Tres omisiones
El discurso de Ortega y Gasset fue, con frecuencia, un mon¨®logo. Muchos lo han lamentado, con alguna raz¨®n. No obstante, hay que confesar que ese mon¨®logo nos ense?¨® a pensar y nos hizo hablar, ya que no con nosotros mismos, con nuestra historia latinoamericana. Nos ense?¨® que el paisaje no es un estado de alma y que tampoco somos meros accidentes del paisaje. La relaci¨®n entre el hombre y su paisaje es m¨¢s compleja que la antigua relaci¨®n entre sujeto y objeto. El paisaje es un aqu¨ª visto y vivido desde m¨ª; ese desde m¨ª es siempre un desde aqu¨ª. La relaci¨®n entre uno y otro polo es, m¨¢s que di¨¢logo, interacci¨®n. Las ideas son reacciones, actos. Esta visi¨®n, a un tiempo er¨®tica y pol¨¦mica del destino humano, no desemboca en ning¨²n m¨¢s all¨¢. No hay m¨¢s trascendencia que la del acto o la del pensamiento, que, al realizarse, se agota, entonces, so pena de extinci¨®n, hay que volver a comenzar. El hombre es el ser que continuamente se hace y se rehace. El gran invento de los hombres es el hombre.Visi¨®n prometeica y tambi¨¦n tr¨¢gica: si somos un perpetuo hacernos, somos un eterno recomienzo. No hay descanso: fin y comienzo son lo mismo. Tampoco hay naturaleza humana: el hombre no es algo dado, sino algo que se hace y se inventa. Desde el principio del principio, lanzado fuera de s¨ª y fuera de la naturaleza, es un ser en vilo; todas sus creaciones -lo que llamamos cultura e historia- no son sino artificios para seguir suspendido en el aire y no recaer en la inercia animal de antes del principio. La historia es nuestra condici¨®n y nuestra libertad; es aquello en que estamos y aquello que hacemos. Pero la historia no consiste, en resumidas cuentas, sino en un vivir en el aire, sin ra¨ªces. fuera de la naturaleza. Siempre me ha asombrado esta visi¨®n heroica del hombre como una criatura en lucha permanente contra las leyes de la gravedad. S¨®lo que es una visi¨®n en la que no aparece la otra cara de la realidad: la historia como incesante producci¨®n de ruinas; el hombre, como ca¨ªda y perpetuo deshacerse. A la filosof¨ªa de Ortega y Gasset, me temo, le falt¨® el peso, la gravedad, de la muerte. Hay dos grandes ausentes en su obra: Epicteto y san Agust¨ªn.
Su acci¨®n intelectual se despleg¨® en tres direcciones: sus libros, su c¨¢tedra y la Revista de Occidente con sus publicaciones. Su influencia marc¨® profundamente la vida cultural. de Espa?a y de Latinoam¨¦rica. Por primera vez, despu¨¦s de un eclipse de dos siglos, el pensamiento espa?ol fue escuchado y discutido en los pa¨ªses latinoamericanos. No s¨®lo se renovaron y cambiaron nuestros modos de pensar y nuestra informaci¨®n. tambi¨¦n la literatura, las artes y la sensibilidad de la ¨¦poca ostentan las huellas de Ortega y Gasset y su c¨ªrculo. Entre 1920 y 1935 predomin¨® entre las clases ilustradas, como se dec¨ªa en el siglo XIX, un estilo que ven¨ªa de la Revista de Occidente Estoy seguro de que el pensamiento de Ortega ser¨¢ descubierto, y muy pronto, por las nuevas generaciones. No concibo una cultura hisp¨¢nica sana sin su presencia. Ser¨¢, claro, un Ortega y Gasset distinto al que nosotros conocimos y le¨ªmos: cada generaci¨®n inventa a sus autores. Una Espa?a m¨¢s europea -como la que ahora se dibuja- sentir¨¢ mayor afinidad con la tradici¨®n que representa Ortega y Gasset, que es la que siempre ha mirado hacia Europa. Pero la cultura europea vive a?os dif¨ªciles y no puede ser ya la fuente de inspiraci¨®n que fue a principios de este siglo. Adem¨¢s, Espa?a es tambi¨¦n americana, como lo vio admirablemente Valle-Incl¨¢n y no lo vieron ni sintieron Unamuno, Machado y el mismo Ortega y Gasset. Tampoco los poetas de la generaci¨®n de 1927, a pesar de su descubrimiento de Neruda, sintieron y comprendieron de veras a Latinoam¨¦rica. As¨ª, regresar a Ortega y Gasset no ser¨¢ repetirlo sino, al continuarlo, rectificarlo.
En esta obra vasta, rica y diversa advierto, no obstante, tres omisiones. Ya he mencionado dos. La primera es la mirada interior, la introspecci¨®n, que se resuelve siempre en iron¨ªa: no se vio a s¨ª mismo y por eso, quiz¨¢, no supo sonre¨ªr ante su imagen en el espejo. Otra es la muerte, el deshacerse que es todo hacerse. El hombre de Ortega y Gasset es un ser intr¨¦pido y su signo es sagitario, sin embargo, aunque puede mirar al sol de frente, nunca ve a la muerte. La tercera son las estrellas. En su cielo mental se han desvanecido los astros vivos e inteligentes, las ideas y las esencias, los n¨²meros vueltos luz, los esp¨ªritus ardientes que arrobaron a Plotino y a Porfirio. Su filosof¨ªa es la del pensamiento como acci¨®n: pensar es hacer, construir, abrirse paso, convivir; no es ver ni es contemplar. La obra de Ortega y Gasset es un apasionado y luminoso pensar sobre este mundo, pero en su mundo faltan los otros mundos que son el otro mundo: la muerte y la nada, reversos de la vida, la historia y la raz¨®n; el reino interior, ese territorio secreto descubierto por los estoicos y que fue explorado, primero que nadie, por los m¨ªsticos cristianos; y la contemplaci¨®n de las esencias o, como dec¨ªa sor Juana In¨¦s de la Cruz en el ¨²nico poema realmente filos¨®fico de nuestra lengia, Primero sue?o la contemplaci¨®n de lo invisible, en el modo posible, ?no s¨®lo ya de todas las criaturas / sublunares, mas aun tambi¨¦n de aquellas / que intelectuales claras son estrellas ... ?.
Tal vez podr¨ªa arg¨¹irse que el pensamiento de Ortega y Gasset nos libera de la adoraci¨®n de las estrellas; es decir, de la red de la metaf¨ªsica; las ideas no est¨¢n en ning¨²n cielo mental: nosotros las hemos inventado con nuestros pensamientos. No son los signos del orden universal ni el trasunto de la armon¨ªa c¨®smica: son luces inciertas que nos gu¨ªan en la oscuridad, se?ales que nos hacemos los unos a los otros, puentes para pasar a la otra orilla. Pero esto es justamente lo que echo de menos en su obra: no hay otra orilla, no hay otro lado. El raciovitalismo es un solipsismo, un callej¨®n sin salida. Hay un punto en que la tradici¨®n occidental y la oriental, Plotino y Nagarjuna, ChuancTseu y Schopenhahuer, se unen: el fin ¨²ltimo, el bien supremo, es la contemplaci¨®n. Ortega y Gasset nos ense?¨® que pensar es vivir, y que el pensamiento separado de la vida pronto deja de ser pensamiento y se vuelve ¨ªdolo. Ten¨ªa raz¨®n, pero su raz¨®n cercen¨® la otra mitad de la vida y del pensamiento. Vivir es tambi¨¦n, y sobre todo. vislumbrar la otra orilla, sospechar que hay orden, n¨²mero y proporcion en todo lo que es y que, como dec¨ªa Spencer, el movimiento mismo es una alegor¨ªa del reposo: ?That time when no more Change shall be, / But stedfast rest of all things firmely stayd / Upon the pillours of Eternity?. (Mutability Cantos). Por todo esto, sus reflexiones sobre la historia, la pol¨ªtica, el conocimiento, las ideas. las creencias, el amor, son un saber -no una sabidur¨ªa-.
Este art¨ªculo -escrito sin notas y fiado a mi memoria- no es un examen de las ideas de Ortega y Gasset, sino de la impresi¨®n que han dejado en m¨ª. Como tantos otros latinoamericanos de mi edad, frecuent¨¦ sus libros con pasi¨®n durante mi adolescencia y mi primera juventud. Esas lecturas me marcaron y me formaron. El gui¨® mis primeros pasos y a ¨¦l le debo algunas de mis primeras alegr¨ªas intelectuales. Leerlo en aquellos d¨ªas era casi un placer f¨ªsico, como nadar o caminar por un bosque. Despu¨¦s me alej¨¦. Conoc¨ª otros pa¨ªses y explor¨¦ otros mundos intelectuales. Al terminar la guerra me instal¨¦ en Par¨ªs. En aquellos a?os se celebraban en Ginebra unos encuentros internacionales que alcanzaron cierta notoriedad. Consist¨ªan en una serie de seis conferencias p¨²blicas, impartidas por seis personalidades europeas, y seguidas, en cada caso, por discusiones entre peque?os grupos. En 1951 fui invitado a participar en esas discusiones. Acept¨¦: uno de los seis conferenciantes era nada menos que Ortega y Gasset. El d¨ªa de su conferencia lo escuch¨¦ con emoci¨®n. Tambi¨¦n con rabia: a mi lado. algunos provincianos profesores franceses y suizos se burlaban de su acento al hablar en franc¨¦s. A la salida quisieron rebajarlo: no s¨¦ por qu¨¦ estaban ofendidos. La discusi¨®n, al d¨ªa siguiente, empez¨® mal por la malevolencia de los mismos profesores, aunque, por fortuna, una generosa e inteligente intervenci¨®n de Merleau Ponty enderez¨® las cosas. Yo no hice mucho caso de aquellas mezquinas disputas; lo que quer¨ªa era acercarme a Ortega y Gasset y hablar con ¨¦l. Al fin lo logr¨¦ y al d¨ªa siguiente lo visit¨¦ en el Hotel du Rhone. Lo vi all¨ª dos veces. Me recibi¨® en el bar, una estancia amplia, con muebles r¨²sticos de madera y una enorme ventana que daba al r¨ªo impetuoso. Una sensaci¨®n extra?a: se ve¨ªa el agua furiosa y espumeante caer desde una alta esclusa; pero, por los gruesos vidrios, no se la o¨ªa. Record¨¦ la l¨ªnea de Baudelaire: Tout pour I'oeil, rien pour les oreilles.
A pesar de su afici¨®n al mundo germ¨¢nico y sus brumas, Ortega y Gasset era, en lo f¨ªsico y en lo espiritual, un hombre del Mediterr¨¢neo. Ni lobo ni pino: toro y olivo. Un vago parecido -la estatura, los ademanes, el color, los ojos- con Picasso. Con m¨¢s derecho que Rub¨¦n Dar¨ªo podr¨ªa haber dicho: ?aqu¨ª, junto al mar latino, / digo mi verdad ... ?. Me sorprendi¨® el llamear de su mirada de ave rapaz, no s¨¦ si de ¨¢guila o de gavil¨¢n. Comprend¨ª que, como la yesca, se encend¨ªa con facilidad, aunque no por mucho tiempo. Entusiasmo y melancol¨ªa, los dos extremos contradictorios del temperamento intelectual, seg¨²n Arist¨®teles. Me pareci¨® orgulloso sin desd¨¦n, que es el mejor orgullo. Tambi¨¦n abierto y capaz de interesarse por el pr¨®jimo. Me recibi¨® con llaneza, me invit¨® a sentarme y orden¨® al mesero que sirviera unos whiskies. A sus preguntas, le cont¨¦ que viv¨ªa en Par¨ªs y que escrib¨ªa poemas. Movi¨® la cabeza con repro
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baci¨®n y me reprendi¨®: por lo visto, los latinoamericanos eran incorregibles. Despu¨¦s habl¨® con gracia, desenvoltura e inteligencia (?por qu¨¦ nunca, en sus escritos, us¨® el tono familiar?), de su edad y de su facha (de torero que se ha cortado la coleta), de las mujeres argentinas (m¨¢s cerca de Juno que de Palas), de Estados Unidos (quiz¨¢ all¨¢ brote algo, aunque es una sociedad demasiado horizontal), de Alfonso Reyes y sus ojillos asi¨¢ticos (sab¨ªa poco de M¨¦xico y ese poco le parec¨ªa bastante), de la muerte de Europa y de su resurrecci¨®n, de la quiebra de la literatura, otra vez de la edad ( dijo algo que habr¨ªa estremecido a Plotino: pensar es una erecci¨®n, y yo todav¨ªa pienso), y de no s¨¦ cu¨¢ntas cosas m¨¢s.
La conversaci¨®n se deslizaba, a ratos, hacia la exposici¨®n; despu¨¦s, hacia el relato: an¨¦cdotas y sucedidos. Ideas y ejemplos: un maestro. Sent¨ª que su amor a las ideas se extend¨ªa a sus oyentes; me ve¨ªa para saber si le hab¨ªa comprendido. Frente a ¨¦l yo exist¨ªa no como un eco, como una confirmaci¨®n. Comprend¨ª que todos sus escritos eran una prolongaci¨®n de la palabra hablada y que esta era la diferencia esencial entre el fil¨®sofo y el poeta. El poema es un objeto verbal y. aunque est¨¦ hecho de signos (palabras), su realidad ¨²ltima se despliega m¨¢s all¨¢ de los signos: es la presentaci¨®n de una forma; el discurso del fil¨®sofo se sirve de las formas y de los signos; es una invitaci¨®n a realizarnos (virtud, autenticidad, ataraxia, qu¨¦ s¨¦ yo). Sal¨ª con la cabeza hirviendo.
Lo volv¨ª a ver la tarde siguiente. Le acompa?aba Roberto Vernego, un inteligente joven argentino que fue su gu¨ªa en Suiza y que conoc¨ªa bien la filosof¨ªa alemana y la francesa. Salimos a pasear por la ciudad; Roberto nos dej¨® y Ortega y yo caminamos un rato, de regreso a su hotel, por la orilla del r¨ªo. Ahora s¨ª se o¨ªa el estruendo del agua cayendo en el lago. Empez¨® a soplar el viento. Me dijo que la ¨²nica actividad posible en el mundo moderno era la del pensamiento (?la literatura ha muerto, es una tienda cerrada, aunque todav¨ªa no se enteren en Par¨ªs?), y que, para pensar, hab¨ªa que saber griego o, al menos, alem¨¢n. Se detuvo un instante e interrumpi¨® su mon¨®logo, me tom¨® del brazo y, con una mirada intensa que todav¨ªa me conmueve, me dijo: Aprenda el alem¨¢n y p¨®ngase a pensar. Olvide lo dem¨¢s?. Promet¨ª obedecerle y le acompa?¨¦ hasta la puerta de su hotel. Al d¨ªa siguiente tom¨¦ el tren de regreso a Par¨ªs.
No aprend¨ª el aleman. Tampoco olvid¨¦ lo dem¨¢s. En esto lo segu¨ª: siempre ense?¨® que no hay pensar en s¨ª, que todo pensar es pensamiento hacia o sobre lo dem¨¢s. Ese dem¨¢s, ll¨¢mase como se llame, es nuestra circunstancia; lo dem¨¢s, para m¨ª, es la historia; el m¨¢s all¨¢ de la historia se llama poes¨ªa. Vivimos un acabamiento; pero acabar no es menos fascinante y digno que comenzar. Acabamientos y comienzos se parecen: en el origen, la poes¨ªa y el pensamiento estuvieron unidos; despu¨¦s las separ¨® un acto de violencia racional. Hoy tienden, casi a tientas, a unirse de nuevo. ?Y su tercer consejo: ?p¨®ngase a pensar?? Sus libros, cuando era muchacho, me hicieron pensar. Desde entonces he tratado de ser fiel a esa primera lecci¨®n. No estoy muy seguro de pensar ahora lo que ¨¦l pens¨® en su tiempo; en cambio, s¨¦ que sin su pensamiento yo no podr¨ªa, hoy, pensar.
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