Libertad de expresi¨®n y prestigio de las instituciones
Uno, entre los m¨¢s precisos, de los indicadores que permiten valorar el grado de consolidaci¨®n de la democracia en un determinado pa¨ªs es, sin duda, el representado por la capacidad de pac¨ªfica aceptaci¨®n de la cr¨ªtica p¨²blica que tienen sus instituciones. Criterio que ser¨ªa in¨²til tratar de aplicar a los reg¨ªmenes autoritarios. Estos, teniendo a sus propias instancias de poder como valor en s¨ª, por encima del bien y del mal, son esencialmente intolerantes frente a cualquier actitud que no sea de sumisi¨®n o acatamiento sin reservas. Suscitando, entre otros, y como primario mecanismo de defensa, una idea del ?prestigio? inscrito en las mismas como valor abstracto, de entidad cuasi patrimonial, que en su precariedad necesita vivir a la sombra del C¨®digo penal.Los sistemas democr¨¢ticos, por el contrario, al menos en l¨ªnea de principio, tendr¨ªan que funcionar sobre otros presupuestos. En ellos la legitimidad no puede ser presunci¨®n, sino resultado. Y la institucionalidad en vigor se prestigia no por v¨ªa de carisma, sino saliendo d¨ªa a d¨ªa con su pr¨¢ctica al encuentro de la opini¨®n p¨²blica. De ah¨ª la importancia de la informaci¨®n. De ah¨ª tambi¨¦n la necesidad de que ¨¦sta se produzca libremente. De que el cotidiano debate que la misma comporta se vea efectivamente tutelado y no meramente reconocido como posibilidad abstracta de dudosa (o incluso arriesgada) realizaci¨®n.
Pues bien, si todas las instituciones de la democracia parlamentaria debieran medirse por norma en el espejo de la opini¨®n p¨²blica para conocer su verdadero rostro, con mucho m¨¢s motivo la Administraci¨®n de justicia.
El llamado poder judicial, precisamente por su car¨¢cter no representativo, en un sistema que se auto define por la representatividad, tendr¨ªa necesidad especial de ?ser juzgado?. Se saber c¨®mo y de qu¨¦ manera llega al pueblo lo que se dice que emana del pueblo.
Lo que hacen los jueces, a despecho de lo que tantas veces se ha afirmado, tiene ra¨ªces y produce efectos sociales. Est¨¢ absolutamente en el mundo y s¨®lo se explica por ¨¦l y en ¨¦l. De ah¨ª que pocas im¨¢genes m¨¢s desafortunadas que la de un juez ?a solas con la ley?. Tan de espaldas a la verdad como de dudosa inocencia, al querer hacer pasar por beat¨ªfica soledad una existencia inevitablemente alineada, vivida en la compa?¨ªa de los intereses y los prejuicios que pueblan el universo de cualquier mortal. O, en este caso -Toharia ense?a-, de alguna determinada de entre las posibles categor¨ªas sociales de mortales.
Todos estos y otros datos (m¨¢s o menos tendencialmente tinos, en riguroso presente los dem¨¢s), operando en la realidad judicial de nuestro pa¨ªs, confieren a su existencia una peculiar tensi¨®n entre la vieja y la nueva, o mejor, la actual situaci¨®n. Entre la vieja y la reciente legalidad. Y se ha puesto muy bien de manifiesto en el ¨¢rea de la libertad de expresi¨®n, con sorpresa de muchos a la que probablemente no hab¨ªa lugar.
Es evidente que nuestra magistratura no ha nacido ex novo a la historia un 21 de noviembre. Sus ra¨ªces, como su componente ideol¨®gica, no eran ni desconocidas ni fruto de la casualidad. (Ni, la verdad, tampoco homog¨¦neas). Y su comportamiento, en general y en buena t¨¦cnica perfectamente previsible, sobre todo a partir del precedente jurisprudencial y de la permanencia de una determinada normativa.
Por ello urge de una manera especial, como lo ha puesto de relieve con suficiente elocuencia el caso del director de EL PA?S, que nuestras leyes respondan efectivamente a la Constituci¨®n y, sobre todo, que aquellas inspiradas en una concepci¨®n de la democracia como delito que siguen vigentes sean definitivamente derogadas.
La libertad de expresi¨®n es una de las m¨¢s conflictivas de en tre las libertades democr¨¢ticas. Y tambi¨¦n una de las que hist¨®ricamente se han administrado con m¨¢s taca?er¨ªa y, a veces, con m¨¢s cinismo.
La libertad de expresi¨®n es inc¨®moda para las instituciones a las que, aparte viejas inercias, resulta m¨¢s confortable vivir de las rentas de ese prestigio con que a priori se cuenta que tratar de apoyarse en ese otro que s¨®lo sube desde la calle como respuesta de las gentes a una obra en la que se reconocen. El primero necesita de un riguroso control de la libertad; el segundo tendr¨ªa que potenciarla sin miedo. Este vivir¨ªa y saldr¨ªa fortalecido precisamente de la cr¨ªtica: aqu¨¦l suele verse obligado a quitar con el c¨®digo penal lo que ?da? con las constituciones.
Por eso nuestras posibilidades de hablar en libertad, de ejercer la cr¨ªtica de las instituciones que la democracia requiere, estar¨¢n realmente hipotecadas mientras falte la convicci¨®n de que aqu¨¦llas no necesitan armarse de otra cosa que no sea racionalidad, frente a la cr¨ªtica. Hasta que nuestra democracia parlamentaria renuncie a cifrar la defensa de las mismas en la incriminaci¨®n de la palabra discrepante, por la v¨ªa de los conceptos el¨¢sticos, las categor¨ªas imprecisas, las tipolog¨ªas abiertas, que es lo que nutre los delitos de opini¨®n.
Mientras ¨¦stos existan, con toda la carga de inseguridad jur¨ªdica pr¨¢ctica que por su misma naturaleza comportan, el cr¨¦dito de los tribunales no dejar¨¢ de correr el riesgo de verse gratuitamente comprometido ante alg¨²n sector del pa¨ªs. Precisamente por falta de apoyo cierto en un principio de legalidad material y formalmente bien entendido. Y no vale que el sistema se lave las manos en la invocaci¨®n de una independencia judicial que ¨¦l mismo contribuye a hacer objetivamente dif¨ªcil. Porque no se olvide que todos los procesamientos que se conocen en esta materia lo han sido a instancia del ministerio fiscal, funcionalmente dependiente del Gobierno.
Tal vez sea una obviedad, pero no por eso parece innecesario repetirlo: para que la libertad pueda cosecharse en las sentencias, se hace preciso sembrarla primero en las leyes y en las instituciones.
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