Los dineros del sacrist¨¢n
?Con la iglesia hemos dado, Sancho?, dice don Quijote (segunda parte, cap¨ªtulo IX). Dice ?dado? y no topado, como suelen decir los que repiten esta frase, olvid¨¢ndola de puro no haberla sabido tal vez nunca: de no haberla le¨ªdo ni rele¨ªdo en su texto original. No es lo mismo dar que topar. Los que topan son los carneros y los chivos, y aun los toros; como otros animales cornudos de cabezas topantes; de ?cabezas embistentes?, como dec¨ªa Antonio Machado, aunque refiri¨¦ndose a los espa?oles (no a todos claro es). Ni don Quijote ni Sancho ni tampoco sus cabalgaduras, el rucho y Rocinante, pod¨ªan topar con nada; ninguno de los cuatro era embistente ni cornudo. No toparon; dieron con la iglesia, que era la principal del pueblecito manchego de El Toboso, cuando buscaban el palacio encantado de Dulcinea. Y no s¨®lo dieron o encontraron la iglesia, sino el cementerio que la precede yrodea: y as¨ª a lo que le dice don Quijote responde Sancho: ?Ya lo veo?; a?adiendo: ?Y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura; que no es buena se?al andar por los cimenterios a tales horas? (?media noche era por filo, poco m¨¢s o menos...?, escribe Cervantes). Pues este encuentro del cementerio con la ¨ªglesia, inseparable mente unido o reunido con ella, no debe olvidarse al recordar el pasaje cervantino, ni su descripci¨®n evocadora: ?Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dorm¨ªan y reposaban a pierna tendida, como suele decirse? (mejor que ahora a pierna suelta). ?Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo oscura, por hallar en su oscuridad disculpa de su sandez? (Quijote; segunda parte, cap¨ªtulo IX).
?Media noche era por filo, poco m¨¢s o menos?, cuando ve¨ªamos y o¨ªamos, mir¨¢bamos y escuch¨¢bamos, una de estas noches, en la entreclaridad de la pantalla televisora, una muy mala pel¨ªcula que preced¨ªa y debiera tal vez haber rodeado, como el cementerio a la iglesia principal de El Toboso, a la reuni¨®n coloquial o conciliabulesca que nada ten¨ªa que ver con ella (aunque hubiera podido y debido quiz¨¢ tener que ver mucho). El enunciado o t¨ªtulo del debate coloquial era sugerente por certero: ?Los dineros de la Iglesia?. Pero tambi¨¦n equivocante. Como si a cualquier espectador o audivisivo con cabeza ernbistente se le provocase con el castizo y err¨®neo ?con la Iglesia hemos topado?. No. Pero tampoco dimos con ella; ni con sus cementerios adjuntos. La Iglesia invisible, inaudita, de los muertos y de los vivos; la Iglesia de los santos (de la resurrecci¨®n de los muertos y de la comuni¨®n de los santos). En una palabra (palabra viva): la Iglesia de Cristo. De ¨¦sta no se habl¨®.
No; este sugerente y certero t¨ªtulo provocador ?Los dineros de la Iglesia ? no es,clave de nada; porque evoca y provoca una maliciosa confus¨ª¨®n y se sostiene o sustenta de un error muy grave. La Iglesia no tiene ni tuvo n¨ª puede tener dinero o dineros. Los dineros que suenan en la Iglesia son los del cepillo del sacrist¨¢n. Esos dineros de que se nos hablaba como si lo fueran de la Iglesia no son otros que los dineros del sacrist¨¢n; de los que nos.dice el buen sentido popular refranero que ?cantando se vienen y cantando se van?. Y as¨ª puede parecernos una sandez insigne (perd¨®nenme los concialiabulistas), sin oscuridad que la disculpe. tratar de contarlos y hasta de pedir o exigir cuenta de ellos a los sacristanes; y cuentas bancarias; como si los fieles tuvieran derecho a ped¨ªrselas, ni ellos obligaci¨®n de darlas. Y ?cuentas del gran capit¨¢n?, que nadie tiene ning¨²n derecho a pedirle ni al Papa, ni al preboste de la Compa?¨ªa de Jes¨²s ni al abad de su monasterio. Ni a obispos, ni a p¨¢rrocos, n¨ª a cl¨¦rigos ningunos. Pero ni siquiera a los sacristanes. Con lo ¨²nico que puede y debe un sacrist¨¢n responder a tan impertinentes demandas es con el canto, el son que hacen las monedas en su cepillo; balanceando ¨¦ste para que suenen mejor; y para que se vayan como vinieron, cantando bajito alegremente. Y esto nos parece que entra en el sant¨ªsimo desorden p¨²blico de la caridad, bien o mal entendida, porque empieza y acaba por cada uno mismo.
No; la Iglesia no tiene dineros. Da, o debe dar (para que nosotros demos con ella sin tope que valga) a cada cual lo suyo: a Dios, al C¨¦sar y al Diablo (sin olvidar nunca a este ¨²ltimo, que puede estropearlo todo). No; la Iglesia no tiene dineros. Pero s¨ª tiene bienes, y niales. Y eso s¨ª que es clave para encontrarla, para dar con ella; y hasta para encontrar en ella al mism¨ªsimo Diablo en persona (que lo es). Fue un gran poeta, Rub¨¦n Dar¨ªo, el que nos lo dijo en un verso estupendo e inolvidable: ?Que el Diablo en ].a Iglesia se esconde.? Y es donde se esconde mejor. Tal vez debi¨¦ramos leer siempre al entrar en cualquier templo, catedral o capilla un letrero diciendo: ??Cuidado! Que aqu¨ª est¨¢ el Diablo escondido.? El santo papa Juan XXIII ya advert¨ªa a los cardenales reunidos en concilio que, por bien que hubiesen cerrado las puertas, el Diablo se habria quedado dentro. Y su inteligente sucesor, Pablo VI, responsabiliz¨® al Diablo de todos los males que han suced¨ªdo al concilio mismo.
?Los bienes de la Iglesia! Pues, ?y sus males?
Dejaremos para otra ocasi¨®n el hablar de esto. Aunque no dejemos ahora de pensar en ello.
Ahora, cuando la escandalosa polacada tr¨¢gico-grotesca de un c¨¦saro-papismo sacristanesco recorre el mundo como un anticristo fantasmal, aterrador fantoche diab¨®lico de nuestro pensamiento.
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