La demencia senil de la cultura espa?ola
La cultura espa?ola no recuerda, pero anda loca por conmemorar. Una vez m¨¢s, con una recurrencia que alcanza obstinaci¨®n de pesadilla, se pide la traida a Espa?a de los restos de Machado. No s¨¦ cu¨¢ndo se tendr¨¢ la delicadeza de recordar que no fue circunstancia fortuita ni banal la que le llev¨® a dar con sus huesos en Colliure y sobre todo que no debe su sepulcro a alg¨²n an¨®nimo e indiferente azar administrativo sino al personal impulso de piedad de una mujer francesa y comprender que ni aquella ¨²ltima huella de su vida tiene por qu¨¦ ser borrada ni tan tierno acto de hospitalidad postrera merece ser deshecho sino perpetuado. Por lo dem¨¢s, Colliure est¨¢ tan cerca, que. la breve y grata excursi¨®n no viene mas que a aumentar el incentivo y estimular el apetito para los fervorosos jubileos de la fauna necr¨®faga espa?ola. Pero lo ¨²ltimo que se est¨¢ urdiendo contra el descanso de aquellos pobres huesos es nada menos que confiar el encargo a una comisi¨®n constituida por la Real Academia y presidida por el Rey, con lo que la amenaza tocar¨ªa esta vez en dimensiones de homenaje nacional. ?Justo el gasto que estaba haciendo falta para aliviar el super¨¢vit del presupuesto de cultura! Cuando el diablo no tiene qu¨¦ hacer, con el rabo mata moscas.El asunto es tan viejo y reincidente como un vicio malo y ha dado ya lugar a toda suerte de manifestaciones ejemplares. Hace alg¨²n tiempo, Antonio Guerra, corresponsal entonces en Sevilla de Diario 16, tras dar cuenta, como de una conjura contrarrevolucionaria, de una campa?a del abec¨¦ local para llevar los restos de Machado al pante¨®n de sevillanos ilustres, dec¨ªa: ?En opini¨®n de estos medios ("los medios culturales y pol¨ªticos de la oposici¨®n andaluza") Abc es el menos indicado a promover una campa?a de este estilo, ya que la l¨ªnea seguida por este peri¨®dico en los ¨²ltimos cuarenta a?os difiere del pensamiento del poeta y de sus ideas pol¨ªticas.? Y un poco m¨¢s abajo citaba textualmente las palabras de Alfonso Guerra, secretarlo de organizaci¨®n del PSOE: ?La derecha reaccionaria, que tantos a?os ha colaborado con el franquismo, quiere adue?arse del patrimonio cultural que supone la memoria de Antonio Machado, en u?a maniobra de claro oportunismo pol¨ªtico.? Esto es puro delirio, pura demencia senil. Si de los viejos chochos suele decirse que vuelven a la infancia, como cultura que chochea habr¨¢ que representarse la que incurre en regresiones como el materialismo fetichista, la magia de contacto o el ?sana, sana, culito de rana?. Alfonso Guerra dir¨¢ qu¨¦ el no cree en esa magia, lo que dicho de modo tan expl¨ªcito puede que sea cierto. Pero no es menos cierto que no hay por d¨®nde quebrantar o desvirtuar sin sofisma o subterfugio la solidez de la cadena quien se apodera del cad¨¢ver-se apropia de la memoria-quien se apropia de la memoria-se adue?a del patrimonio cultural y que esta cadena, m¨¢gica si las hay, se halla impl¨ªcitamente presente en sus palabras. Con todo, la insidia grave no est¨¢ en el tejemaneje funerario, que declarando abiertamente su condici¨®n de simulacro mal podr¨ªa envolverla, sino en la concepci¨®n de la cultura como patrimonio.
Un patrimonio, en efecto, es algo que, no hay c¨¢scaras, o pertenece a los Guerra o pertenece a los Luca de Tena. Lo mismo que un cortijo, ?qu¨¦ m¨¢s da?; algo que s¨ª es de unos no puede, evidentemente, ser de otros. Lo que los Guerra tienen contra los Luca de Tena es un aut¨¦ntico pleito hereditario, y a estos efectos es natural que adquiera una importancia moral a veces decisiva qui¨¦n es el que se lleva los restos del difunto a su propio pante¨®n. No ser¨ªa ciertamente la primera vez que linajes incluso de m¨¢s alta alcurnia que nuestras dos egregias familias sevillanas han andado a empujones por la presidencia de un entierro. Y hasta el cupl¨¦ se ha hecho eco del cl¨¢sico conflicto entre la familia pobre pero buena, que ha acogido al difunto con amor y lo ha atendido hasta el fin de sus d¨ªas, y la familia rica pero mala, que habi¨¦ndolo negado y despreciado en vida, avergonz¨¢ndose de ¨¦l y de su torpe ali?o indumentario, intenta, tras la muerte, volver a hacerlo suyo, cuando corona p¨®stuma de gloria ha hecho su nombre t¨ªtulo de orgullo y timbre de prestigio para el linaje que lo pueda proclamar su hijo.
La noci¨®n de ?patrimonio cultural? permite que la cultura sea hecha objeto de estos pintorescos tr¨¢ficos y aun que se reduzca a consistir del todo en la pompa y faramalla que los ocasiona. Convertir la cultura en patrimonio es concebirla como algo que se cumple por apropiaci¨®n, por adscripci¨®n al nombre: el objeto cultural es suplantado por su mera posesi¨®n. Quiz¨¢, m¨¢s que a un cortijo, una jaca o una bodega, quedar¨¢ equiparado a un t¨ªtulo nobiliario, un atributo her¨¢ldico, un documento de legitimaci¨®n, una credencial de autoridad. Los eruditos e investigadores espa?oles parecen a menudo reyes de armas en busca de honorificencias olvidadas, y su sue?o dorado es descubrir un Miguel Servet, un espa?ol que ?ya lo dijo m¨¢s de un siglo antes?. Ello explica tal vez el hecho de que mientras hay muchos estudiosos extranjeros que se interesan por cosas espa?olas, apenas se conocen espa?oles que estudien cosas for¨¢neas; se ve que no pudi¨¦ndolas tener por suyas falta el est¨ªmulo patri¨®tico-narcisista-onfalosc¨®pico que centra en exclusiva su inter¨¦s: les importa un pepino la circulaci¨®n de la sangre si no se trata de reivindicar para Espa?a el honor de haberla descubierto. Y esto es negra miseria espiritual.
Al modo en que el espa?ol gusta de hincharse como un perro insuflado por el culo hasta que el orgullo de serlo acaba campeando en solitario por toda empresa y todo contenido de la espa?olez, o coronando el ideal de ciertas casas se?oriales en que el blas¨®n de la fachada querr¨ªa envolver y engullir como una ameba el edificio entero, as¨ª la patrimonializaci¨®n cultural que monumentaliza las ciudades es capaz de convertir toda una cerchia antica en una inmensa y satisfecha plasta her¨¢ldica (ning¨²n apresto tan plastificador como el barniz de monumentalina) bien cagada y peida en botija para que retumbe.
Siempre se pone un falso sujeto cuando se quiere hurtar algo a la mirada y al dominio de la subjetividad. Aqu¨ª, el falso sujeto que se pone por titular leg¨ªtimo, por t¨ªtere y fantoche, del presunto patrimonio es ?el pueblo?. ?Y qui¨¦n es ese mozo?. habr¨ªa que preguntar. Mas no parece sino llen¨¢rseles la boca con la palabra ?pueblo?, con ese repelente concepto adulatorio, a aquellos mismos que andan tan felices con la noci¨®n de ?patrimonio cultural? y se mueven como el pez en el agua manejando la categor¨ªa complementaria de ?valor hist¨®rico-art¨ªstico?, como si tal categor¨ªa -estrictamente jur¨ªdica, me importa subrayarlo- no tuviese que ser, por la fuerza de las cosas, tan b¨¢rbara, tan brutal y tan inculta como la propia situaci¨®n econ¨®mica a que se enfrenta y acomoda. Pues nadie que ame de veras casas y ciudades dejar¨¢ de acabar sintiendo cu¨¢n feroces y cu¨¢n determinadas circunstancias econ¨®micas han podido elucubrar una supercher¨ªa tan intensamente hortera como el valor hist¨®rico-art¨ªstico, gran c¨®mplice del patrimonio cultural, en la medida en que es puesto por criterio de lo que lo es y lo que no lo es.
Uno de los efectos m¨¢s rid¨ªculos del valor hist¨®rico-art¨ªstico, derivado de su funci¨®n de credencial capaz de autorizar tal o cual pieza como patrimonio es la insensible supresi¨®n de lo singular en favor de lo gen¨¦rico, la inevitable sustituci¨®n del individuo por un ejemplo de su propio tipo, porque los rasgos que acreditan y dan autoridad son los contrase?ados y avalados en la documentaci¨®n, los registrados, reconocidos y homologados en la taxonom¨ªa; bajo esa lente, el gesto ¨²nico, la referencia aut¨®ctona resultan ignorados y destruidos. Al igual que el fot¨®grafo, que a todo el que se le plante ante la c¨¢mara indistintamente le dir¨¢ ?sonr¨ªa?, as¨ª a todo lo que tenga semejanza de castillo la monumentalizaci¨®n le har¨¢ poner cara de t¨ªpico castigo medieval. No es objeci¨®n el que el experto afine algo m¨¢s que eso, multiplicando los matices, porque la indiscreci¨®n consiste, en cualquier caso, en querer hacer creer que hubo Edad Media, lo que, evidentemente, no es verdad. Otro efecto -y este tal vez completamente intencionado- del tratamiento con monumentalina es el de que el edificio llegue a tener ya incorporada su propia apolog¨ªa, un poco al modo de la claque en el teatro o de la risa interna de alg¨²n serial televisivo ingl¨¦s como el de Un hombre en casa, o a semejanza de ese haz de rayos de oro que rodea, encareci¨¦ndolas, algunas grandes condecoraciones.
La concepci¨®n y determinaci¨®n del patrimonio divide netamente la ciudad en dos. A un lado la reserva del esp¨ªritu, su ciudadela, un magn¨ªfico sarc¨®fago donde es reverenciado bajo especie de cad¨¢ver, a fin de que no vuelva como un alma en pena a turbar a sus deudos con su soplo o su lamento. La ciudad exterior queda as¨ª inmunizada contra todo esp¨ªritu. Cuanto m¨¢s, all¨ª dentro, se prestigia su inutilidad, cuanto m¨¢s se honra su desinter¨¦s, cuanto m¨¢s se afirma y se encarece su no negociabilidad, tanto m¨¢s desaforadamente se desatan afuera el inter¨¦s y las utilidades del especulador, tanto m¨¢s despiadada e impunemente se desencadena la absoluta negociabilidad de todo lo dem¨¢s: espantosos sanblases y alcorcones con casas utilitarias hasta el insulto, casas que dicen a sus habitantes: ?T¨² aqu¨ª no tienes otra cosa que hacer m¨¢s que comer y dormir, m¨¢s que asearte y defecar.? Ninguna cosa podr¨ªa ser m¨¢s negro y m¨¢s seguro testimonio de la muerte del esp¨ªritu que semejante partici¨®n.
Si, como pareci¨® al principio, la partitocracia est¨¢ lejos de ser de las mejores situaciones para la cultura desde arriba, a la cultura desde abajo no pod¨ªa sobrevenirle un virus m¨¢s mort¨ªfero que el de las autonom¨ªas, cualesquiera que puedan ser, a pesar de ello, su fortuna y su acierto administrativos y pol¨ªticos, que tampoco parecen nada muy all¨¢. Sin excluir, bien entendido, de las autonom¨ªas a la Plaza de Oriente, que en verdad puede ser homologada como la Quinta Autonom¨ªa, y no s¨®lo bajo el punto de vista general de los ni?os-problema que le han salido a Espa?a, sino, m¨¢s espec¨ªficamente, por su total rechazo de todo lo no id¨¦ntico, su desprecio, su egolatr¨ªa, su soberbia, su sentimiento irredentista y reivindicatorio, su gesto incondicionalmente hostil, su actitud desunitiva -como ya se?al¨® acertadamente Pedro J. Ram¨ªrez-, su numantinismo y muerasansonismo y, en fin, por esa juramentada voluntad de olerse el propio ombligo y s¨®lo el propio ombligo, en lo que nada tienen que envidiar a Vascos y Catalanes, Gallegos y Andaluces. (Por lo dem¨¢s, se trata de figuras perfectamente complementarias y compenetradas, en cuanto partenaires de un ya viejo, conocido y poco honroso juego, y que se necesitan mutuamente: ni el ni?o viejo de Monz¨®n le sacar¨ªa gusto a la vida si no tuviese un p¨²blico al que exasperar, ni ¨¦ste, sin un Monz¨®n que lo hostigase, podr¨ªa gozar las delicias del esc¨¢ndalo ni el orgasmo, tan autoafirmativo, de la santa indignaci¨®n.)
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M¨¢s a¨²n, en realidad la Quinta Autonom¨ªa podr¨ªa reclamarles a las perif¨¦ricas derechos de patente sobre los dos grandes fetiches b¨¢sicos de la m¨ªstica cultural del autonomismo: la identidad y la conciencia hist¨®rica. Cuando aquello tan fantasioso de la ?reserva espiritual de Occidente?, la representaci¨®n secreta -que, por miedo al rid¨ªculo, nadie se atrevi¨® nunca a declarar- era la de que en alg¨²n rec¨®ndito rinc¨®n del campo, m¨¢s o menos como por entre las Alpujarras, La Bureba y la Tierra de Sayago o aproximadamente por ah¨ª, hab¨ªa o ten¨ªa que haber forzosamente un palurdo tal vez un poco rudo, tal vez no muy instruido, pero que escond¨ªa en su pecho intactos e insondables tesoros de energ¨ªa, de saber, de antigua, llana y natural virtud. Este palurdo -pr¨®ximo acaso a lo que Ridruejo designaba con la horripilante expresi¨®n de ?el macizo de la raza?, refundida de un no menos horripilante verso de Machado- era el verdadero pueblo, carne y sangre de la identidad y destinatario de la conciencia hist¨®rica, y recog¨ªa vagamente el papel de la figura isl¨¢mica o cristiana del mahdi o del mes¨ªas, indiscutible portador de las esencias y depositarlo del carisma, salvo que siempre extra?amente destinado a realizar su alt¨ªsimo destino obedeciendo y pringando como clase de tropa. Los perif¨¦ricos no han hecho m¨¢s que impugnar el pro-indiviso de esta gran reserva cineg¨¦tico-antropol¨®gica, del patrimonio nacional constituido con el viejo coto del Emperador, denunciando las arbitrariedades y atropellos de los guardas jurados, y quieren reorganizar ahora la cosa en diferentes parques naturales o zoos safaris descentralizados, ecosistem¨¢ticos y autogestionarios, pero el bicho y el mito cultural siguen siendo los mismos: la redenci¨®n y plenitud por la restauraci¨®n de una presunta autenticidad hist¨®rico-ontol¨®gica, por el rescate y el resurgimiento del palurdo vern¨¢culo ancestral -ese ser que no sabe bien qui¨¦n es, pero que ?cuando se entereee ...!
Se tratar¨ªa, as¨ª pues, una vez m¨¢s, de volverse hacia dentro, de buscar una presunta esencia propia, de contemplarse e imitarse a s¨ª mismo, de encastizar y rechupetear la propia lengua como expresi¨®n de una identidad e intimidad, no de afilarla y regularizarla como medio de conocimiento de las cosas (lo cual es reducirse a piar cual pajaritos, ya no hablar como humanos), de proseguir hasta la n¨¢usea la indigna reivindicaci¨®n y apolog¨ªa de lo propio, reclamar prioridades de invenci¨®n, discutir actas de bautismo, con el o¨ªdo exclusiva e hipersensiblemente habilitado para radar de ofensa o menosprecio, y, en fin, de una vergonzosa, miserable y deprimente atm¨®sfera de egolatr¨ªa, irredentismo, susceptibilidad y onfaloscopia. Digo que las autonom¨ªas han venido a reavivar las condiciones para que la cultura siga cifrando sus designios y dirigiendo sus impulsos sobre el delirio senil de esas egoc¨¦ntricas y antiuniversales supersticiones ontol¨®gicas, verdaderos cad¨¢veres del esp¨ªritu, tales como el palurdo vern¨¢culo ancestral, el Verdadero Pueblo, el ser de Espa?a, la autenticidad, la autorrealizaci¨®n, la libre expresi¨®n de s¨ª mismo, y, en fin, la identidad y la conciencia hist¨®rica, en las que ni por un momento asoma ya ni la remota sospecha de un objeto.
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