Telepat¨ªa sin hilos
Un notable neur¨®logo franc¨¦s, investigador de tiempo completo, me cont¨® la otra noche que hab¨ªa descubierto una funci¨®n del cerebro humano que parece ser de una gran importancia. S¨®lo tiene un problema: no ha podido establecer para qu¨¦ sirve. Yo le pregunt¨¦, con una esperanza cierta, si no hab¨ªa alguna posibilidad de que esa fuera la funci¨®n que regula los presagios, los sue?os premonitorios y la transmisi¨®n del pensamiento. Su ¨²nica respuesta fue una mirada de l¨¢stima.Yo hab¨ªa visto esa misma mirada dieciocho a?os antes, cuando le hice una pregunta similar a un muy querido amigo, que es tambi¨¦n investigador del cerebro humano en la Universidad de M¨¦xico. Mi opini¨®n, ya desde entonces, era que la telepat¨ªa y sus medios diversos no son cosas de brujos, como parecen creerlo los incr¨¦dulos, sino simples facultades org¨¢nicas que la ciencia repudia, porque no las conoce, como repudiaba la teor¨ªa de la redondez de la Tierra cuando se cre¨ªa que era plana. Mi amigo admit¨ªa, si no recuerdo mal, que es muy reducido el ¨¢rea del cerebro cuyas funciones est¨¢n comprobadas a plenitud, pero se negaba a admitir que en el resto de aquellas tinieblas hubiera un lugar para anticiparse al porvenir.
Yo le hac¨ªa bromas telep¨¢ticas que ¨¦l descalificaba como casualidades puras, a pesar de que algunas parec¨ªan demasiado evidentes. Una noche le llam¨¦ por tel¨¦fono para que fuera a comer a nuestra casa, y s¨®lo despu¨¦s me di cuenta de que no hab¨ªa cosas bastantes en la cocina. Volv¨ª a llamarle para pedirle que me llevara una botella de vino de una marca que no era usual, y un pedazo de salchich¨®n. Mercedes me grit¨® desde la cocina que le pidiera tambi¨¦n un jab¨®n para lavar platos. Pero ya hab¨ªa salido de su casa. Sin embargo, en el momento de colgar el tel¨¦fono, tuve la impresi¨®n n¨ªtida de que, por un prodigio imposible de explicar, mi amigo hab¨ªa recibido el mensaje. Entonces lo escrib¨ª en un papel, para que ¨¦l no fuera a dudar de mi versi¨®n, y por puro virtuosismo po¨¦tico agregu¨¦ que llevara tambi¨¦n una rosa. Poco despu¨¦s, su esposa y ¨¦l llegaron con las cosas que les hab¨ªamos pedido, inclusive el jab¨®n de la misma marca que us¨¢bamos en casa. ?El supermercado estaba abierto por casualidad, y decidimos traerles estas cosas?, nos dijeron, casi excus¨¢ndose. S¨®lo faltaba la rosa. Aquel d¨ªa mi amigo y yo iniciamos un di¨¢logo distinto que todav¨ªa no ha terminado, La ¨²ltima vez que le vi, hace seis meses, estaba dedicado por completo a establecer en qu¨¦ lugar del cerebro se encuentra la conciencia.
La vida, m¨¢s de lo que uno cree, est¨¢ embellecida por este misterio. La v¨ªspera del asesinato de Julio C¨¦sar, su esposa Calpurnia vio con terror que todas las ventanas de la casa se abr¨ªan de golpe al mismo tiempo, sin viento y sin ruidos. Siglos despu¨¦s, el novelista Thorton Wilder le atribuy¨® a Julio C¨¦sar una frase que no est¨¢ en sus memorias de guerra ni en las cr¨®nicas fascinantes de Plutarco y Suetonio, pero define mejor que nada la condici¨®n humana del emperador: ?Yo, que gobierno tantos hombres, soy gobernado por p¨¢jaros y truenos?. La historia de la Humanidad -desde que el joven Jos¨¦ descifraba los sue?os en Egipto- est¨¢ llena de estas r¨¢fagas fabulosas. Conozco dos gemelos id¨¦nticos a quienes les doli¨® la misma muela al mismo tiempo en ciudades distintas, y que cuando est¨¢n juntos tienen la sensaci¨®n de que los pensamientos del uno interfieren a los del otro. Hace muchos a?os, en una vereda de la costa del Caribe, conoc¨ª un curandero que se preciaba de sanar un animal a distancia si le daban la descripci¨®n precisa y el lugar en que estaba. Yo lo comprob¨¦ con estos ojos: v¨ª una vaca infectada, cuyos gusanos se ca¨ªan vivos de las ¨²lceras, mientras el curandero rezaba una oraci¨®n secreta a varias leguas de distancia. Sin embargo, s¨®lo recuerdo una experiencia que haya tomado en serio estas facultades en la historia de hoy. La hizo la Marina de Estados Unidos, que no ten¨ªa medios para comunicarse con los submarinos nucleares que navegaban bajo la corteza polar, y decidi¨® intentar la telepat¨ªa. Dos personas afines, una en Washington y otra a bordo del submarino, intentaron establecer un sistema para intercambiar mensajes pensados. Fue un fracaso, por supuesto, pues la telepat¨ªa es imprevisible y espont¨¢nea, y no admite ninguna clase de sistematizaci¨®n. Es su defensa. Todo pron¨®stico, desde los presagios matinales hasta las centurias de Nostradamus, viene cifrado desde su concepci¨®n y s¨®lo se comprende cuando se cumple. De no ser as¨ª, se derrotar¨ªa de antemano a s¨ª mismo.
Hablo de esto con tanta propiedad porque mi abuela materna fue el sabio m¨¢s l¨²cido que conoc¨ª jam¨¢s en la ciencia de los presagios. Era una cat¨®lica de las de antes, de modo que repudiaba como artificios de malas artes todo lo que pretendiera ser adivinaci¨®n met¨®dica del porvenir. As¨ª fueran las barajas, las l¨ªneas de la mano o la evocaci¨®n de los esp¨ªritus. Pero era maestra de sus presagios. La recuerdo en la cocina de nuestra casa grande de Aracataca, vigilando los signos secretos de los panes perfumados que sacaba del horno.
Una vez vio el 09 escrito en los restos de la harina, y removi¨® cielo y tierra hasta encontrar un billete de la loter¨ªa con ese n¨²mero. Perdi¨®. Sin embargo, la semana siguiente se gan¨® una cafetera de vapor en una rifa, con un boleto que mi abuelo hab¨ªa comprado y olvidado en el bolsillo del saco de la semana anterior. Era el n¨²mero 09. Mi abuelo ten¨ªa diecisiete hijos de los que entonces se llamaban naturales -como si los del matrimonio fueran artificiales-, y mi abuela los ten¨ªa como suyos. Estaban dispersos por toda la costa, pero ella hablaba de todos a la hora del desayuno, y daba cuenta de la salud de cada uno y del estado de sus negocios como si mantuviera una correspondencia inmediata y secreta. Era la ¨¦poca tremenda de los telegramas que llegaban a la hora menos pensada y se met¨ªan como un viento de p¨¢nico en la casa. Pasaba de mano en mano sin que nadie se atreviera a abrirlo, hasta que a alguien se le ocurr¨ªa la idea providencial de hacerlo abrir por un ni?o menor, como si la inocencia tuviera la virtud de cambiar la maldad de las malas noticias.
Esto ocurri¨® una vez en nuestra casa, y los ofuscados adultos decidieron poner el telegrama al rescoldo, sin abrirlo, hasta que llegara mi abuelo. Mi abuela no se inmut¨®. ?Es de Prudencia Iguar¨¢n para avisar que viene?, dijo. ?Anoche so?¨¦ que ya estaba en camino?. Cuando mi abuelo volvi¨® a casa no tuvo ni siquiera que abrir el telegrama. Volvi¨® con Prudencia Iguar¨¢n, a quien hab¨ªa encontrado por casualidad en la estaci¨®n del tren, con un traje de p¨¢jaros pintados y un enorme ramo de flores, y convencida de que mi abuelo estaba all¨ª por la magia infalible de su telegrama.
La abuela muri¨® de casi cien a?os sin ganarse la loter¨ªa. Se hab¨ªa quedado ciega y en los ¨²ltimos tiempos desvariaba de tal modo que era imposible seguir el hilo de su raz¨®n. Se negaba a desvestirse para dormir mientras la radio estuviera encendida, a pesar de que le explic¨¢bamos todas las noches que el locutor no estaba dentro de la casa. Pens¨® que la enga?¨¢bamos, porque nunca pudo creer en una m¨¢quina diab¨®lica que permit¨ªa o¨ªr a alguien que estaba hablando en otra ciudad distante.
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