que se mezclaban bandadas de mosquitos y elefantes en celo para bailar el vals; al despertar del sue?o, el poeta ten¨ªa chamuscado el pulgar.
H¨¢gase la autocr¨ªtica contando con los dedos. Mientras tanto, pasan y pasan los bomberos. La hero¨ªna de Adolfo Arrieta da saltos de alegr¨ªa. Encarna y V¨¢zquez Montalb¨¢n le han robado ya un poco de fuego a multinacionales febriles. A calentarse tocan.
Como refresco, titi, licor del polo a tope o un ba?o en la ba?era de Somoza.
Luego, lea en voz alta el poema que obtenga con mi texto de corte recortado. Hasta que se le queme la boca. Es la autocr¨ªtica. Es la prueba de fuego. Por los ojos. Por las narices. Por las v¨ªctimas.
Por amor. El amor es el ¨²nico incendio que merece la pena.
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